19 C A P Í T U L O 1 6

Al día siguiente de Navidad, Martha, la hija mayor de Rama, dio un susto tremendo a los otros niños.

Lloverá el día de la fiesta les dijo y puesto que era mayor que los demás, una niña seria que utilizaba su edad y su formalidad como un látigo con los demás niños, todos la creyeron y se pusieron muy tristes.

La hierba había crecido mucho. Unos días de temperaturas altas y sol cálido la habían disparado. El campo se pobló de millones de setas, pedos de lobo y hongos. Los niños llevaban a casa cubos llenos de setas, que después freía Rama en una sartén con una cuchara de plata para comprobar que no eran venenosas. Les explicaba que la plata se pondría negra si había alguna venenosa.

Dos días antes de Año Nuevo, apareció por el camino el tío Juan con su yerno, un muchacho mejicano sonriente y perezoso, caminando justo detrás de él, porque al yerno, Manuel, no le gustaba ni siquiera asumir la responsabilidad de mantenerse fuera de las zanjas. Los dos se pararon sonrientes delante del porche de Joseph, acariciando los sombreros que sujetaban delante del pecho. Manuel hacía lo que veía hacer al tío Juan, como un cachorro imita a un perro mayor.

Mi yerno toca la guitarra dijo el tío Juan.

Como demostración, Manuel cogió el vapuleado instrumento que llevaba a la espalda y lo tocó, poniendo caras de agonía.

Conté lo de la fiesta siguió diciendo el tío Juan. Vendrá la gente. Habrá cuatro guitarras más y vendrá el padre Angelo (ahora venía el gran éxito de la fiesta) y ¡celebrará aquí la misa! y yo añadió con orgullo me encargaré del altar. Lo ha dicho el padre Angelo.

Los ojos de Burton reflejaron su disgusto al oír esto.

Joseph, espero que no consentirás tal cosa. No al menos en nuestro rancho, no con el nombre que hemos tenido siempre.

Pero Joseph sonreía alegremente.

Son nuestros vecinos, Burton, y no tengo intención de convertirlos.

No me quedaré para verlo gritó enfadado Burton. No apruebo nada que tenga que ver con el papa en esta tierra.

Thomas se rió.

Entonces, no salgas de casa, Burton. Ni a Joe ni a mí nos da miedo convertirnos, así que lo veremos.

Había un millar de cosas que preparar. Thomas fue con la carreta a Nuestra Señora y compró un barril de vino tinto y otro de whisky. Los vaqueros untaron de grasa tres novillos y colgaron la carne de los árboles y Manuel se sentó a la sombra para limpiarla de bichos. El tío Juan construyó un altar con maderos bajo el roble y Joseph allanó y barrió el patio para el baile. El tío Juan estaba en todas partes. Enseñó a las mujeres cómo hacer una tina de salsa pura. Tenían que usar tomates en conserva, chile, pimientos verdes y unas hierbas secas que él llevaba en un bolsillo. Dirigió la excavación de los hoyos para cocinar y llevó la madera de roble sazonada a los bordes. Manuel se sentó agotado bajo los árboles de los que colgaba la carne, pulsando las cuerdas de la guitarra, entonando ardorosas melodías. Los niños inspeccionaban todo y se portaban muy bien, pues Rama había hecho público que el que se portara mal se quedaría dentro de la casa y sólo podría ver la fiesta desde una ventana, un castigo tan aterrador que los niños ayudaron a llevar leña para las barbacoas y se ofrecieron para ayudar a Manuel a vigilar la carne.

