9 C A P Í T U L O 6

LAS familias se agruparon alrededor de la casa construida por Joseph. Cada uno levantó una casa en su porción de tierra tal y como mandaba la ley, pero en ningún momento pensaron que la tierra debía dividirse en cuatro. Todas eran un solo rancho y una vez que todos los tecnicismos de la asignación de propiedad habían sido satisfechos, quedó constituido el rancho Wayne. Cuatro casas cuadradas se apiñaron junto al gran roble, y el amplio granero pertenecía a toda la familia.

Quizá por haber sido él quien había recibido la bendición, Joseph era el jefe indiscutido del clan. En la granja de Vermont su padre se había fusionado con la tierra hasta hacerse un símbolo viviente de una unidad, la tierra y sus habitantes. Esta autoridad pasó a Joseph. Hablaba con la sanción de la hierba, el suelo y los animales domésticos y salvajes; era el padre de la granja. Al mirar el grupo de casas que se levantaban sobre la tierra, al mirar al recién nacido en su cuna el último hijo de Thomas, cuando marcaba las orejas de los terneros que nacían, sentía la alegría que debió experimentar Abrahán al ver los primeros frutos de la tierra prometida, cuando los miembros de su tribu y las cabras comenzaban a multiplicarse. La pasión de Joseph por la fertilidad se hizo fuerte. Contemplaba la lujuria incesante y ruda de los toros y la incansable y resignada fecundidad de las vacas. Conducía a los sementales ante las yeguas gritando: «¡Venga, chico, cúbrela ya!». No eran cuatro granjas, eran una sola y él era el patriarca. Cuando atravesaba los campos con la cabeza descubierta, sintiendo el viento en su barba, sus ojos ardían de lascivia. Todo a su alrededor, el suelo, el ganado y las personas eran fecundos y él era la fuente, la raíz de su fecundidad; suya era la lujuria que la motivaba. Anhelaba que todo lo que le rodeaba creciera, y creciera deprisa, concibiera y se multiplicara. El único pecado irredimible era la esterilidad, un pecado intolerable e imperdonable. Los ojos azules de Joseph se teñían de ferocidad con esta nueva religión. Se deshacía de las criaturas estériles sin ninguna piedad, pero si veía una perra con el vientre hinchado con cachorros, o una vaca gorda por estar esperando un ternero, esa criatura era sagrada para él. No pensaba estas cosas en su mente, sino en todo su ser. Era la herencia de una raza que durante un millón de años había mamado de los pechos de la tierra y cohabitado en la tierra.

Un día se encontraba Joseph junto a la valla de un pastizal, viendo cómo un toro cubría a una vaca. Golpeaba con sus manos el travesano de madera de la valla; tenía los ojos enrojecidos. En el momento en que Burton se le acercaba por detrás, Joseph se quitó de un manotazo el sombrero, que cayó al suelo, y se desabrochó de un tirón el cuello de la camisa.

¡Móntate ya, idiota! Ya está preparada, ¡monta ahora!

¿Te has vuelto loco, Joseph? le preguntó con severidad Burton. Joseph se dio media vuelta bruscamente.

¿Loco?, ¿qué quieres decir?

Te comportas de una manera extraña, Joseph. Podría verte alguien. Burton miró alrededor para ver si era así.

Quiero terneros respondió hoscamente Joseph. ¿Qué mal hay en ello? Incluso para ti.

La verdad, Joseph comenzó a decir Burton en un tono firme y amable como si

estuviera dando una lección, todo el mundo sabe que esto es algo natural. Todo el mundo sabe que estas cosas tienen que ocurrir si queremos que continúen las especies. Pero nadie se dedica a contemplarlo a no ser que sea necesario. Te podría ver alguien comportándote así.

Joseph apartó con desgana los ojos del toro y miró a la cara a su hermano.

¿Y qué si me ven? inquirió. ¿Acaso es un delito? Quiero terneros. Burton miró al suelo, avergonzado de lo que iba a decir.

