10 C A P Í T U L O 7

EN Monterrey vivía y trabajaba un guarnicionero llamado McGreggor, filósofo furibundo y marxista, para más señas. La edad no había atemperado sus ideas radicales y había dejado muy atrás la moderada utopía de Marx. McGreggor tenía las mejillas surcadas de profundas arrugas provocadas por su constante apretar la mandíbula y cerrar la boca desafiando al mundo. Sus ojos estaban frecuentemente entrecerrados de hosquedad. Denunciaba a sus vecinos porque violaban sus derechos y constantemente descubría lo insuficiente que era la tutela que la ley ofrecía a sus derechos. Trataba de intimidar a fuerza de amenazas a su hija Elizabeth, fracasando exactamente igual que le había ocurrido con su madre, pues Elizabeth apretaba también la mandíbula y defendía sus ideas contra los razonamientos de su padre recurriendo a no exponerlas jamás. El pobre hombre se enfurecía al comprobar que no podía atacar los prejuicios de su hija por no saber cuáles eran.

Elizabeth era una joven hermosa y muy decidida. Tenía el pelo rizado, la nariz pequeña y la barbilla firme de tanto apretarla contra su padre. Era en los ojos donde residía su belleza, unos ojos grises muy separados y con unas pestañas tan espesas que parecían custodiar un conocimiento remoto y preternatural. Era alta; no delgada sino esbelta y cimbreña, con una fuerza enérgica y vivaz. Su padre resaltaba sus defectos o, mejor dicho, los defectos que él atribuía a su hija.

Eres igual que tu madre le decía. Tienes una mente cerrada. No tienes ni una pizca de sentido común. Haces las cosas sin pensar, igual que tu madre, una mujer escocesa hasta la médula. Sus padres creían en hadas y cuando yo de broma le sugería que eso no era serio, apretaba la mandíbula y cerraba la boca como una viuda. Y me decía: «Hay cosas que la razón no puede explicar, pero existen, a pesar de ello». Apuesto lo que quieras a que te llenó la cabeza de hadas antes de morir.

A McGreggor le gustaba planear el futuro por su hija.

Vendrá un tiempo anunciaba con aires de profeta en el que las mujeres se ganarán la vida trabajando. No hay ninguna razón que impida a una mujer aprender un oficio. Mírate a ti, por ejemplo le decía a su hija. Vendrá una época, y no está lejos, en la que una mujer como tú trabajará y recibirá un salario y mandará a paseo al primer necio que la pida en matrimonio.

No obstante, McGreggor se quedó perplejo cuando Elizabeth decidió estudiar para los exámenes del condado y hacerse maestra. McGreggor llegó incluso a mostrarse amable con su hija.

Eres muy joven, Elizabeth le decía a su hija. Sólo tienes diecisiete años. Al menos, espera a que tus huesos terminen de crecer.

Elizabeth sonreía con aire triunfal y no decía nada. En una casa donde la más pequeña aseveración ponía automáticamente en pie de guerra ejércitos de razones en su contra, había aprendido a permanecer callada.

Para una muchacha decidida, la profesión de maestra era algo más que enseñar a niños. Al cumplir los diecisiete años pudo presentarse a los exámenes del condado y lanzarse a la aventura. Era una manera honesta de salir de su casa y de su ciudad, donde todo el mundo la conocía demasiado bien; un modo de preservar la dignidad alerta y frágil de una joven. Para los habitantes del pueblo al que fue destinada era una desconocida, misteriosa y deseable. Elizabeth sabía algo de fracciones y poesía; podía leer en francés e incluso dejar caer alguna palabra en una conversación. En ocasiones llevaba ropa interior de linón y a veces de seda, como podía apreciarse cuando tendía la ropa. Todos estos detalles, que podrían considerarse pretenciosos en una persona corriente, eran dignos de admiración en una maestra e incluso eran lo que se esperaba, pues la maestra gozaba de cierta importancia social y cultural y dotaba de un tono intelectual y cultural a su comarca. La gente entre la que fue a vivir no la conocía por su nombre de pila. Tomó el título de «señorita». Una capa de misterio y saber la envolvía. Y sólo tenía diecisiete años. Si en un plazo de seis meses no se casaba con el soltero más codiciado de la región es que era fea como Gorgona, pues una maestra de escuela elevaba de categoría social al hombre con el que se casara. Sus hijos eran tenidos por más inteligentes que los niños corrientes. La profesión de maestra podía ser, si se manejaban los hilos convenientemente, un paso sutil y seguro hacia el matrimonio.

Elizabeth McGreggor tenía una formación mucho más amplia que la mayoría de los maestros. Además de las fracciones y el francés, había leído fragmentos de las obras de Platón y Lucrecio, se sabía algunos títulos de Esquilo, Aristófanes y Eurípides y poseía cierta cultura clásica basada en Homero y Virgilio. Tras aprobar el examen, fue destinada a la escuela de Nuestra Señora. El aislamiento del lugar le resultaba agradable. Deseaba reflexionar sobre todo lo que sabía, colocar cada cosa en su sitio y una vez ordenado todo, formar la nueva Elizabeth McGreggor. En el pueblo de Nuestra Señora se alojó en la casa de los González.