Los guitarristas llegaron a las nueve en punto de la víspera del día de Año Nuevo. Eran cuatro tipos desgarbados de piel oscura, pelo negro lacio y manos hermosas. Eran capaces de cabalgar cuarenta millas, tocar las guitarras durante un día y una noche y recorrer otra vez las cuarenta millas de vuelta a casa, pero se caían de agotamiento tras quince minutos empujando un arado. Con su llegada, Manuel recobró la vida. Les ayudó a colgar sus valiosas alforjas en un lugar donde no sufrieran daño y les extendió las mantas sobre el heno, pero no durmieron por mucho rato; a las tres de la madrugada, el tío Juan encendió las hogueras en los hoyos y

entonces los guitarristas salieron llevando consigo sus alforjas. Pusieron cuatro postes alrededor de la pista de baile y sacaron todas las cosas que traían: banderines verdes y rojos, farolillos de papel y cintas. Trabajaron a la luz saltarina de las barbacoas y al poco tiempo, ya tenían levantado un pabellón.

El padre Angelo llegó a lomos de una muía cuando aún no era de día, seguido por un caballo cargado hasta los topes y dos monaguillos dormidos sobre un burro. El padre Angelo se puso directamente a trabajar. Colocó los ornamentos sobre el altar que había preparado el tío Juan, puso las velas, despertó a cachetes a los monaguillos e hizo que empezaran a moverse. Extendió las vestiduras sobre el cobertizo de las herramientas y, lo último de todo, sacó sus imágenes. Eran asombrosas, un crucifijo y una Virgen con Niño. El mismo padre Angelo había tallado y policromado la madera y también había ideado él sus peculiaridades. Se plegaban sobre unas bisagras tan sabiamente ocultas que una vez desplegadas las imágenes, no se notaba la grieta; las cabezas se atornillaban y el Niño encajaba en los brazos de la Virgen con una pinza que iba en una ranura. El padre Angelo sentía un gran cariño por sus imágenes, que eran, además, muy famosas. Aunque medían noventa centímetros de altura, cuando se recogían se podían llevar dentro de una alforja. Aparte de su interés mecánico, habían sido bendecidas y contaban con la total aprobación del arzobispo. El tío Juan había dispuesto unas peanas separadas para las figuras, y él mismo había traído una gruesa vela para el altar.

Los invitados comenzaron a llegar antes de la salida del sol. Algunas de las familias más ricas venían en simones con flecos oscilantes en la cubierta, otros en carros, calesas, carrozas o venían a caballo. Los blancos pobres venían de su rancho desvencijado de Kings Mountain con el carro medio lleno de paja y totalmente abarrotado de chiquillos. Los niños llegaban a manadas, se quedaban quietos, mirándose unos a otros. Los indios se acercaban con mucha tranquilidad y se mantenían aparte, con caras indiferentes e imperturbables, mirándolo todo sin tomar parte en nada.

El padre Angelo era un hombre muy serio en todo lo que concernía a la iglesia, pero fuera de la iglesia y dejando a un lado las cosas de la iglesia, era un hombre afable y divertido. Con un bocado de carne en la boca y con una copa de vino en la mano, no había ojos que destellaran más que los suyos.

Puntualmente, a las ocho de la mañana, encendió las velas del altar, hizo salir a los monaguillos y comenzó la misa. Su potente voz retumbaba sonoramente. Burton, fiel a su promesa, se quedó en su casa, rezando con su mujer, pero aunque levantaba la voz, no conseguía ahogar el penetrante latín.

Tan pronto como acabó la misa, la gente se apiñó alrededor del padre Angelo para ver cómo recogía el Cristo y la Virgen. Lo hizo bien, haciendo la genuflexión ante cada imagen antes de desatornillar la cabeza.

Los hoyos estaban sonrosados con las brasas y las paredes de las zanjas enrojecían por el calor. Thomas, con más ayuda de la necesaria, hizo rodar el barril para subirlo a un soporte, colocó una espita en el extremo y quitó el bitoque de un golpe. Las grandes piezas de carne colgaban sobre el fuego, chorreando jugo y las brasas despedían fuego blanco. Era ternera de primera calidad, matada y curada en el rancho. Tres hombres sacaron al exterior la tina de salsa y volvieron a buscar un caldero lleno de judías. Las mujeres llevaron pan amargo como cargas de leña y amontonaron las barras doradas sobre una mesa. Los indios que se mantenían en la periferia, se abrieron paso para acercarse, y los niños, que ya jugaban, pero seguían recelosos, se alteraron ligeramente por el hambre cuando el olor a carne se empezó a extender por el aire.