Podrían decir cosas si te oyeran hablar así.

¿Y qué es lo que dirían?

Venga, Joseph, no querrás que yo lo diga. La Biblia menciona esas cosas prohibidas. Podrían pensar que tu interés era personal.

Se miró las manos y las escondió rápidamente en los bolsillos como si quisiera evitar que escucharan lo que estaba diciendo.

Ah repuso desconcertado Joseph. Podrían decir..., ya veo. Su voz adquirió un tono rudo.

Podrían decir que me siento como el toro. Pues bien, Burton, así es como me siento en realidad. Y si ahora pudiera montarme sobre una vaca y fecundarla, ¿crees que lo dudaría un

instante? Mira, Burton, ese toro puede cubrir veinte vacas en un día. Si el sentimiento pudiera

hacer fecundar una vaca, yo cubriría un ciento. Así es como me siento, Burton.

Joseph se percató del horror y del asco que se reflejaban en la cara de su hermano.

No lo entiendes, Burton le explicó con amabilidad. Deseo que todo aumente. Quiero que toda la tierra sea un enjambre de vida. Quiero que por todos lados crezca todo.

Burton se dio media vuelta con el gesto hosco.

Escucha, Burton, creo que necesito una esposa. Todo en la tierra se multiplica. Yo soy el único que no da fruto. Necesito una esposa.

Burton seguía alejándose, pero giró repentinamente y escupió sus palabras.

Lo que necesitas más que nada es rezar. Ven a mí cuando puedas rezar.

Joseph siguió a su hermano con la mirada mientras se alejaba y meneó la cabeza desconcertado. «¿Qué será lo que él sabe y yo no?», se preguntó. «Hay algo en él que convierte todo lo que hago y digo en impuro. He oído sus razones, pero no significan nada para mí». Se pasó los dedos por el cabello, recogió su sombrero negro del suelo y se lo puso. El toro se acercó a la valla, bajó la cabeza y resopló. Joseph sonrió y silbó. Al sonido agudo del silbido, apareció la cabeza de Juanito en el granero.

Ensilla un caballo le gritó Joseph. Todavía queda más en este bribón. ¡Trae otra

vaca!

Joseph trabajaba arduamente, como trabajan las montañas para producir un roble,

lentamente y sin esfuerzo. Y, sin duda, es a la vez herencia y castigo de las montañas tener que trabajar así. Antes de que se hiciera de día, el farol de Joseph iluminaba el patio y desaparecía en el granero. Allí, entre las bestias dormidas y calientes, trabajaba, arreglando los arneses, enjabonando el cuero, sacando brillo a las hebillas. Su almohaza raspaba ijadas musculosas. A veces se encontraba allí a Thomas, sentado sobre un pesebre, en la oscuridad, con un cachorro de coyote durmiendo sobre el heno. Se saludaban con un movimiento de cabeza.

¿Va todo bien? preguntó Joseph un día. Y Thomas respondió:

Pigeon ha perdido una herradura y se ha lastimado el casco. No debería salir hoy. Granny, ese demonio negro, ha destrozado a coces su caseta. Algún día hará daño a alguien,

si es que no se mata primero. Blue ha tenido un potrillo, por eso he venido.

¿Cómo lo sabías, Tom? ¿Qué te hizo saber que nacería esta mañana? Thomas se agarró a la crin de un caballo y se bajó del pesebre.

No lo sé, siempre sé cuándo nacerá el potro. Ven a ver al pequeño hijo de perra. A Blue no le importará ya. Ya lo habrá limpiado.

Se dirigieron a la cuadra y contemplaron al potro, con las patas como las de una araña, con rodillas abultadas y la cola como una escobilla. Joseph extendió la mano y acarició el lomo húmedo y brillante del animal.

¡Dios! exclamó, ¿por qué me gustan tanto las crías?

El potro alzó la cabeza y miró sin ver con sus ojos nublados y oscuros y se apartó de

Joseph.

¡Siempre tienes que tocarlos! le reprendió Thomas. No les gusta que los toquen cuando son tan pequeños.

