14 C A P Í T U L O 1 1

EL carro atravesó el desfiladero; los caballos levantaban exageradamente las patas, moviéndose en diagonal, agitando las cabezas al ver la corriente. Joseph asía con fuerza las riendas y echaba el freno cuando relinchaban. Una vez fuera del angosto paso, los caballos se calmaron y se reanudó la marcha. Joseph paró el carro y ayudó a subir a Elizabeth. Elizabeth se puso cómoda, extendió el guardapolvo sobre sus rodillas y se echó el velo sobre la cara.

Atravesaremos la ciudad decidió Elizabeth. Nos verá todo el mundo. Joseph chasqueó el látigo sobre los caballos y aflojó las riendas.

¿Te importa eso?

Claro que no, pero me agrada. Me sentiré orgullosa, como si hubiera hecho algo fuera de lo corriente. Pero tengo que ir bien sentada y estar bien cuando me vean.

Joseph se rió entre dientes.

Quizá no nos mire nadie.

Sí nos mirarán, te lo aseguro. Me encargaré de que nos miren.

Atravesaron la única calle digna de tal nombre de Nuestra Señora. Las casas se apiñaban a lo largo de la calle como si buscaran calor. A su paso, las mujeres salieron de sus casas, para mirarlos sin ningún recato, y los saludaron con sus manos regordetas, pronunciando el título nuevo amablemente porque era una palabra novedosa. «Buenas tardes, señora», y volviendo la cabeza, gritaban a los que estaban dentro de las casas: «¡Ven acá, mira!, ¡mira! La nueva señora Wayne viene». Elizabeth respondía muy contenta a sus saludos con la mano y trataba de mostrarse digna. Un poco más adelante hicieron una parada para comprar algunos regalos. La vieja señora Gutiérrez se plantó en medio del camino, sujetando a un pollo por las patas, mientras gritaba con voz chillona las excelencias de ese pollo en particular. Cuando el pollo ya estaba en la carreta, la señora Gutiérrez fue abatida por un ataque de timidez. Se atusó el pelo, se frotó las manos y después se volvió corriendo al patio de su casa, agitando los brazos y gritando: «No le hace».

No habían salido todavía de la calle y el carro ya estaba cargado hasta los topes de ganado atado: dos lechones, un corderito, una cabra lechera de mirada aviesa y ubres sospechosamente encogidas, cuatro gallinas y un gallo de pelea. La cantina pareció vomitar a sus clientes al pasar el carro y los hombres alzaron los vasos. Durante un rato se encontraron envueltos en gritos de bienvenida; después desapareció la última casa y volvieron al camino que iba paralelo al río.

Elizabeth se apoyó en el respaldo del asiento y relajó su compostura. Pasó la mano por debajo del brazo de Joseph, le dio un pellizco y la dejó descansar sobre el brazo.

Ha sido como un circo dijo. Era como si nosotros fuéramos el desfile.

Joseph se quitó el sombrero y se lo puso sobre las rodillas. Tenía el cabello húmedo y despeinado. Sus ojos mostraban cansancio.

Son gente buena dijo. Me alegraré cuando me vea en casa. ¿Y tú?

Sí. Yo también de repente dijo Elizabeth. Hay veces, Joseph, en que el cariño que se tiene a la gente es fuerte y cálido como una pena.

Joseph se volvió rápidamente hacia ella, asombrado de que hubiera dicho lo que él mismo pensaba.

¿Por qué dices eso, cariño?

No lo sé, ¿por qué?

Porque estaba pensando precisamente lo mismo en este momento... En ocasiones, las personas, las montañas y la tierra, todo, menos la estrellas, son una sola cosa y el amor de todas ellas juntas es tan intenso como la tristeza.

Las estrellas no, ¿eh?

No, las estrellas no. Las estrellas son siempre extrañas, algunas veces malas, pero extrañas siempre. Aspira este olor a salvia, Elizabeth. ¡Qué agradable es regresar a casa!

Elizabeth alzó el velo hasta la nariz y aspiró profunda y largamente. Los plátanos se iban tornando amarillos y las primeras hojas caídas cubrían ya la tierra. El carro se adentró en el camino que ocultaba el río y el sol había descendido por detrás de las montañas de la costa.

Llegaremos a casa a media noche anunció Joseph.

La luz en el bosque era de un azul dorado y se oía el tamborileo de la corriente contra las rocas redondeadas.