Para dar comienzo a la fiesta, Joseph hizo un acto ritual que le había contado el tío Juan, algo tan antiguo y tan natural, que Joseph parecía incluso recordarlo. Cogió una copa de aluminio de la mesa y se dirigió al barril de vino. El vino la llenó cantarín y burbujeante. Una vez llena, levantó la copa hasta la altura de sus ojos y después la vertió sobre la tierra. Otra vez volvió a llenar la copa, pero esta vez se la bebió, en cuatro sedientos tragos. El padre Angelo sacudió la cabeza y sonrió por la forma tan elegante en que se había llevado a cabo. Una vez terminada la ceremonia, Joseph se acercó al árbol y derramó un poco de vino sobre la corteza y entonces oyó la voz amable del sacerdote junto a él:

Eso no está bien, hijo mío.

Joseph se dio media vuelta como un torbellino.

¿Qué quiere decir? Había una mosca en el vino.

Pero el padre Angelo sonrió con aire entendido y algo triste.

Tenga cuidado con los bosques, hijo mío. Jesús es mejor salvador que Hamadríade.

Y su sonrisa se hizo afectuosa, pues el padre Angelo era un hombre tan prudente como instruido.

Joseph ya se disponía a darse media vuelta groseramente para alejarse cuando titubeó y volvió para atrás.

¿Usted lo entiende todo?

No, hijo mío respondió el sacerdote. Entiendo muy pocas cosas, pero la Iglesia lo comprende todo. Las cosas más complicadas se vuelven simples en la Iglesia. Sí comprendo esto que hace.

El padre Angelo siguió explicándole amistosamente:

Es así: el demonio ha dominado esta región durante miles de años y Cristo por muy pocos. Y como ocurre siempre en una nación recién conquistada, las tradiciones antiguas siguen practicándose durante mucho tiempo, a veces en secreto y a veces cambiando muy superficialmente para adecuarse a lo que mande la nueva norma. Por eso aquí, hijo mío, persisten usos antiguos, incluso bajo el dominio de Cristo.

Joseph dijo:

Gracias. Me parece que ya está la carne.

En los hoyos, los ayudantes daban la vuelta a los trozos de carne con horcas y los invitados, con las copas de aluminio en la mano, hacían cola ante el barril de vino. Se sirvió primero a los guitarristas, quienes bebieron whisky, porque el sol ya estaba muy alto y tenían que hacer su trabajo. Devoraron la comida como lobos y mientras los demás continuaban comiendo, los guitarristas se sentaron en semicírculo sobre unas cajas y tocaron suavemente, acompasando el ritmo, buscando el ánimo adecuado, para que cuando empezara el baile las guitarras sonaran con pasión. El tío Juan, sabedor de lo temperamental que es la música, se ocupaba de que sus copas estuvieran siempre llenas de whisky.

Dos parejas salieron a la pista y bailaron una danza, toda reverencias y vueltas lentas. Las guitarras chocaban sus gorgojeantes melodías contra el latido del ritmo. Se volvió a formar una cola ante el barril del vino y se sumaron más parejas a bailar, aunque no tan hábiles como las primeras. Los guitarristas percibieron el cambio y atacaron con más ahínco las cuerdas bajas y el ritmo se hizo más sólido y marcado. El espacio se iba llenando de invitados a los que no les importaba el baile, sino estar brazo con brazo, estampando los pies contra el suelo. Los indios se habían ido acercando a las zanjas y sin decir gracias aceptaban el pan y la carne que se les ofrecía. Se acercaron a los que bailaban, royendo la carne y despedazando el pan duro con los dientes. A la par que el ritmo subía de volumen y se hacía más persistente, los indios marcaban el compás con los pies, pero sus caras permanecían impasibles.