Joseph retiró la mano.

Creo que será mejor que vaya a desayunar.

¡Oye! le gritó Thomas. He visto golondrinas merodeando por aquí. Tendremos nidos de barro en los aleros del granero y bajo el depósito del molino antes de la primavera.

Los hermanos habían trabajado a gusto juntos, todos menos Benjy, que escurría el bulto siempre que podía. Bajo las órdenes de Joseph se dispuso un huertecillo alargado en la parte de atrás de las casas. Un molino de viento se levantaba sobre altos pilotes y todas las tardes sus aspas lanzaban destellos al levantarse el viento. Junto a la cuadra principal, se construyó otro establo, alargado y diáfano. Vallas de alambre se erguían en los campos para marcar los límites de la tierra. El heno crecía exuberante en las llanuras y en las laderas de los montes se multiplicaba el ganado.

En el momento en que Joseph se daba media vuelta para salir del granero, salió el sol tras las montañas y envió cálidos rayos blancos a través de las ventanas cuadradas. Joseph se sumergió en un haz de luz y estiró los brazos. Fuera, un gallo rojo subido a un montón de abono, miró a través de la ventana a Joseph, cacareó y se alejó, agitando las alas, y chillando avisó a las gallinas de que algo terrible ocurriría probablemente en ese día tan bueno. Joseph dejó caer los brazos y se volvió a Thomas.

Despierta un par de caballos, Tom. Vamos a ver si hay algún ternero nuevo. Díselo a

Juanito, si lo ves.

Después del desayuno, los tres hombres partieron a caballo. Joseph y Thomas cabalgaban a la par y Juanito cerraba la marcha. Juanito había vuelto a casa desde Nuestra Señora al hacerse de día, tras pasar una discreta y cortés velada en la cocina de la casa de los García. Alice García se había sentado frente a él, mirando plácidamente sus manos, cruzadas sobre su regazo, y los García padres, guardianes y árbitros, se habían sentado a ambos lados de Juanito.

No soy sólo el mayordomo del señor Wayne explicaba Juanito a sus admiradores, aunque algo escépticos oyentes. Soy más bien como un hijo para don Joseph. Donde él va, yo voy. Sólo me confía a mí los asuntos importantes.

Dos horas estuvo alardeando con moderación y cuando Alice y su madre se retiraron, tal y como imponía el decoro, Juanito utilizó palabras solemnes y gestos prescritos hasta que finalmente fue aceptado por Jesús García, con una graciosa desgana, como yerno. Después Juanito volvió al rancho, muy cansado y muy orgulloso, pues los García podían demostrar al menos un antecesor español. Ahora, cabalgaba detrás de Joseph y Thomas, ensayando cómo hacer su anuncio.

El sol resplandecía en la tierra mientras avanzaban por promontorios de tierra, buscando terneros para marcarlos o para cortar el cordón umbilical. La hierba seca chasqueaba bajo los cascos de los caballos. El caballo de Thomas se agitaba nerviosamente pues delante de Thomas, encaramado en la perilla de la silla, cabalgaba un mapache infame, con ojos pequeños, redondos y brillantes, de mirada aviesa bajo el negro antifaz. Mantenía el equilibrio sujetándose a la crin del caballo con su pezuña oscura. Thomas miraba al frente, entornando los ojos para protegerse de la luz del sol.

¿Sabes? dijo, estuve en Nuestra Señora el sábado.

Sí respondió Joseph con impaciencia. Benjy debió de ir también. Le oí cantar anoche, ya tarde. Tom, ese muchacho se meterá en problemas. Hay cosas que la gente de aquí no aguantará. Algún día lo encontraremos con un cuchillo atravesado en el cuello; te aviso, Tom, algún día le clavarán un cuchillo.

Thomas se rió entre dientes.

Déjale, Joe. Se habrá divertido más que una docena de hombres sobrios y habrá vivido más que Matusalén.

Burton no deja de darle vueltas. Me ha hablado de ello muchas veces.