Por todo el valle voló la noticia de que la maestra recién llegada era joven y muy bonita y por ello, cada vez que Elizabeth salía o iba a la tienda de comestibles, se encontraba con jóvenes que aunque no hacían nada, se mostraban profundamente preocupados mirando sus relojes de bolsillo, enrollando un cigarrillo o mirando algún punto remoto, aunque de vital importancia, en la lejanía. Pero de vez en cuando, había un hombre extraño entre los ociosos preocupado por Elizabeth; era un hombre alto, de barba oscura y unos penetrantes ojos azules. Este hombre incomodaba a Elizabeth, pues siempre que pasaba delante de él, la miraba fijamente y su mirada traspasaba su vestido.

Cuando Joseph se enteró de la llegada de la nueva maestra, se fue acercando a ella en círculos cada vez más pequeños hasta que acabó sentándose en el salón de los González, una casa llena de alfombras y muy respetable, mirando fijamente a Elizabeth. Era una visita formal. Elizabeth se había cardado el pelo, pero ella era la maestra. Su cara tenía una expresión seria, casi severa. Excepto por el gesto de estirarse la falda sobre las rodillas, que repitió unas cuantas veces, podría decirse que estaba serena. De vez en cuando miraba a Joseph a los ojos, unos ojos inquisidores y después desviaba la mirada.

Joseph llevaba un traje negro y botas nuevas. Se había recortado el pelo y la barba y sus uñas estaban todo lo limpias que podían.

¿Le gusta la poesía? le preguntó Elizabeth mirando brevemente esos ojos penetrantes, fijos.

Oh sí, sí, sí que me gusta; lo que he leído.

Estará de acuerdo, señor Wayne, en que los poetas modernos no son como los griegos, como Homero.

El rostro de Joseph mostró impaciencia.

Ya recuerdo dijo, claro que sí. Un hombre que llegó a una isla y se convirtió en cerdo.

La boca de Elizabeth se curvó en las comisuras. Al momento, apareció la maestra, distante y muy por encima del alumno.

Eso es La Odisea. Se cree que Homero vivió en el siglo IX antes de Cristo. Ejerció una influencia decisiva en toda la literatura griega.

Señorita McGreggor dijo Joseph con honestidad, hay una manera de hacer esto, pero yo no sé cuál es. Algunas personas parecen saberlo por instinto, pero yo no. Antes de venir pensé lo que le iba a decir, pero no encontré la manera, porque nunca he hecho nada de este estilo. Sé que primero hay que cortejar, pero no sé cómo hacerlo. Además, me parece inútil.

Elizabeth estaba atrapada por sus ojos ahora y se quedó sobrecogida ante la intensidad de sus palabras.

No sé de qué me está hablando, señor Wayne.

Había sido desbancada de su puesto de maestra y la caída le daba miedo.

Sé que lo estoy haciendo mal reconoció Joseph. No sé hacerlo de otra manera. Me da miedo pensar que podría sentirme confuso y azorado. Quiero que sea mi esposa, señorita McGreggor, y debe usted saberlo. Mis hermanos y yo poseemos seiscientos cuarenta acres de tierra. Nuestra sangre es pura. Puedo ser bueno con usted si me dice lo que quiere.

Mientras decía esto, Joseph mantuvo los ojos fijos en el suelo. Al terminar, levantó la mirada y vio que Elizabeth estaba azorada y triste. Joseph se puso en pie de un brinco.

Me temo que lo he hecho mal. Ahora mé siento confuso, pero ya lo he dicho. Me voy, señorita McGreggor. Volveré cuando se nos haya pasado el azoramiento.

Salió disparado sin ni siquiera decir adiós, montó de un salto sobre su caballo y se alejó galopando en la noche.

Sentía un fuego de vergüenza y júbilo en la garganta. Cuando llegó a la arboleda del río, paró el caballo, se puso en pie sobre los estribos y gritó para sofocar el fuego, y el eco le devolvió su grito. Era una noche muy oscura y una niebla alta velaba la luminosidad de las estrellas y amortiguaba los ruidos de la noche. Su grito había hecho estallar el denso silencio y él mismo se había asustado. Permaneció un rato sentado sobre la silla, sintiendo el lomo del caballo subir y bajar jadeante.

La noche está demasiado tranquila; no hay nada que impresione. Tengo que hacer algo.