La música no paró. Siguió y siguió, martilleando y sin variar. De vez en cuando, uno de los músicos pulsaba las imparables cuerdas mientras que su mano izquierda buscaba su copa de whisky.

De vez en cuando uno de los bailarines abandonaba el recinto para ir al barril de vino, se bebía una copa de un trago y volvía corriendo. Habían dejado de bailar en parejas. Extendían los brazos para abrazar a todo el que se pusiera a su alcance y doblaban las rodillas y los pies sacudían la tierra al latido lento de las guitarras. Los bailarines comenzaron a canturrear bajito, una nota grave fuerte y otra débil. Entró una nota más larga. Más y más voces se fueron sumando al ritmo y a las notas. Todo el abigarrado recinto del baile se movía al mismo ritmo. El canturreo se hizo salvaje y profundo y brillante donde al principio no había habido más que risas y chistes a voces. Un hombre había llamado la atención por su estatura, otro por la profundidad de su voz; una mujer, por su belleza, otra por ser fea y gorda, pero eso no había cambiado. Los bailarines perdieron su identidad. Las caras se embelesaron, los hombros se inclinaron algo hacia delante, cada persona pasó a ser parte del cuerpo del baile y el alma del cuerpo era el ritmo.

Los guitarristas se sentaban como demonios, los ojos cerrados hasta no ser más que una raya, conscientes de su poder, pero soñando ellos mismos un poder mayor. Las cuerdas seguían corriendo juntas. Manuel, que sonreía tímidamente y con afectación el día anterior,

echó atrás la cabeza y profirió un aullido ininteligible al compás de las guitarras. Los bailarines repetían una estrofa. El siguiente músico añadió su parte y el canto le respondió.

El sol rodó más allá del mediodía y declinaba hacia las montañas y un viento alto susurraba desde el oeste. Los bailarines, uno a uno, volvieron por más carne y más vino.

Joseph, con los ojos brillantes, los contemplaba apartado. Movía ligeramente los pies con el latido de la música y aunque se sentía parte del cuerpo que bailaba, no se unió a ellos. Pensaba lleno de gozo: «Hemos encontrado algo aquí, todos nosotros. Nos hemos acercado a la tierra por un momento». Se sentía fuerte con un placer tan profundo como el golpeteo de las cuerdas bajas y empezó a sentir que en su interior nacía una fe nueva. «Algo saldrá de esto. Es un especie de oración poderosa». Cuando dirigió las miradas a las montañas occidentales y vio una nube en forma de cabeza, alta y siniestra, acercándose desde el mar, supo lo que venía. «Naturalmente» dijo, «traerá la lluvia. Algo así debe ocurrir cuando se suelta tal carga de oraciones». Contempló con confianza la alta nube creciendo sobre las montañas y elevándose majestuosamente hacia el sol.

Thomas se había ido al granero cuando comenzó el baile, pues temía la emoción salvaje como un animal tiene miedo de los truenos. Le llegaba el ritmo y acarició el cuello de un caballo para tranquilizarse. Pasado un rato oyó un sollozo quedo cerca de él y, acercándose, se encontró a Burton arrodillado en una cuadra, lamentándose y rezando. Thomas soltó una carcajada, pero se contuvo asustado.

¿Qué te ocurre, Burton? ¿No te gusta la fiesta? Burton le gritó enfadado:

iEs un culto demoníaco, te lo aseguro! ¡Y en nuestra propia casa! ¡Primero el sacerdote satánico con sus ídolos de madera y ahora esto!

¿A qué te recuerda, Burton? le preguntó Thomas con aire inocente.

¿A qué me recuerda? Me recuerda a un aquelarre de brujas. Me recuerda a todas las prácticas paganas del mundo entero.

