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Lo Que Arrastra el Río

—Hoy también tienes mucha ropa que lavar, ¿no Sofía?

—Sí, desde que nació Carlo hemos tenido que lavar más ropa.

—Este es su tercer hijo, ¿verdad? ¿No es difícil?

—Un poco, sobre todo por querer mantener la casa limpia y la comida. A veces me cuesta creer lo mucho que comen.

—Deben estar creciendo mucho.

Era un grupo de mujeres que lavaba la ropa en un río cercano a su hogar como de costumbre, la charla ligera entre ellas fluía mientras el sonido del agua corriendo acompañaba sus risas y murmullos. Las manos se movían rápidamente, restregando la ropa contra las piedras suaves que bordeaban el río. El sol brillaba en lo alto, reflejándose en la superficie del agua, creando destellos que parecían bailotear a su alrededor.

Una de las mujeres, Sofía, detuvo su trabajo un momento, mirando distraídamente hacia el bosque cercano.

—Oigan si siguen hablando, jamás terminaran de lavar y no crean que voy a ayudarlas esta vez.

El comentario provocó una risa suave entre el grupo. Era Carmen, una mujer mayor y de carácter fuerte, conocida en la comunidad por su franqueza. Siempre había sido la más eficiente de todas cuando se trataba de las tareas del hogar, pero también la más reservada sobre su vida.

— ¡ay doña Carmen! Solo es una pequeña charla. Seguro que usted también tienes algo que compartir —respondió una de las más jóvenes del grupo, sonriendo.

— ¿Compartir qué? ¿Cómo terminamos siendo las encargadas de todo mientras nuestros hombres descansan? —dijo Carmen, rodando los ojos.

Las demás soltaron una carcajada, pero la mirada de Sofía seguía perdida en el bosque. Algo en los árboles la inquietaba, como si una presencia invisible se ocultara entre las sombras.

— ¿Sofía, todo bien? —preguntó una de sus amigas, notando su distracción.

—No…no es nada, tranquilas.

—Terminemos rápido, también tenemos que preparar el almuerzo.

—Es cierto.

—Oigan… ¿Qué es eso?

Otra de las mujeres, María, vio algo inusual en el río, era una especie de bulto que flotaba siguiendo la corriente, las mujeres lo vieron con algo de sorpresa y curiosidad, vieron como el bulto choco contra una roca preguntándose con murmullos "¿Qué es eso?".

Unas quisieron acercarse, pero Carmen las detuvo y fue ella quien acercó. Lenta y cuidadosamente camino en el río cargando un palo con el que toco al bulto y se dio cuenta que sangraba, lo que significaba que era un ser vivo. Miro con más atención y acerco aun más su cara.

—Patojas, ayúdenme a sacarlo…aun esta vivo

— ¿Qué es doña Carmen?

—Es un niño…rápido vengan a ayudarme.

Las mujeres se apresuraron a ayudar a Carmen, con el miedo y la confusión pintados en sus rostros. Juntas, sacaron el cuerpo del niño del agua, cubierto de barro y hojas, con varias heridas que aún sangraban. Su piel estaba pálida, como si hubiera estado flotando en el río durante horas, tal vez días. Pero lo más inquietante no eran las heridas ni su estado general, sino la extraña marca que tenía en su brazo derecho, una figura de jaguar, oscura y profunda, como si hubiera sido tallada en su piel.

—¿Lo conoces, Sofía? —preguntó María mientras secaban al niño con mantas improvisadas.

Sofía negó con la cabeza, su mente corriendo en mil direcciones. ¿Quién era ese niño? ¿Por qué estaba solo? Y lo más importante, ¿qué le había pasado?

—Nunca lo he visto por aquí —respondió, su voz temblorosa.

—No importa de donde vengan hay que ayudarlo—comentó Carmen, observando la marca del niño—.

Las mujeres intercambiaron miradas nerviosas. Los rumores de criaturas infernales, cenotes malditos y desapariciones misteriosas habían sido motivo de conversación en los pueblos cercanos durante años, pero nadie esperaba encontrar evidencia tan cerca de sus hogares.

—Lo llevaremos a la aldea —dijo Carmen, tomando la iniciativa con la determinación que siempre la había caracterizado—. Hay que ver si aún se puede salvar.