Al llegar la noche, el aire se hizo límpido con la humedad. Las montañas parecían duras y afiladas como el cristal. Después de la puesta del sol hubo un momento de hipnotismo, durante el cual Elizabeth y Joseph miraron fijamente al frente, a las montañas límpidas, sin poder apartar la vista de ellas. El martilleo de los cascos de los caballos y el murmullo del agua hicieron aún más profundo el trance. Joseph miraba sin parpadear el filo luminoso que perfilaba las cumbres de las montañas al oeste. Sus pensamientos se hicieron perezosos y la lentitud los convirtió en imágenes y las figuras se dispusieron sobre las cumbres de las montañas. Una nube negra procedente del océano se posó sobre la sierra. La mente de Joseph la convirtió en la cabeza de una cabra negra. Distinguía los ojos amarillentos y achinados, de expresión astuta e irónica, y los cuernos curvos. Pensó: «Sé que está ahí, la cabra, descansando su barbilla sobre la cordillera, mirando fijamente al valle. Debería estar ahí. En algún sitio he leído o me han contado algo que hace que no sea raro que una cabra salga del océano». Joseph sentía que le había sido otorgada la facultad de crear cosas tan sustanciales como la tierra. «Si me empeño en admitir que la cabra está ahí, entonces estará ahí de verdad. Y yo lo habré hecho posible. Esta cabra es importante», pensaba.

Una bandada de aves voló en círculos y cambió el rumbo por encima de sus cabezas. Sus alas atraparon los últimos destellos de la luz del sol y tintinearon como estrellas diminutas. Una lechuza surcó el cielo, lanzando gritos penetrantes para asustar a las criaturillas de la tierra, esperando que se delataran a sí mismas. Una oscuridad total inundó pronto el valle. La nube negra se volvió al mar, satisfecha de todo lo que había visto. Joseph pensó: «Debo mantenerme firme en mi creencia de que era una cabra. No debo traicionarla nunca no creyendo en ella».

Elizabeth sintió un escalofrío y Joseph se volvió hacia ella.

¿Tienes frío, cariño? Te pondré la manta sobre las piernas.

Un nuevo escalofrío sacudió de nuevo a Elizabeth, pero no tanto, porque era intencionado.

No tengo frío dijo Elizabeth. Este momento del día es extraño. Es una hora peligrosa.

Joseph pensó en la cabra.

¿Qué quieres decir, peligrosa?

Joseph tomó las manos agarrotadas de Elizabeth y las puso sobre sus rodillas.

Me refiero a que corremos peligro de perdernos. Es porque va oscureciendo. De repente, me ha parecido que me extendía y me disipaba como una nube, mezclándome con todo lo que hay alrededor. Era una sensación agradable, Joseph. Después pasó la lechuza y sentí miedo porque pensé que si me mezclaba demasiado con las montañas nunca más volvería a ser Elizabeth otra vez.

No es más que el momento del día le dijo Joseph para animarla. Afecta a todos los seres vivos. ¿Te has fijado alguna vez en los animales y los pájaros al anochecer?

No respondió Elizabeth, mirándolo con mucho interés, pues tenía la impresión de haber descubierto una vía de comunicación. Creo que nunca he observado nada atentamente en mi vida declaró. Ahora me parece que me han limpiado los ojos. ¿Qué hacen los animales al anochecer?

Su voz se había vuelto aguda y se había colado como ladrón en los pensamientos de

Joseph.

No lo sé respondió Joseph con el ceño fruncido. Es decir, sí lo sé, pero tengo que pensarlo. Este tipo de cosas no están siempre preparadas dijo como disculpa.

Se quedó en silencio, contemplando la oscuridad que los envolvía.

Sí dijo al cabo de un rato eso es, todos los animales se quedan quietos cuando se hace de noche. Mantienen los ojos totalmente abiertos y sueñan.

Volvió a quedarse en silencio.

Me acabo de acordar de una cosa dijo Elizabeth. No sé cuándo me di cuenta de ello, pero justo ahora, al decir tú que es en este momento del día y que esta imagen es importante a esta hora del día.

¿Qué? preguntó Joseph.

Los gatos estiran la cola y no la mueven cuando comen.

Sí repuso Joseph reforzando la respuesta con un movimiento de cabeza. Sí, ya lo sé.

Es el único momento en el que tienen la cola recta y el único momento en el que se

quedan quietos. Elizabeth rió con ganas. Nada más contar esa tontería, se dio cuenta de que podía parecer una burla del sueño de los animales al que se había referido Joseph y esa idea la alegró. Se sintió aguda por haberlo dicho.

Joseph no se percató del sentido que se podía atribuir a las colas de los animales. Dijo:

Tenemos que pasar aquella montaña, bajar al bosque que cruza el río, salir y atravesar la llanura y ya, por fin, estaremos en casa. Desde lo alto de la montaña deberían verse las luces.

Ya era noche cerrada, una noche densa y silenciosa. El carro subió la montaña a oscuras, como un extraño en la noche callada.

