18 CAPÍTULO 15

ACABABA de comenzar noviembre cuando llegó la lluvia. Joseph escrutaba el cielo cada mañana, estudiando las abultadas nubes que se formaban y al atardecer contemplaba el sol poniente, que enrojecía el cielo. Se acordaba de estas proféticas poesías infantiles:

Cielo rojo al amanecer, marineros preved. Arreboles al anochecer, del marinero el placer.

y al revés, Cielo rojo al amanecer, lluvia pronta a caer. Arreboles al anochecer, soles al amanecer.

Joseph miraba con más frecuencia al barómetro que al reloj y cada vez que descendía la aguja se sentía feliz. Iba entonces al patio y susurraba al árbol:

Lloverá dentro de unos días. La lluvia limpiará la tierra de hojas.

Un día mató con la escopeta a un buho pequeño y lo colgó boca abajo de una de las ramas más altas del roble. Se dedicó a observar atentamente a los caballos y a los pollos.

Thomas se reía de él.

No conseguirás que llegue antes. Estás mirando la olla, Joe. Alejarás la lluvia si te preocupas tanto.

Añadió Thomas:

Mañana vamos a matar un cerdo.

Pondré un madero en el roble, junto a mi casa para colgarlo dijo Joseph. Rama hará el embutido, ¿no?

Elizabeth escondió la cabeza bajo la almohada para no oír los chillidos del cerdo, pero Rama presenció la matanza y ayudó a recoger la sangre que chorreaba de la garganta del animal en un cubo. No se adelantaron mucho, pues acababan de colgar los lomos y los jamones para curarlos en la caseta de piedra cuando llegó la lluvia. No hubo ocasión de maniobrar. Toda una mañana sopló el viento proveniente del sudeste y del océano y aparecieron nubes en abundancia, que se desplegaron y descendieron hasta ocultar las cumbres de las montañas, y después dejaron caer gotas gordas. Los niños estaban en la casa de Rama y veían la lluvia a través de la ventana. Burton rezaba en acción de gracias y ayudaba a su esposa a dar gracias, también, aunque ella no se encontraba del todo bien. Thomas fue al granero, se sentó sobre un pesebre y escuchó la lluvia golpeando contra el techo del granero. El montón de heno conservaba el calor del sol veraniego. Los caballos movían nerviosos las patas y trataban de librarse de las jáquimas retorciendo las cabezas, para olisquear el aire exterior a través de las ventanitas de los montones de estiércol.

Joseph se encontraba de pie junto al roble cuando comenzó la lluvia. La sangre del cerdo que había untado sobre la corteza del árbol se veía negra y brillante. Elizabeth lo llamó desde el porche.

Va a llover. Te vas a mojar.

Y Joseph la miró con una sonrisa en la cara.

Tengo la piel reseca le dijo gritando. Quiero mojarme.

Vio cómo caían las primeras gotas, gotas grandes, desplomándose sobre la tierra entrecortadamente. Pronto, toda la tierra estuvo salpicada de gotas oscuras. La lluvia se hizo más densa y un viento frío la inclinó. El aroma penetrante de tierra húmeda llenó el aire y comenzó la primera tormenta del invierno, ametrallando el aire y tamborileando sobre los tejados y arrancando las hojas de los árboles. La tierra oscureció; surgieron enseguida riachuelillos en el patio. Joseph tenía la cabeza echada hacia atrás mientras la lluvia caía sobre sus mejillas y sus párpados, corriéndole por la barba y chorreándole por el cuello desabrochado de la camisa. La ropa se le pegó como una segunda piel al cuerpo. Se quedó así, bajo la lluvia, un rato muy largo para asegurarse de que no era un chaparrón pasajero aislado.

Elizabeth volvió a llamarlo.

Joseph, vas a coger frío.

Esto no da frío respondió él. Esto es sano.

Entonces criarás ranas en el pelo. Entra, Joseph, la chimenea está encendida. Entra y cambíate de ropa.

Pero Joseph siguió bajo la lluvia y no entró hasta que comenzaron a bajar ríos de agua por el tronco del árbol.

Va a ser un año bueno dijo. Las corrientes del cañón tendrán agua antes del día de

Acción de Gracias.

Elizabeth estaba sentada en el sillón de cuero; había puesto un estofado a fuego lento en la cocina. Rió de buena gana al ver entrar a Joseph. La alegría reinaba en el rancho.

Estás empapando el suelo, y está recién fregado.

Ya lo sé dijo Joseph. En aquel momento sintió un amor tan grande por la tierra y por Elizabeth que cruzó la habitación a zancadas y puso su mano mojada sobre el cabello de Elizabeth, en una especie de bendición.

Joseph, me está entrando agua por el cuello.

Lo sé.

Joseph, tienes la mano fría. Cuando me confirmé, el obispo puso la mano sobre mi cabeza, igual que tú ahora y su mano también estaba fría. Me dio escalofríos. Pensé que era el Espíritu Santo.

Levantó la mirada hacia él, sonriendo feliz.

Todas las chicas hablamos después de ello y las demás decían que era el Espíritu

Santo. Fue hace mucho tiempo, Joseph.

Evocó la escena en su mente y a medio camino de su larga y estrecha idea del tiempo aparecía el desfiladero de las montañas, que también parecía haber ocurrido mucho tiempo atrás.

Joseph se inclinó con rapidez y le dio un beso en la mejilla.

La hierba crecerá en dos semanas.

Joseph, no hay nada tan desagradable como una barba mojada. Tienes ropa seca sobre la cama, cariño.