—¿Y si... esas bestias vienen a buscarlo? —preguntó una de las mujeres más jóvenes, su voz temblando de miedo.

Carmen la miró con dureza, aunque en el fondo compartía esa preocupación.

—Si lo abandonamos, morirá. No somos de esas personas. Lo llevamos con el curandero y veremos qué hacer después.

Con el niño en brazos, las mujeres se apresuraron de vuelta a la aldea, sus mentes llenas de preguntas y temores. ¿Quién era ese niño? ¿Cómo había llegado hasta allí? Mientras caminaban por el sendero, algo en el aire parecía cambiar, como si el bosque mismo las observara, esperando en silencio.

Ese niño, marcado por un jaguar y envuelto en un manto de misterio, no era un simple sobreviviente. Algo mucho más grande lo rodeaba, algo que ni ellas ni el pueblo estaban preparados para enfrentar.

Alan despertó en una cama de hecha de paja y madera, vendado de pies a cabeza, viendo un techo hecho de lamina de aluminio, paredes y piso de madera algo vieja. Una ventana de sol, una estufa vieja y un aroma similar al de tortillas quemadas y humedad.

Confuso y con la cabeza pesada, Alan intentó moverse, pero su cuerpo apenas le respondió. El dolor se extendía por sus extremidades, especialmente en su brazo derecho, donde podía sentir una especie de ardor latente bajo las vendas. Giró lentamente la cabeza hacia la ventana, por donde entraba un débil rayo de luz que iluminaba la pequeña y modesta cabaña. Afuera, se escuchaban voces en la distancia, mezcladas con el crujir de hojas y el murmullo del viento.

—Está despierto —dijo una voz desde la puerta. Era Carmen, quien entraba con una mirada grave, pero curiosa. Traía consigo un cuenco de barro con lo que parecía ser algún tipo de infusión caliente—. Toma, esto te ayudará.

Alan la miró sin comprender del todo lo que ocurría y sin entender lo que decía, pues Carmen y él no hablaban el mismo idioma. Intentó hablar, pero su garganta estaba seca, y solo logró emitir un débil susurro. Carmen se acercó, ayudándolo a incorporarse un poco y le acercó el cuenco a los labios.

—No hables todavía —ordenó con firmeza—. Bebe.

Alan interpreto lo que la mujer le trataba de decir y tomo el cuenco. El líquido tenía un sabor amargo, pero al poco tiempo de beberlo, Alan comenzó a sentir cómo el calor se extendía por su cuerpo, relajando un poco el dolor en sus músculos. Quería hacer preguntas, pero no sabía por dónde empezar.

—¿No hablas español…? —logró preguntar finalmente con voz rasposa, sintiendo el peso de su propio cuerpo como si llevara días sin moverse.

Carmen lo observó en silencio por un momento, como si no estuviera segura de qué responder.

—Un poco… trabaje en una ciudad hace tiempo y tuve que aprender, les enseñe a todo el pueblo también, así que no te preocupes podemos entenderte.

—¿Por qué me ayudaron?

—Te encontramos en el río —dijo finalmente, sentándose en una silla junto a la cama—. Estabas a punto de morir. No sabemos cómo llegaste ahí, pero estabas malherido. Llevas varios días aquí, recuperándote.

—Te encontramos en el río —dijo finalmente, sentándose en una silla junto a la cama—. Estabas a punto de morir. No sabemos cómo llegaste ahí, pero estabas malherido. Llevas varios días aquí, recuperándote. ¿Y… la marca? —murmuró, bajando la mirada a su brazo vendado.

Carmen lo miró con seriedad, su rostro endurecido por la vida y las historias que circulaban entre su pueblo.

—Eso también nos inquieta —dijo, frunciendo ligeramente el ceño—. ¿Es tu nahual? Ya había visto nahuales jaguar antes, pero este si que es raro. El curandero y el anciano dijeron que tienes algo especial. Dicen que el jaguar es un símbolo de poder, pero también de maldición. La gente le teme, y con razón.

—¿Sabes lo qué es?

—Por supuesto que sí, los pueblos originarios somos los que más conocimiento tenemos sobre esto. Si no lo sabes eso significa que eres de ciudad, ¿no?

—No lo recuerdo…

—¿No lo recuerdas…? Entonces eso quiere decir que tu hogar…fue atacado por esas cosas… ¿verdad?