Elizabeth se acurrucó junto a Joseph. Los caballos conocen el camino dijo. ¿Lo huelen? Lo ven, cariño. Sólo está oscuro para nosotros. Los animales saben ver en la oscuridad. Pronto llegaremos a la cima de la montaña y desde allí veremos las luces de las casas. Es una noche demasiado tranquila dijo en tono de queja Joseph. No me gusta esta noche. Nada se mueve.

Transcurrió un tiempo largo antes de que coronaran la cima. Joseph paró el carro para que los caballos recuperaran el aliento tras el ascenso. Los animales bajaban la cabeza y resoplaban rítmicamente.

¡Mira! exclamó Joseph. Allí están las luces. A pesar de lo tarde que es, mis hermanos nos están esperando. No les dije cuándo regresábamos, pero deben de habérselo supuesto. Mira, algunas luces se mueven. Ésa es un farol en el patio, me imagino. Thomas ha ido al granero a ver a los caballos.

Era noche cerrada a su alrededor. Algo más allá se oyó un suspiro hondo y después se acercó raudo un viento cálido procedente del valle que cepillaba suavemente la hierba. Joseph, incómodo, musitó:

Esta noche encierra algo malo. El aire es hostil.

¿Qué dices, cariño?

Digo que se avecina un cambio de tiempo. Pronto llegarán las tormentas.

El viento se hizo más fuerte y les llevó el aullido prolongado e intenso de un perro. Joseph se echó hacia delante enfadado.

Benjy se ha ido a la ciudad. Le dije que no saliera en mi ausencia. Es su perro el que aulla. Se pasa la noche aullando cada vez que sale Benjy.

Levantó las riendas y arreó a los caballos. Anduvieron con dificultad un rato, pero de repente irguieron la cabeza y pusieron tiesas las orejas. Joseph y Elizabeth oyeron el sonido rítmico de un galope.

Alguien se acerca dijo Joseph. Puede que sea Benjy que regresa de la ciudad. Le saldré al paso si puedo.

El galope llegó hasta ellos. Un jinete se paró en seco a su lado, haciendo que el caballo se empinara sobre sus patas traseras. Una voz aguda gritó:

Señor, ¿es usted, don Joseph?

Sí, Juanito. ¿Qué pasa?, ¿qué quieres?

El caballo ensillado pasó a su lado y la voz penetrante gritó:

Dentro de un rato querrá verme, amigo. Le esperaré en la roca de los pinos. No lo sabía, señor, le juro que no lo sabía.

Oyeron el ruido de las espuelas al clavarse en el caballo. El animal lanzó un bufido y salió disparado. Oyeron su carrera loca, ascendiendo la montaña. Joseph cogió el látigo y lo chasqueó sobre los lomos de los animales para ponerlos al trote.

Elizabeth intentó leer el rostro de Joseph.

¿Qué ocurre?, ¿qué quería decir?

Las manos de Joseph subían y bajaban al compás de las riendas que sujetaba con fuerza, apresurando a los caballos. Las llantas chirriaban sobre las rocas.

No sé qué ocurre dijo Joseph. Sabía que esta noche era mala.

Llegaron a la llanura. Los caballos trataron de aminorar el paso, pero Joseph los azotó duramente con el látigo hasta que emprendieron una furiosa carrera. El carro daba bandazos y sacudidas sobre el camino pedregoso. Elizabeth entrelazó los pies y se agarró al asa con las dos manos.

Se veían ya los edificios. Había un farol sobre el montón de abono. Su luz iluminaba la fachada recién encalada del granero. Dos de las casas tenían luz. Al acercarse, Joseph vio a través de las ventanas que las personas que estaban en el interior iban de un lado a otro. Salió Thomas y se paró junto al farol a esperarlos. Cogió a los caballos por el bocado y les frotó el cuello con la palma de la mano. Tenía una sonrisa en la cara que no se alteró.

Habéis venido muy deprisa les dijo. Joseph se bajó del carro de un salto.

¿Qué ha ocurrido aquí? Encontré a Juanito en el camino.

Thomas desenganchó las falsas riendas y después desató los tirantes.

Sabíamos que algún día ocurriría. Hablamos de ello en una ocasión. Saliendo de la oscuridad apareció Rama junto al carro.

Elizabeth, será mejor que vengas conmigo.

¿Qué pasa? preguntó asustada Elizabeth.

Ven conmigo, querida. Te lo contaré. Elizabeth interrogó con la mirada a Joseph.

Sí, ve con ella le dijo su marido. Entra con ella en la casa.

La vara cayó al suelo y Thomas quitó los arneses de las cabezas empapadas de sudor de los caballos.