Thomas dijo:

Sigue rezando, Burton. ¿Sabes a lo que me recuerda a mí? Escucha, aunque sea con los oídos medio tapados. Es como un encuentro religioso. Es como un predicador evangelista iluminando a la gente.

Es culto al demonio repitió Burton gritando. Es impuro, el culto al demonio, te lo aseguro. De haberlo sabido, me hubiera marchado de aquí.

Thomas se rió agriamente y volvió a sentarse sobre el pesebre y escuchó las oraciones de Burton. Le gustaba oír cómo las súplicas de Burton se acompasaban al ritmo de las guitarras.

Mientras Joseph contemplaba el nubarrón oscuro, parecía que éste no se movía, pero iba tragándose el cielo y de repente, atrapó y devoró al sol. La nube era tan densa y tan poderosa que el día anocheció y las montañas irradiaron una luz metálica, dura y afilada. Al momento de haber desaparecido el sol, un arpón de relámpago dorado salió disparado de la nube y sonó el trueno, tropezando y cayendo sobre las cumbres, un nuevo estremecimiento de luz y una nueva sacudida de trueno.

La música y el baile pararon al instante. Los bailarines miraron hacia arriba con ojos adormilados llenos de asombro, como niños que se despiertan y se asustan ante la sacudida de un terremoto. Se quedaron mirando sin comprender, despiertos sólo a medias y preguntándose qué pasaba, antes de recuperar el sentido. Entonces salieron disparados hacia los caballos que estaban atados y empezaron a enganchar los simones, apretando los tirantes, colocando los carros detrás de las varas. Los guitarristas arrancaron los banderines y los farolillos y los guardaron en las alforjas para evitar que se mojaran.

En el granero, Burton se puso en pie y gritó con aire triunfal:

Es la voz de Dios enfadado. Y Thomas le respondió:

Escucha con atención, Burton, no es más que una tormenta.

Los fuegos retorcidos salían a borbotones de la nube y el aire temblaba con el ruido del trueno. En pocos minutos, todos los carros se habían puesto en marcha, una fila en dirección a

Nuestra Señora y unos pocos en dirección a los ranchos de las montañas. Llevaban las lonas puestas para guarecerse de la lluvia que se acercaba. Los caballos resoplaban ante el cañoneo del aire e intentaban correr.

Desde el principio de la fiesta, las mujeres de la familia Wayne se habían sentado en el porche de la casa de Joseph, manteniéndose a cierta distancia de sus invitados como correspondía a las anfitrionas. Alicia no había podido resistir la tentación y se había bajado a participar en el baile. Pero Elizabeth y Rama se sentaron en sendas mecedoras y contemplaron la fiesta.

Cuando la nube encapotó el cielo, Rama se levantó para volverse a su casa.

Es curioso dijo Rama. Has estado muy quieta todo el día. Asegúrate de que no coges frío.

Estoy bien, Rama. Sólo me encuentro algo decaída, pero debe de ser por la emoción y la tristeza. Las fiestas siempre me han puesto triste.

Durante toda la tarde había estado mirando a Joseph, apartado de los bailarines. Le había visto mirar al cielo.

Está sintiendo la lluvia y cuando se desencadenó el trueno: Le gustará. Las tormentas le hacen feliz.

Ahora que ya se habían marchado los invitados y que el trueno había seguido su camino, pasándoles sólo por encima, siguió contemplando furtivamente la figura solitaria de su marido.

Los vaqueros se daban prisa en poner a cubierto los utensilios y la comida sobrante. Joseph siguió de guardia hasta que comenzó a llover y después se acercó lentamente al porche y se sentó en el escalón más alto, delante de Elizabeth; echó los hombros hacia delante y apoyó los codos en las rodillas.

¿Te ha gustado la fiesta, Elizabeth? le preguntó.

Sí.