Por la tarde, Joseph se sentó en la mecedora, junto a la ventana. Elizabeth lo miraba a hurtadillas y lo veía fruncir el ceño cada vez que el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado se debilitaba y esbozar una sonrisa de alivio cuando se reanudaba, aún más fuerte que antes. Ya avanzada la tarde, llegó Thomas. Antes de entrar se sacudió y se limpió los pies en el porche.

Bien, llegó al fin dijo Joseph.

Sí, llegó. Vamos a tener que cavar algunas zanjas mañana. Se ha inundado el corral. Tendremos que sacar el agua.

Esta agua es buena para abonar. Podemos dejarla correr por la huerta.

Llovió durante toda una semana, reduciéndose en ocasiones a una niebla para seguir diluviando después. Las gotas doblegaron la hierba seca y en pocos días surgieron los minúsculos brotes nuevos. El río flotaba con gran estruendo en las montañas occidentales, desbordándose por las riberas, haciendo caer al agua los sauces y retumbando entre las rocas. De las montañas bajaban torrentes de agua que se agregaban al río. Por todas partes se formaban arroyadas que se extendían por todos los barrancos.

Los niños, jugando en las casas y en el granero, se hartaron pronto de la lluvia; acosaban a Rama para que les enseñara juegos nuevos. Las mujeres empezaban a quejarse de tener que tender la ropa en las cocinas.

Joseph se ponía un impermeable y pasaba los días recorriendo la granja, bien metiendo en la tierra un palo para ver qué profundidad tenía la humedad, bien paseando por las orillas del río, contemplando la maleza, ramas y leños meciéndose en el agua. Por las noches, su sueño era ligero, escuchando la lluvia o dormitando, para despertarse cuando disminuía la intensidad de la lluvia.

Finalmente, amaneció un día de cielo despejado y sol radiante y cálido. El aire recién lavado era fresco y puro. Las hojas de los robles brillaban lustrosas. La hierba crecía a ojos vistas, con riqueza de color en las colinas lejanas, con un tinte azulado en la cercanía y, justo delante, pequeñísimas agujas verdes asomaban entre la tierra.

Los niños salieron como animales de las jaulas y jugaron con tanta pasión que cogieron fiebre y tuvieron que meterse en la cama.

Joseph cogió un arado y levantó el suelo de la huerta y Thomas pasó la grada y Burton lo allanó. Parecía una procesión, ansioso cada uno de ellos por clavar sus garras en la tierra. Incluso los niños suplicaron un poco de tierra para plantar rábanos y zanahorias. Los rábanos crecían más deprisa, aunque las zanahorias daban mejor aspecto a una huerta, pero tenían que esperar más tiempo. La hierba empujaba y empujaba. Las agujas se hicieron briznas y cada brizna se abrió y salieron dos. Las cumbres y laderas de las montañas se volvieron lisas y suaves y recobraron su voluptuosidad. La salvia perdió su austera oscuridad. En toda la región, sólo el pinar de la sierra oriental quedó aislado en su melancolía.

Llegó el día de Acción de Gracias, con una celebración solemne y mucho antes de que llegara Navidad, la hierba llegaba a los tobillos.

Una tarde llegó a la granja un buhonero mejicano. Traía cosas muy interesantes en su saco: hilos, agujas y alfileres, terrones de cera y estampas de santos, una caja de goma, armónicas y rollos de papel crepé rojo y verde. Era un viejo encorvado y no llevaba más que cosas pequeñas. Abrió su saco en el porche de la casa de Elizabeth y se retiró unos pasos, sonriendo a manera de disculpa, cogiendo de vez en cuando una cartulina con alfileres para que se vieran bien sus ventajas o tocando la goma con su dedo índice para atraer la atención de las mujeres que se habían congregado a su alrededor. Joseph vio la pequeña asamblea desde la puerta del granero y se acercó sin prisa. Fue entonces cuando el viejo se quitó su andrajoso sombrero.

Buenas tardes, señor saludó a Joseph.

Tardes.

El vendedor sonreía forzadamente, totalmente azarado.

¿No se acuerda de mí, señor?

Joseph examinó con atención el rostro moreno y arrugado.

Creo que no.

Un día le explicó el hombre venía usted a caballo por el camino desde Nuestra

Señora. Yo creí que usted iba de caza y le pedí un venado.

Sí dijo Joseph lentamente. Ahora lo recuerdo. Eres el tío Juan. El vendedor meneó la cabeza como un pájaro viejo.

Y entonces, señor, entonces hablamos de una fiesta. He estado recorriendo la región, más allá de San Luis Obispo. ¿Hizo la fiesta, señor?

Los ojos de Joseph se agrandaron por la alegría.

No, pero la haré. ¿Cuándo será buena ocasión, tío Juan?

El vendedor extendió las manos y estiró el cuello ante el honor que se le hacía.

Bueno, señor, aquí cualquier ocasión es buena. Pero algunos días son mejor. Por ejemplo, Navidad, la Natividad.

No repuso Joseph. Es demasiado pronto. No habrá tiempo.

También está Año Nuevo, señor. Es la fecha mejor, porque todo el mundo está contento y la gente va por ahí buscando fiestas.

¡Eso es! dijo entusiasmado Joseph. Haremos la fiesta el día de Año Nuevo.

Mi yerno toca la guitarra, señor.

Tu yerno vendrá también. ¿A quién invitaremos, tío Juan?

¿Invitar?

Los ojos del anciano reflejaban asombro.

No se «invita», señor. Cuando vuelva a Nuestra Señora, diré que usted va a dar una fiesta el día de Año Nuevo, y la gente vendrá. Quizá también venga el sacerdote, con su altar en las alforjas, y celebre misa. Sería hermoso.

Joseph se rió mirando al roble.

La hierba estará muy alta para esa fecha.

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