Te contaba continuó Thomas que el sábado pasado por la tarde estuve en el almacén de Nuestra Señora. Había allí unos vaqueros de Chinita. Se pusieron a hablar de la sequía que hubo entre los años ochenta y noventa. ¿Sabías tú eso?

Joseph hizo un nudo más en la reata de su silla.

Sí respondió tranquilamente. He oído hablar de ello. Algo raro ocurrió. No volverá a pasar.

Los vaqueros se pusieron a hablar de ello. Contaron que se secó toda la región y que el ganado murió y que la tierra se redujo a polvo. Dijeron que trataron de llevar el ganado tierra

adentro, pero que la mayoría de las reses murieron en el camino. La lluvia volvió unos pocos años antes de que tú te establecieras aquí.

Tiró al mapache de las orejas hasta que la criatura salvaje le mordió la mano con sus afilados dientes.

En los ojos de Joseph había preocupación. Se cepilló la barba hacia abajo con la mano, volviendo las puntas hacia dentro, como hacía su padre.

He oído hablar de ello, Tom. Pero ya terminó. Ocurrió algo raro, te lo aseguro. Nunca volverá a ocurrir. Las montañas están llenas de agua.

¿Cómo estás tan seguro de que no volverá a suceder? Los vaqueros decían que ya había ocurrido antes. ¿Por qué dices tan seguro que no volverá a ocurrir?

Joseph apretó la boca con determinación.

No puede volver a ocurrir. Los manantiales de las montañas tienen agua. Yo no veo que pueda volver a pasar.

Juanito arreó a su caballo y se puso delante de ellos.

Don Joseph, oigo un cencerro en lo alto.

Los tres hombres hicieron girar a los caballos a la derecha y los pusieron a medio galope. El mapache saltó al hombro de Thomas y se agarró a su cuello con sus enérgicos bracitos. Al llegar a la ladera pusieron los caballos al galope. Se acercaron a un grupo de vacas, entre las que trotaban dos ternerillos. En un abrir y cerrar de ojos tumbaron a los terneros en el suelo. Juanito sacó una botella de linimento de su bolsillo y Thomas desplegó su navaja. El brillante cuchillo grabó la marca de los Wayne en las orejas de ambos ternerillos mientras los animales berreaban indefensos y sus madres, que permanecían junto a ellos, bramaban de pena. Después Thomas se arrodilló junto al ternero macho. Lo castró con dos cortes y untó linimento en la herida. Las vacas resoplaron asustadas al oler la sangre. Juanito desató las patas de los terneros y el novillo se puso en pie tambaleándose y se acercó cojeando a su madre. Los hombres montaron y se alejaron.

Joseph había cogido los trocitos parduzcos desprendidos de las orejas al hacer las muescas a los terneros. Los miró durante un instante y los guardó en su bolsillo.

Thomas le vio hacerlo.

Joseph dijo de repente, ¿por qué cuelgas los halcones que matas del roble que hay junto a tu casa?

Para ahuyentar a los otros halcones y proteger a los polluelos, claro está. Lo hace todo el mundo.

Pero sabes muy bien que no sirve de nada, Joe. Ningún halcón deja escapar la oportunidad de coger un polluelo sólo porque un primo suyo esté colgado por los pies. ¡Tiene gracia!, si pudiera, incluso se comería a su primo. Hizo una pausa y después dijo con tranquilidad también clavas los trocitos de las orejas al árbol, Joseph.

Su hermano se volvió hacia él enfadado.

Lo hago para saber cuántos terneros hay.

Thomas se quedó desconcertado. Volvió a poner al mapache sobre su hombro, donde se quedó sentado, chupándole con delicadeza la oreja.

Creo que sé lo que estás haciendo, Joseph, me parece que sé lo que pretendes. ¿Tiene que ver con la sequía? ¿Intentas prevenir que se repita?