¿Habías visto alguna antes?

He visto otras fiestas respondió Elizabeth, pero ninguna como ésta. ¿Crees tú que la electricidad del aire habrá vuelto loca a la gente?

Joseph se dio la vuelta y miró a Elizabeth a la cara.

Es más probable que haya sido el vino que se han metido en el estómago, cariño. Sus ojos se hicieron pequeños y dijo con aire serio:

No tienes buen aspecto, Elizabeth. ¿Te encuentras bien? Se puso en pie y se inclinó hacia ella, preocupado.

Ven dentro, Elizabeth, hace frío para estar aquí sentados.

Entró él primero y encendió la lámpara que colgaba de una cadena en el centro de la habitación y después encendió la estufa y abrió el tiro hasta que el humo comenzó a ascender reposadamente por la chimenea. La lluvia azotaba a ráfagas el tejado, como una escoba áspera barriendo. Elizabeth se dejó caer en una mecedora junto a la estufa.

Tomaremos algo de cena, querido.

Joseph se puso de rodillas en el suelo junto a ella.

Pareces muy cansada le dijo.

Ha sido la emoción; toda la gente. Y la música era..., bueno, cansina. Hizo una pausa, intentando recordar lo que significaban la música y la danza. Ha sido un día extraño

prosiguió. Sería por toda la gente de fuera que ha venido y la misa, la comida, el baile y, por último, la tormenta. ¿Estoy diciendo tonterías, Joseph, o había algún significado oculto?

Parecía una de esas pinturas de paisajes sencillos que venden en las ciudades. Cuando las miras de cerca, ves todo tipo de figuras escondidas. ¿Sabes a qué cuadros me refiero? Una

roca es un lobo dormido, una nubécula es una calavera y la hilera de árboles, soldados desfilando cuando la miras de cerca. ¿Te ha parecido así el día a ti, Joseph, lleno de

significados ocultos, no del todo comprensibles?

Joseph seguía de rodillas, inclinado hacia ella, bajo la tenue luz de la lámpara. Miraba los labios de Elizabeth atentamente, como si no pudiera oírla. Se acariciaba nervioso la barba con las manos y asentía con la cabeza una y otra vez.

Prestas atención a las cosas, Elizabeth le dijo con perspicacia. Piensas mucho todas las cosas.

Pero, Joseph, tú también lo sentiste, a que sí. Los significados me parecían un aviso,

¡Oh, no se cómo explicarlo!

Joseph se echó hacia atrás, apoyándose en los talones y contempló las chispas de luz que salían por las ranuras de la estufa. Seguía acariciándose la barba con la mano izquierda, pero alzó la mano derecha y la apoyó en las rodillas de Elizabeth. El viento chillaba con voz estridente en el roble, por encima de la casa, y el fuego en la estufa sonaba regularmente al reducirse.

Se oyó la voz de Alicia cantando: Corónale de flores que es cosa mía. Joseph le dijo en voz baja:

Ya ves, Elizabeth; me debería sentir menos solo al saber que tú ves lo que está oculto, pero no es así. Me gustaría contártelo, pero me veo incapaz. No creo que sean avisos para nosotros, sino indicios de cómo funciona el mundo. Una nube no es un signo puesto para que los hombres lo vean y sepan que va a llover. Hoy no ha sido un aviso, pero estás en lo cierto. Yo también creo que hoy había cosas ocultas.

Se humedeció los labios con la lengua con cuidado. Elizabeth extendió la mano para acariciar la cabeza de Joseph.

El baile no tenía tiempo dijo Joseph, ¿sabes?, era algo eterno, que se ha hecho visible hoy.

Volvió a quedarse en silencio y trató de proteger su mente de los pensamientos pesados e imprecisos que vagaban como grises espirales de niebla.

La gente lo ha pasado bien dijo, todo el mundo menos Burton. Burton estaba triste y asustado. Nunca sé cuándo se asustará.