Sentía que la ocasión requería una señal, algo que le diera relevancia. Un acto suyo lo

identificaría con el momento que estaba viviendo, de otro modo pasaría sin llevarse parte de él. Se quitó el sombrero y lo lanzó a la oscuridad. Pero esto no era suficiente. Buscó palpando su látigo que estaba en la perilla, lo arrancó y se fustigó la pierna furiosamente hasta hacerse daño. El caballo se echó a un lado, alejándose del silbido del golpe y después se encabritó. Joseph lanzó su cuarta a la maleza, dominó al caballo apretando las rodillas contra su ijada y, cuando el animal se tranquilizó, lo guió al trote en dirección al rancho. Joseph abrió la boca para dejar entrar aire fresco.

Elizabeth vio cómo se cerraba la puerta al marcharse Joseph. «Hay una grieta muy grande bajo la puerta», pensó. «Cuando sople el viento, se colará por ahí. Quizá me tenga que mudar a otra casa». Se examinó los dedos con atención.

«Ahora estoy preparada», prosiguió. «Ahora estoy preparada para castigarlo. Es un patán, un metepatas necio. No tiene educación. No sabe comportarse como es debido. No reconocería lo que es educación ni aunque lo viera. No me gusta su barba. Se fija demasiado y su traje era lamentable». Pensó en el castigo y movió la cabeza lentamente. «Dijo que no sabía cómo hacerlo. Quiere casarse conmigo. Tendría que soportar esos ojos toda mi vida. Su barba será áspera seguramente, pero no lo creo. No, no lo creo. ¡Vaya elegancia ir derecho al grano!, y su traje, y me cogería por la cintura». Su mente se había desbocado. «¿Qué voy a hacer?» La persona que debía tomar parte en su futuro era un extraño cuya forma de actuar no comprendía. Subió a su habitación y se desvistió con mucha parsimonia. «La próxima vez me fijaré en la palma de su mano. Eso lo decidirá». Asintió con la cabeza con aire serio y se tiró boca abajo en la cama y lloró. Su llanto le produjo tanta satisfacción y deleite como un bostezo por la mañana. Pasado un rato se levantó, apagó la luz de un soplo y acercó una mecedora con cojín de terciopelo a la ventana. Apoyando los codos en el alféizar de la ventana, contempló la noche. El aire estaba impregnado de la humedad de la densa niebla; más abajo de la mal pavimentada calle, una ventana encendida tenía una orla de luz.

Elizabeth oyó moverse algo con sigilo en el patio y se asomó para ver qué era. Se oyó un grito súbito, áspero y silbante, y después el chasquido de huesos. Sus ojos atravesaron la oscuridad y distinguieron un gato negro, largo y bajo, alejándose lenta y sigilosamente con una presa en la boca. Un murciélago nervioso pasó sobre su cabeza, rechinando en su vuelo.

«¿Dónde estará ahora?», se preguntó Elizabeth. «Estará volviendo a su casa y su barba se agitará con el viento. Cuando llegue, estará agotado. Y aquí estoy yo, descansando, sin hacer

nada. Le está bien empleado». Oyó el sonido de una concertina, acercándose desde el otro

extremo del pueblo, donde estaba la cantina. Cuando se encontraba cerca, se le unió una voz, dulce y triste como un suspiro de agotamiento.

Las muchachas de Maxwellton son hermosas...

Dos figuras tambaleantes pasaban por delante de la casa.

¡Alto! No tocas bien la música. Dejad vuestras malditas melodías mejicanas. ¡Otra vez!, ahora Las muchachas de Maxwellton son hermosas, otra vez mal.

Los hombres callaron.

Ojalá supiera tocar la concertina.

Si quiere intentarlo, señor.

¿Intentarlo? ¡Diantre! Ya lo he intentado. Parece que eructa cuando la toco. Se detuvo.

¿Quiere que lo intentemos una vez más, señor, la canción de Maxwellton?

Uno de los hombres se acercó a la verja. Elizabeth vio que miraba a su ventana.

Baja le pidió. Por favor, baja.

Elizabeth permanecía sentada, sin atreverse a mover.

Mandaré al cholo a su casa.

¡Señor!, ¡yo no soy cholo!

Mandaré a este caballero a su casa, si bajas. Estoy solo.

No gritó Elizabeth. Su voz la sobresaltó.

Si bajas te cantaré una canción. Escucha cómo canto. Pancho, toca «Sobre las olas».

Su voz inundó el aire como oro volatilizado, una voz preñada de una melancolía deliciosa. La canción acababa tan suavemente que Elizabeth se asomó para escuchar el final.

¿Bajarás ahora? Te espero.

Elizabeth tembló violentamente y empinándose, bajó la ventana, pero a través del cristal seguía llegando la voz.

No quiere bajar, Pancho. ¿Qué tal la casa de al lado?

Gente vieja, señor. Cerca de ochenta años.

¿Y la otra?

Sí, quizá una niña, de trece años.

Bueno, lo intentaremos con la jovencita de trece años. Ahora, Las muchachas de

Maxwellton son hermosas.

Elizabeth se había metido bajo las sábanas y tenía escalofríos de miedo. «Hubiera bajado», se dijo con tristeza. «Me temo que si me lo hubiera pedido otra vez, hubiera bajado».

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