—tampoco lo recuerdo…

—Debió ser duro, en especial para ti. Eres muy joven casi como mi hija mayor, ella vendrá a cuidarte cuando yo no este, habla mejor español que yo así que traten de llevarse bien —la mujer trato de acariciar la cabeza de Alan, pero este se alejó por instinto. — ¿Aun tienes miedo?

—…

—Eso es normal, pero ya estas a salvo, aquí no tendrás que preocuparte por nada.

Carmen se levantó lentamente de la silla, dejando que el silencio llenara la habitación por un momento. Su mirada se suavizó, quizás recordando a su propia hija o simplemente entendiendo que Alan necesitaba tiempo para procesar todo.

—Descansa —le dijo con calma mientras recogía el cuenco vacío—. Mañana hablaremos más. Mi hija, Carla, te ayudará con lo que necesites.

Alan observó cómo Carmen salía de la habitación. A pesar del calor del brebaje, un frío inexplicable lo recorría. No solo era por el dolor en su cuerpo, sino por las palabras que resonaban en su cabeza: "Nahual... jaguar... poder... maldición". ¿Era él una amenaza? No podía recordar nada más allá de su nombre y fragmentos dispersos de imágenes que no lograba conectar.

El sonido del viento agitaba las ramas de los árboles afuera, y por un momento, Alan pensó que escuchaba susurros. Se quedó inmóvil, intentando distinguir si eran reales o si su mente le jugaba una mala pasada. Cerró los ojos, agotado, pero las sombras que bailaban tras sus párpados no eran del todo naturales. Eran oscuras, profundas, y en medio de ellas, brillaban dos ojos felinos.

Esa noche, mientras el pueblo dormía bajo el cielo estrellado, Alan no encontraba descanso. Daba vueltas a la cama una y otra vez, hasta que se cansó, se levanto de la cama con dificultad y puso su brazo derecho en el suelo.

—ven, Balam —Al pronunciar esas palabras la marca en su brazo brillo con un color morado oscuro y de su mano comenzó a formarse al forma de Balam.

—¿Necesitas algo?

—Recuérdame que paso

—Estábamos luchando contra unas bestias infernales para destruir su cenote, logramos derrotarlas a todas, pero al momento de querer destruir el cenote otra bestia no ataco, logramos resistir, pero escapamos de milagro y caímos

— ¿Qué tan lejos esta el cenote de aquí?

—lo suficiente como para garantizar la seguridad del pueblo.

—Bien.

—Es la primera vez que te preocupa la seguridad de alguien más.

—Es porque me salvaron.

—Je…solo tienes 9 años y ya te comportas como un adulto.

La conversación de estos dos se vio interrumpida por el sonido de un objeto que golpeo el suelo. Ambos entraron en alerta y vieron como la puerta se abría poco a poco produciendo un rechinido.

Cuando la puerta termino de abrirse había una niña, de cabello negro atado en una cola de caballo y ojos azules, su postura indicaba que se había caído, tal vez había escuchado la conversación de ambos.

La niña, claramente sorprendida y nerviosa, se levantó del suelo rápidamente, sacudiéndose las manos mientras mantenía su mirada fija en Alan y Balam. Había escuchado lo suficiente como para entender que lo que acababa de presenciar no era algo común. Sin embargo, sus ojos no mostraban miedo, sino una mezcla de curiosidad y admiración.

—¿T-tú… puedes hacer eso siempre? —preguntó, señalando hacia donde Balam estaba materializado, aunque su forma comenzaba a desvanecerse lentamente.

Alan observó a la niña en silencio por unos segundos, pensando en cómo responder. No podía negar lo que había hecho, pero tampoco estaba seguro de si debía contarle todo.

—Es… complicado —respondió Alan, con un tono serio pero tranquilo.

La niña dio un paso hacia adelante, sus ojos brillando con una chispa de entusiasmo. A pesar de su evidente sorpresa, parecía más emocionada que asustada por lo que había visto.

—Mi nombre es Carla —dijo, inclinando ligeramente la cabeza en un saludo—. Soy la hija de doña Carmen, ella me dijo que te cuidara… aunque parece que tú no necesitas que nadie te cuide.