Elizabeth vio que los labios de Joseph se curvaban momentáneamente con débil diversión.

¿Tienes ya hambre, cariño? Puedes cenar cuando quieras, hoy cosas frías le dijo Elizabeth. Eran palabras para mantener un secreto, ella lo sabía, pero el secreto se deslizó fuera de su boca antes de que ella misma se diera cuenta. Joseph, esta mañana me sentí indispuesta.

Joseph la miró compadecido.

Has trabajado mucho en los preparativos.

Sí, quizá dijo. No, Joseph, no es por eso. No quería decírtelo todavía, pero Rama dice... ¿tú crees que Rama lo sabe? Rama nunca se equivoca y debe saberlo mejor que nadie. Ha visto mucho y dice que ella entiende de estas cosas.

Joseph se rió.

¿Qué es lo que sabe Rama? Te vas a hacer un lío con tanta palabrería.

Pues Rama dice que voy a tener un hijo.

Un extraño silencio siguió a sus palabras. Joseph se había vuelto a echar hacia atrás y miraba fijamente la estufa. Había dejado de llover momentáneamente y Alicia ya no cantaba.

Suave y temerosa, Elizabeth rompió el silencio.

¿Estás contento, querido?

Joseph suspiró profundamente antes de responder.

Más contento que nunca y añadió en un susurro, y más asustado.

¿Qué has dicho, querido? ¿Qué ha sido lo último que has dicho?, no lo he oído. Joseph se puso en pie y se inclinó hacia Elizabeth.

Te tienes que cuidar le dijo muy serio. Te pondré una manta sobre las rodillas. Ten cuidado de no coger frío, de no caerte.

Le colocó una manta sobre las rodillas.

Elizabeth sonreía, orgullosa y contenta ante la repentina preocupación de Joseph.

Sé lo que tengo que hacer, cariño, no temas. Lo sé. Además le dijo en confidencia, todo un mundo de conocimientos se abre cuando una mujer espera un hijo. Me lo ha dicho Rama.

Tú haz el favor de tener cuidado repitió Joseph. Elizabeth sonrió feliz:

¿Es ya tan importante el niño para ti?

Joseph miró con atención el suelo y frunció el ceño.

Sí, el niño me importa mucho, pero no tanto como el tenerlo. Eso es algo real como las montañas. Es un vínculo con la tierra.

Se paró, buscando las palabras que pudieran expresar lo que sentía.

Es una prueba de que somos parte de esta tierra, querida, querida mía. La única prueba de que no somos extraños a la tierra. Miró de repente al cielo. Ha dejado de llover. Iré a ver cómo están los caballos.

Elizabeth se rió de él.

En algún lugar he leído o he oído algo sobre una costumbre rara, quizá sea en Noruega o Rusia, no sé dónde, pero sea donde sea, creen que este tipo de cosas hay que decírselas al ganado. Cuando sucede algo en la familia, un nacimiento o una muerte, el padre va al granero y se lo cuenta a los caballos y a las vacas. ¿Por eso vas tú ahora al granero, Joseph?

No respondió. Quiero comprobar que las cuerdas de los cabestros están bien atadas.

No vayas, por favor le suplicó Elizabeth. Thomas se encargará de los animales. Siempre lo hace él. Quédate conmigo. Me sentiré sola si sales ahora. ¡Alicia! la llamó gritando Elizabeth. Prepara la cena. Quiero que te sientes a mi lado.

Elizabeth estrechó el antebrazo de Joseph contra su pecho.

Cuando era pequeña, me regalaron una muñeca y cuando la vi en el árbol de Navidad, sentí un indescriptible calor en mi corazón. Antes de coger la muñeca sentía temor por ella y pena. ¡Lo recuerdo tan bien! Me daba pena que la muñeca fuera mía, no sé por qué. Parecía demasiado valiosa, me causaba dolor que fuera mía. Las cejas y las pestañas eran de pelo de verdad. Desde entonces, todas las navidades fueron iguales para mí y ahora siento lo mismo. Siéntate conmigo, Joseph. No vayas esta noche a las montañas.