Si no es por la razón que te he dicho, no es asunto tuyo, ¡maldita sea! dijo Joseph obstinadamente. Sus ojos mostraban su preocupación y su confusión. Su voz sonó más amable

. Además, ni yo mismo lo entiendo. Si te lo cuento, no le dirás nada a Burton, ¿lo prometes? Burton se preocupa por todo lo que hacemos.

Thomas se rió.

Nadie le tiene que contar nada a Burton; él siempre lo sabe todo.

Bien dijo Joseph. Te lo contaré. Antes de marcharme de la granja, nuestro padre me dio la bendición, una bendición antigua, de las que se habla en la Biblia, me parece. Pero a pesar de esto, no creo que le hubiera gustado a Burton. Siempre he tenido un sentimiento

peculiar hacia padre. Era un hombre tan sereno. No se parecía a los otros padres; era como el último recurso, algo a lo que sentirse atado, algo que estaría siempre. ¿Sentías tú lo mismo?

Thomas asintió con la cabeza lentamente.

Sí, sé a qué te refieres.

Bien, después me marché, vine aquí y seguía sintiéndome seguro. Entonces recibí una carta de Burton y por un instante me sentí lanzado fuera de este mundo, cayendo, sin tierra en la que poner los pies jamás. Luego seguí leyendo la carta y había una parte en la que padre decía que vendría a verme cuando muriera. La casa estaba sin terminar entonces; me había sentado a leer la carta sobre un montón de madera. Miré a lo alto y vi el árbol.

Joseph calló y se quedó mirando fijamente la crin de su caballo. Después miró con aire escrutiñador a su hermano, pero Thomas rehuyó su mirada.

Y eso es todo. Quizá puedas entenderlo. Tan sólo hago lo que hago, sólo sé que me siento feliz al hacerlo. Después de todo dijo sin convicción, un hombre necesita algo a lo que sentirse atado, algo que sepa que va a estar ahí cada mañana.

Thomas acarició el mapache con más suavidad de la que normalmente empleaba en su trato con los animales, pero seguía sin mirar a Joseph. Dijo:

¿Recuerdas una vez que me rompí el brazo cuando era pequeño? Tuve que llevarlo doblado sobre el pecho en una tablilla y tenía un dolor del demonio. Padre se me acercó, me abrió la mano y me dio un beso en la palma. Eso es todo lo que hizo. No era la típica cosa que se podía esperar de él, pero estuvo bien, porque fue más una medicina que un beso. Sentí que me subía por el brazo roto como agua fresca. ¡Qué raro que me acuerde tan bien!

Delante de ellos, a lo lejos se oyó un cencerro. Juanito se les acercó al trote.

Entre los pinos, señor. No sé por qué se tienen que meter en el pinar, ahí no tienen qué comer.

Dirigieron los caballos hacia la cima, coronada de oscuros pinos. Los primeros árboles parecían una avanzada. Los troncos se erguían como mástiles y las cortezas se veían purpúreas en la sombra. La tierra que pisaban, profunda y esponjosa con agujas parduzcas, no tenía hierba. En la arboleda reinaba el silencio sólo alterado por el susurro del viento. Los pájaros no encontraban gusto en los pinos y la alfombra parda amortiguaba el sonido de los pasos de las criaturas del bosque. Los jinetes avanzaron entre los pinos, dejando la luz amarilla del sol para entrar en la penumbra purpúrea de la sombra. Según se adentraban, los árboles se iban juntando, inclinándose para apoyarse, y unían sus copas para formar un cielo de agujas totalmente cerrado. Entre los troncos brotaban zarzas y las pálidas, fotofílicas hojas de Guatras. La maraña se hacía más densa a cada paso hasta que finalmente los caballos se pararon, negándose a abrirse paso a través de la barrera espinosa.

Juanito giró bruscamente el caballo a la izquierda.

Por aquí, señores, recuerdo que hay un camino.

Los guió a través de un sendero antiguo, sepultado entre agujas y carente de vegetación, lo suficientemente ancho para que dos jinetes cabalgaron juntos. Siguieron el camino unas doscientas yardas y súbitamente Joseph y Thomas pararon los caballos en seco y contemplaron asombrados la vista que se ofrecía a sus ojos.

