8 C A P Í T U L O 5

LA hierba estaba amarilla por el verano, dispuesta para la siega, cuando los hermanos llegaron con sus familias y se asentaron en la tierra. El mayor era Thomas. Tenía cuarenta y dos años y era un hombre corpulento, de pelo rubio y un enorme bigote claro. Sus mejillas eran redondas y sonrosadas y el color de sus ojos rasgados era del azul del invierno. Thomas tenía gran familiaridad con todos los animales. Acostumbraba a sentarse sobre el pesebre mientras los caballos comían el heno. El lamento grave de una vaca parturienta lo sacaba de la cama a cualquier hora de la noche para ver que realmente se trataba de un parto y ayudar si surgía algún contratiempo. Cuando caminaba por los campos, los caballos y las vacas levantaban las cabezas de la hierba, olfateaban el aire y se le acercaban. Tiraba a los perros de las orejas con sus dedos delgados y vigorosos hasta que los hacía chillar de dolor y cuando paraba, los animales le volvían a ofrecer sus orejas para que lo hiciera otra vez. Tenía siempre una colección de animales medio salvajes. Antes de que se cumpliera un mes en la tierra nueva, ya había prohijado a un mapache, dos cachorros de coyote que le seguían a todas partes dócilmente pero gruñían a todos los demás, algunos hurones y un halcón de cola roja, amén de cuatro chuchos. No era amable con los animales; al menos no más amable de lo que lo eran ellos entre sí, pero debía de actuar con una coherencia que los animales pudieran comprender, puesto que todas las bestias confiaban en él. En una ocasión en la que uno de los perros atacó imprudentemente al mapache y perdió un ojo en la lucha, Thomas se quedó impertérrito. Extrajo el ojo con su navaja mientras pinchaba las patas del perro para hacerle olvidar el dolor de su cabeza. A Thomas le gustaban los animales y los entendía y los mataba con el mismo sentimiento que éstos experimentaban matándose entre sí. Él mismo era bastante animal como para ser sentimental. Nunca se le perdía una vaca porque poseía un instinto que le hacía saber dónde estaba la vaca extraviada. Raras veces iba de caza, pero, cuando lo hacía por distraerse, iba derecho al escondrijo de su presa y la mataba con la rapidez y determinación del león.

Thomas entendía a los animales, pero a las personas ni las entendía ni se fiaba de ellas. Tenía poco que decir a los hombres; se sentía desconcertado y asustado ante cosas tales como tratos de negocios, fiestas, actos religiosos y políticos. Cuando no le quedaba más remedio que asistir a una reunión se retiraba discretamente, no decía nada y esperaba ansioso la liberación. Joseph era la única persona con la que Thomas sentía cierta amistad; podía hablar con Joseph sin miedo.

La mujer de Thomas, Rama, era una mujer grande, de pecho abultado, con unas cejas negras que casi se juntaban encima de la nariz. Tenía por costumbre burlarse de lo que los hombres pensaban o hacían. Era una comadrona eficiente y valerosa y un absoluto terror para los niños traviesos; aunque nunca pegaba a ninguna de sus tres hijitas, las niñas temían causarle descontento, pues Rama sabía encontrar sus puntos flacos y herir ahí. Entendía a Thomas, lo trataba como si fuera un animal, lo llevaba limpio, lo alimentaba, lo abrigaba y no le atemorizaba a menudo. Rama sabía cómo trabajar su campo: cocinar, coser, educar a los hijos, hacer la casa, parecían las cosas más importantes del mundo, mucho más importante de lo que hacían los hombres. Los niños adoraban a Rama cuando se habían portado bien, pues sabía cómo premiarlos. Sus elogios podían ser tan delicados e inteligentes como duro podía ser su castigo. Automáticamente se hacía cargo de todos los niños que se le acercaban. Los dos hijos de Burton reconocían a su tía una autoridad jurídicamente superior a la de su propia madre, pues las normas de Rama eran invariables: lo malo era malo y lo bueno era eterna, deliciosamente bueno. Era una maravilla ser bueno en la casa de Rama.

Burton era un tipo al que la naturaleza había designado para la vida religiosa. Se mantenía alejado del mal y veía el mal en casi todas las relaciones humanas. Una vez, tras haber hecho un servicio a la iglesia, había sido elogiado desde el pulpito: «un hombre fuerte en el Señor», dijo de él el pastor, y Thomas inclinándose hacia Joseph le susurró al oído: «un hombre débil en el estómago». Burton había abrazado a su mujer cuatro veces. Tenía dos hijos. El celibato era su estado natural. Burton nunca se encontraba bien. Tenía las mejillas hundidas y secas y sus ojos reflejaban una sed que nunca se vería saciada en esta tierra. De algún modo sentía agrado por no gozar de buena salud, pues para él era indicio de que Dios le mostraba cierta consideración al hacerle sufrir. Burton tenía la resistencia poderosa del enfermo crónico. Sus piernas y sus brazos, aunque delgados, eran fuertes como sogas.

Burton gobernaba a su mujer con mano firme y bíblica. Le dirigía los pensamientos y refrenaba su entusiasmo cuando se pasaba de la raya. Sabía cuándo transgredía las normas y cuando, como era frecuente, algo se quebraba en su interior, postrándola en la cama enferma y delirante, Burton se arrodillaba junto a la cama y rezaba hasta que la boca de Harriet volvía a estar firme y cesaba su balbuceo.

Benjamín, el más joven de los cuatro, era una carga para los hermanos. Era disoluto y nada formal; si había ocasión, se emborrachaba hasta el amanecer y después salía por ahí, cantando gloriosamente. Parecía tan joven, tan desamparado y tan perdido que eran muchas las mujeres que se compadecían de él y por esta razón Benjamin se encontraba frecuentemente metido en líos con alguna mujer. Cuando estaba borracho y canturreaba con la mirada perdida, las mujeres sentían deseos de estrecharlo contra su pecho y protegerlo de sus tropiezos. Las que lo amparaban se sorprendían siempre al verse seducidas. Nunca sabían cómo había ocurrido, pues su desamparo era absoluto. Hacía todo tan mal, que todo el mundo trataba de ayudarle. Su joven esposa, Jennie, trabajaba para mantenerlo apartado del hurto. Cuando le oía cantar por la noche y sabía que otra vez estaba borracho, rezaba para que no se cayera y no se hiciera daño. El canturreo se perdía en la noche y Jennie sabía que antes de que saliera el sol, alguna muchacha perpleja y espantada, habría pasado la noche con él. Entonces lloraba quedamente, por miedo a que Benjy se hiciera daño.

Benjy era feliz y traía felicidad y tristeza a todo el que le conocía. Mentía, robaba un poco, hacía trampas, no mantenía su palabra y abusaba de los favores; y todo el mundo quería a Benjy y lo disculpaba y lo protegía. Cuando las familias se trasladaron al oeste, llevaron a Benjy con ellos, por miedo a que se muriera de hambre si lo dejaban en Vermont. Thomas y Joseph se encargaron de cumplir con las formalidades del registro. Benjy tomó prestada la tienda de Joseph y vivió en ella hasta que sus hermanos tuvieron tiempo de construirle una casa. Incluso Burton, que maldecía a Benjy, rezaba con él y odiaba su forma de vida, no pudo permitir que viviera en una tienda. Sus hermanos nunca supieron de dónde sacaba el whisky, pero siempre tenía. Los mejicanos del valle de Nuestra Señora le regalaban bebidas alcohólicas y le enseñaban canciones y Benjy tomaba a sus esposas cuando no le veían.

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