Joseph vio que sus ojos estaban bañados de lágrimas.

Me quedo, no faltaba más le dijo para tranquilizarla. Estás agotada; de hoy en adelante te acostarás temprano.

Se sentó con ella toda la noche y se fueron a la cama juntos, pero cuando la respiración de Elizabeth se hizo uniforme, se levantó de la cama y se vistió muy sigilosamente. Elizabeth lo oyó, pero no se movió, fingiendo que dormía. «Se trae algo entre manos con la noche», fue lo que pensó y se acordó de las palabras de Rama. «Si sueña, nunca sabrás sus sueños». La sensación de soledad le hizo sentir frío, tuvo escalofríos y comenzó a llorar suavemente.

Joseph bajó muy despacio los escalones del porche. El cielo se había despejado y el frío de la noche cortaba. Los árboles seguían chorreando agua y del tejado de la casa caía una cascada de agua al suelo. Joseph avanzó derecho al roble y permaneció bajo sus ramas. Habló muy bajito, de forma que nadie pudiera oírle.

Va a nacer un niño, señor. Le prometo que lo pondré entre sus brazos nada más nacer, señor.

Palpó la corteza fría y húmeda del árbol, recorriéndola con los dedos hacia abajo lentamente.

El sacerdote se ha dado cuenta pensó. Sabe parte, pero no cree. O puede que sí crea y tenga miedo.

Se acerca una tormenta comunicó al árbol. Sé que no puedo escapar de ella. Pero usted, señor, puede que sí sepa cómo protegernos de la tormenta.

Permaneció allí largo rato, pasando sus dedos nerviosamente por la corteza oscura.

«Esto es cada vez más fuerte», pensó. «Comencé porque me hacía sentirme mejor cuando murió mi padre, pero ahora es tan fuerte que me domina. Y todavía me hace sentirme bien».

Avanzó hasta la zanja de la barbacoa y cogió un trozo de carne que había quedado en la parrilla.

Aquí tiene dijo, y empinándose sobre las puntas de los pies, puso la carne en la horquilla del árbol. Protéjanos si puede suplicó. Lo que viene podría destruirnos a todos.

Se sobresaltó al oír pasos cerca de él. La voz de Burton dijo:

¿Joseph, eres tú?

Sí. Es muy tarde. ¿Qué es lo que quieres? Burton avanzó y se detuvo junto a él.

Quiero hablar contigo, Joseph. Quiero prevenirte.

No es el momento le dijo Joseph con hosquedad. Hablaremos mañana. He salido para ver a los caballos.

Burton no se movió.

Estás mintiendo, Joseph. Crees que no te ha visto nadie, pero yo te he visto. Te he visto haciendo ofrendas al árbol. He visto cómo ha ido creciendo en tu interior esta creencia pagana y vengo para prevenirte.

Burton se había exaltado y respiraba agitadamente.

Esta tarde viste la cólera de Dios avisando a los idólatras. No era más que un aviso, Joseph. Me hizo recordar las palabras de Isaías: «Habéis abandonado a Dios y su cólera se volverá contra vosotros».

Se detuvo para recuperar el aliento tras ese torrente de emoción y se le pasó la ira.

Joseph suplicó, ven al granero y reza conmigo. Cristo te abrirá sus brazos otra vez. Cortemos el árbol.

Joseph se apartó bruscamente de él y se sacudió la mano extendida para contenerlo.

Sálvate a ti mismo, Burton. Soltó una risa breve.

Estás demasiado serio, Burton. Vete a la cama. No te entrometas en mis juegos. Ocúpate de tus cosas.

Dejó a su hermano ahí y volvió a entrar sigilosamente en la casa.

avataravatar
Next chapter