Alan notó la ligera broma en su tono, pero no sonrió. Su mirada se posó nuevamente en la marca en su brazo, sintiendo el peso de la conexión con Balam.

—Soy Alan —respondió al fin—. Y no lo hago siempre. Solo en situaciones necesarias.

Carla lo observó por un momento más, como si intentara descifrar algo más en su expresión. Finalmente, se acercó al borde de la cama y se sentó en una pequeña silla que estaba cerca.

—Mi mamá me contó que te encontró en el río. Dicen que tienes una especie de maldición o al menos eso entendí, pero no creo que seas malo. —dijo Carla, con la franqueza propia de una niña—. Si lo fueras, no estarías preocupado por el pueblo, ¿verdad?

Alan sintió una punzada en su pecho ante las palabras de Carla. No sabía si considerarse una amenaza, pero tampoco estaba seguro de que su presencia no trajera peligro al pueblo.

—Solo no quiero estorbar…

—No estorbas, eres muy amable. Un buen chico. —Al igual que su madre, Carla intento acariciar la cabeza de Alan obteniendo el mismo resultado. — ¿Aun tienes miedo?

—…

—Mamá dice que a los niños buenos hay que consentirlos.

Alan se quedó en silencio por un momento, sin saber cómo responder. La inocencia de Carla le desconcertaba, pero también le daba una extraña sensación de calma. A pesar de todo lo que había vivido, de las bestias, de las luchas y del cenote maldito, allí, en esa humilde cabaña, en medio de un pueblo desconocido, una niña se preocupaba por él de una forma que nunca había experimentado.

—No estoy acostumbrado a eso —dijo finalmente, con la mirada fija en el suelo. Su voz era apenas un susurro.

Carla lo observó, ladeando la cabeza, sin comprender del todo lo que Alan quería decir, pero intuía que había algo más profundo detrás de esas palabras.

—Bueno, no importa si no estás acostumbrado —respondió con una sonrisa—. Aquí te trataremos bien, así que mejor empieza a acostumbrarte.

— ¿Realmente tenemos la misma edad?

—Ja, ja, puede que no lo creas, pero soy mayor que tú, tienes 9 ¿verdad? Pues yo tengo 11.

Alan miró a Carla con una mezcla de sorpresa y confusión. No parecía posible que ella fuera mayor. Su porte infantil y sus gestos despreocupados la hacían parecer más joven. Pero había algo en sus ojos, una chispa de madurez que desmentía su apariencia inocente. Esa sensación lo incomodaba.

—¿Dos años mayor? —dijo, intentando procesar la información—. No lo parece.

Carla sonrió, sintiéndose orgullosa de su pequeña broma.

—Bueno, tampoco parece que tengas solo nueve —respondió, levantando las cejas—. ¿Qué niño de nueve años habla con un jaguar?

Alan no pudo evitar sentir una pequeña sonrisa, pero se desvaneció rápidamente al recordar su situación. No era un niño cualquiera, y esa verdad siempre pesaba sobre él.

—Tienes razón —admitió en voz baja.

El silencio volvió a llenar la habitación por un momento. Carla, al ver que Alan no parecía querer hablar más, se levantó de la silla.

—Deberías descansar. Mañana podré enseñarte un poco del pueblo —dijo con entusiasmo—. Hay muchas cosas interesantes aquí, y seguro te sentirás mejor una vez que salgas a caminar.

Alan asintió lentamente, aunque no estaba seguro de que un paseo por el pueblo fuera a aliviar sus preocupaciones. Sin embargo, la simple idea de moverse y salir al aire libre era tentadora. Carla se despidió con una sonrisa antes de salir de la habitación, dejándolo solo nuevamente.

Mientras Alan cerraba los ojos, se permitió un breve momento de descanso, aunque sabía que sus problemas y preguntas aún lo perseguían. Las palabras de Carla y el pueblo que lo había acogido sin saber quién era o qué peligro podía traer, se quedaron grabadas en su mente. Tal vez, pensó, podría encontrar respuestas en este lugar. O tal vez, simplemente, podría encontrar un refugio temporal antes de que todo lo inevitable volviera a alcanzarlo.

El viento seguía murmurando fuera de la cabaña, y, en su mente, los ojos del jaguar seguían observándolo desde las sombras, como un recordatorio constante de lo que había dejado atrás.