Habían llegado a un claro abierto, casi circular y plano como un estanque. Estaba rodeado de árboles oscuros, rectos como pilares y celosamente juntos. En el centro del claro se erguía una roca, misteriosa y enorme, tan grande como una casa. Parecía haber sido modelada, astuta y sabiamente, pero no se encontraba forma en la memoria a la que asociarla. Un musgo corto y denso vestía de verde la roca. El edificio se parecía a un altar fundido y derretido sobre sí mismo. En uno de los lados de la roca se abría una cueva ribeteada de heléchos. Un arroyuelo brotaba silenciosamente de la cueva, atravesaba el claro y desaparecía bajo la maraña de arbustos que cercaban el claro. Un enorme toro negro descansaba junto a la corriente; sus patas delanteras estaban dobladas bajo su cuerpo, un toro sin cuernos con dos bucles brillantes y oscuros en la frente. Cuando los tres hombres entraron en el claro, el toro se hallaba rumiando contemplando la roca verdosa. Giró la cabeza y miró a los hombres con ojos perfilados de rojo. Resopló, se puso en pie, bajó la cabeza ante ellos y luego, dándose la vuelta, se lanzó a la maleza, abriéndose camino. Los hombres vieron

su cola azotando el aire un instante y el escroto negro que llegaba casi hasta las rodillas oscilando y después desapareció y oyeron cómo se hundía en el follaje.

Todo transcurrió en un segundo. Thomas gritó:

Ese toro no es nuestro. Nunca lo había visto y miró intranquilo a Joseph. No conocía este lugar. No me gusta, no sé por qué.

Hablaba nervioso. Tenía el mapache apretado fuertemente bajo el brazo mientras la criatura forcejeaba y mordía, tratando de escapar.

Joseph tenía los ojos muy abiertos, mirando el claro como un todo. No veía las cosas singularizadas. Le colgaba la barbilla. Contuvo la respiración en su pecho hasta que sintió dolor y los músculos de sus brazos y hombros se pusieron tensos. Había soltado la brida y tenía las manos cruzadas sobre la perilla.

Espera un momento, Tom dijo lánguidamente. Aquí hay algo. A ti te asusta, pero a mí me resulta familiar. En algún sitio, quizá en un sueño he visto este lugar, o quizá he sentido este lugar.

Dejó caer las manos a los lados y habló en un susurro, saboreando cada palabra.

Este sitio es sagrado y antiguo. Es antiguo y sagrado.

El claro estaba en silencio. Un águila surcó el cielo circular, rozando casi las copas de los árboles.

Joseph se volvió despacio.

Juanito, tú conocías este lugar. Has estado aquí antes. Los ojos azul claro de Juanito estaban llenos de lágrimas.

Mi madre me trajo aquí, señor. Mi madre era india. Yo era un niño y mi madre esperaba un hijo. Vino aquí y se sentó junto a la roca. Estuvo sentada mucho tiempo y

después nos marchamos. Era india, señor. Creo que los ancianos siguen viniendo aquí a veces.

¿Los ancianos? inquirió Joseph con viveza. ¿Qué ancianos?

Los indios viejos, señor. Siento haberlos traído aquí, señor, pero al estar tan cerca, mi sangre india me hizo venir, señor.

Thomas gritó nervioso:

Vamonos de una maldita vez. Tenemos que encontrar las vacas.

Joseph hizo dar media vuelta a su caballo sumisamente. Mientras se alejaban del claro, siguiendo el mismo camino, intentó tranquilizar a Thomas.

No tengas miedo, Tom. Hay algo fuerte, agradable y bueno en ese sitio. Hay algo parecido a la comida y al agua fresca. Por el momento nos olvidaremos de este lugar, Tom. Sólo quizá en alguna ocasión que lo necesitemos, volveremos aquí y nos saciaremos.

Los tres jinetes se alejaron en silencio, prestando oído a los cencerros.

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