Los dejaré aquí por el momento dijo como disculpa y los tiró por encima de la valla del corral.

Joseph se había quedado mirando inexpresivo el farol.

Se trata de Benjy, ¿no es así? dijo. ¿Está herido?

Está muerto replicó Thomas. Lleva muerto más de dos horas.

Entraron en la casa de Benjy, atravesando a oscuras el cuarto de estar y pasaron al dormitorio en el que ardía una lámpara. Joseph contempló el rostro desfigurado de Benjy, atrapado en un momento de dolor extático. Los labios dejaban ver los dientes, la nariz estaba roja e hinchada. Dos monedas de medio dólar brillaban lúgubremente sobre sus ojos.

La cara se pondrá normal pasado un rato dijo Thomas.

Los ojos de Joseph pasaron lentamente a mirar el cuchillo manchado de sangre que había sobre una mesa junto a la cama. Le parecía verlo todo desde un lugar muy alto y se sentía poseído por una extraña pero poderosa calma y con una curiosa sensación de omnisciencia.

¿Fue Juanito? dijo más que preguntó.

Thomas cogió el cuchillo y se lo ofreció a su hermano. Cuando Joseph rehusó cogerlo, lo volvió a dejar sobre la mesa.

En la espalda dijo Thomas. Juanito se había ido a Nuestra Señora para pedir prestado un cable para afeitar a ese toro de los cuernos tan largos que nos ha dado tantos problemas. Pero Juanito hizo el viaje demasiado deprisa.

Joseph levantó la vista de la cama.

Vamos a cubrirlo. Echémosle algo por encima. Me encontré a Juanito en el camino. Dijo que no lo sabía.

Thomas soltó una risotada feroz.

Y ¿cómo iba a saberlo? No le podía ver la cara. Simplemente lo vio y le clavó el cuchillo. Quería entregarse, pero le dije que esperase a que llegaras tú le explicó Thomas.

¡Dios!, el único castigo de un juicio caería sobre nosotros.

Joseph se apartó.

¿Crees que tendremos que avisar al juez? ¿Habéis tocado algo, Tom?

Bueno, lo trajimos hasta aquí y le subimos los pantalones.

Joseph se llevó una mano a la barba y se la acarició, metiendo las puntas hacia dentro.

¿Dónde está Jennie? preguntó.

Oh, Burton se la llevó a su casa. Están rezando. Al salir de aquí iba llorando. Ahora debe estar histérica.

La enviaremos al este, a su casa dijo Joseph. Nunca se acostumbrará a esta tierra.

Se dirigió a la puerta. Tendrás que ir a la ciudad y dar parte, Tom. Haz que parezca que fue un accidente. Quizá no hagan preguntas. Y fue un accidente. De repente volvió a acercarse a la cama y acarició la mano de Benjy antes de abandonar la casa.

Cruzó despacio el patio hasta un punto desde el que pudiera ver el árbol negro sobre el fondo del cielo. Cuando llegó al árbol, apoyó la espalda en el tronco y miró a lo alto. Algunas estrellas brillaban pálidamente entre las ramas. Acarició la corteza del árbol. «Benjamin ha muerto» informó en voz muy baja. Respiró hondamente y dándose media vuelta, trepó al árbol y se sentó entre dos ramas grandes, apoyando la mejilla contra la rugosa y fría corteza. Sabía que su pensamiento sería escuchado cuando dijera en su interior: «Ahora comprendo lo que significaba la bendición. Soy consciente de lo que he asumido. Thomas y Burton pueden manifestar libremente lo que les gusta y lo que no. Sólo yo estoy excluido. Estoy excluido. No puedo tener ni buena ni mala suerte. No puedo tener conocimiento de nada bueno o malo. Incluso me ha sido negado el sentimiento puro y genuino de la diferencia entre placer y dolor. Todas las cosas son una y todas son una parte de mí». Miró a la casa de la que acababa de salir. La luz de la ventana se veía intermitentemente. El perro de Benjy aulló otra vez. En la lejanía, los coyotes oyeron el lamento del perro y se sumaron con su risita boba maniática. Joseph rodeó el árbol con sus brazos y lo estrechó contra él. «Benjy ha muerto y no estoy ni contento ni triste. No tengo razón para estarlo. Es así. Ahora sé, padre, que fuiste solitario sin experimentar la soledad, sereno porque no tuviste contactos». Bajó del árbol y dio otra vez el parte: «Benjy ha muerto, señor. Aunque hubiera podido, no lo habría impedido. No hace falta nada en compensación».

Después se dirigió al granero para ensillar un caballo y acudir a la cita en la roca donde le aguardaba Juanito.

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