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Capítulo 2: Las Profundidades del Deber

Nave: Veritas Imperii

Destino: Estacionado en órbita sobre el Planeta Draxos

El eco metálico de los engranajes de la Veritas Imperii resonaba por todo el compartimiento donde Rivon y su familia se encontraban. Los engranajes del metal chirriaban como una advertencia constante de que, en cualquier momento, la nave podría requerir aún más de los cuerpos agotados que la mantenían funcionando. Cada vibración en las paredes recordaba a los esclavos su lugar en la jerarquía; un simple movimiento del Imperio y sus vidas, insignificantes en comparación con las grandes batallas y decisiones de los generales, podían terminar sin previo aviso.

Rivon se levantó lentamente, sintiendo el frío del suelo metálico adherido a su piel. No había mantas, solo la ropa rota que cubría su cuerpo y lo mantenía apenas caliente. Cada mañana era igual: su cuerpo, apenas descansado, sentía el dolor acumulado de semanas de trabajo sin tregua. A su lado, Korran, su padre, ya estaba despierto, ajustando los harapos que usaba como ropa. Aunque apenas había espacio en el compartimiento, Lyra, su madre, revisaba las pocas pertenencias que les quedaban con la mirada fija y vacía, mientras Sera, su hermana, apenas levantaba la cabeza de sus brazos cruzados, aún sumida en un silencio que se había vuelto tan habitual como respirar.

El aire en la nave era pesado. Parecía que cada respiración costaba más que la anterior. Las luces parpadeaban de manera errática, proyectando sombras distorsionadas en las paredes corroídas por la humedad y el mal mantenimiento. El zumbido de los sistemas de soporte vital apenas era audible, pero estaba allí, como una constante, alimentando la maquinaria de la Veritas Imperii, una nave diseñada para la guerra y para la muerte. Los esclavos, como Rivon, eran solo parte de esa maquinaria. Nunca se había visto como un ser humano completo desde que podía recordar. Para el Imperio, no era más que una herramienta, una pieza reemplazable que seguía funcionando hasta que se rompiera.

Salió del compartimiento, ignorando el dolor en su espalda y piernas, que se había vuelto una parte más de su existencia. Los pasillos de los niveles inferiores de la nave eran fríos, oscuros, y olían a metal quemado y aceite. Los conductos que recorrían las paredes soltaban vapor de vez en cuando, recordándole que, en cualquier momento, las viejas tuberías de la nave podían fallar. A nadie le importaría si eso significaba que un esclavo quedaba atrapado en una fuga tóxica. Rivon había visto morir a compañeros por accidentes con maquinaria y nunca se mencionaba nada al respecto. Los esclavos eran simples sombras que podían desaparecer sin dejar rastro.

Al llegar a su destino, las cámaras de reciclaje, Rivon se preparó mentalmente para lo que le esperaba. Las cámaras eran el corazón del trabajo sucio de la nave. Aquí, los cuerpos destrozados de soldados, los residuos biológicos de las batallas y las sobras de lo que el Imperio ya no necesitaba eran incinerados. Era su trabajo y el de otros esclavos mover esos restos, asegurarse de que nada quedara fuera del proceso de eliminación. Los despojos eran su vida. Un ciclo eterno de mover muerte y limpiar lo que quedaba.

Thorin ya estaba allí cuando Rivon llegó. El aire estaba impregnado del olor a carne quemada y metal fundido. Thorin, con su corpulento cuerpo, arrastraba un saco lleno de lo que alguna vez fueron cuerpos hacia uno de los incineradores. Su rostro estaba cubierto de sudor, y sus ojos, duros y vacíos, reflejaban la monotonía de su existencia.

— Otro día en el infierno — murmuró Thorin, mientras soltaba el saco y lo arrojaba sin esfuerzo a las llamas.

El calor que emanaba de los incineradores era sofocante. Rivon sintió cómo el sudor se acumulaba rápidamente en su frente. Las llamas consumían todo lo que tocaban con un crujido que no solo era el del metal fundiéndose, sino también el de los huesos humanos desintegrándose. Había aprendido a no pensar en los cuerpos como personas. Para sobrevivir, debía deshumanizarlos. Eran solo otro tipo de residuo, una tarea más que cumplir antes de que llegara la siguiente.

Thorin no lo miró mientras continuaba su trabajo, y Rivon, sin decir una palabra, comenzó el suyo. Movió los cuerpos de los esclavos muertos, aquellos que habían sucumbido a las duras condiciones de la nave o que habían sido ejecutados por errores. Algunos cuerpos estaban en mejores condiciones que otros, pero todos compartían el mismo destino: las llamas.

Mientras arrastraba otro saco hacia el incinerador, el sudor caía por su frente y sus manos resbalaban en la tela desgastada del saco. El olor a carne quemada se impregnaba en su piel, en su ropa, en todo lo que tocaba. Había días en que parecía que el olor nunca desaparecería, pero no tenía opción. Era su vida. Era la vida de todos los esclavos.

El ciclo de muerte, incineración y reciclaje era lo único constante en su existencia. A veces, se permitía soñar con un mundo donde el sol brillaba sobre su piel, un lugar donde podía caminar libremente. Pero esos sueños eran cortos. Sabía que eran ilusiones, fantasías que solo prolongaban su sufrimiento. La realidad era que no había escape, no había salvación. Los esclavos no vivían, solo existían hasta que dejaban de ser útiles.

Tras horas de trabajo, las cámaras de reciclaje aún estaban llenas. No importaba cuántos cuerpos movieran, siempre había más. La guerra contra los Zhal'khan había dejado su marca en la Veritas Imperii y en su tripulación. Pero mientras los soldados descansaban y recuperaban fuerzas para la siguiente batalla, los esclavos, como Rivon, continuaban su labor sin fin, asegurándose de que los restos del conflicto fueran eliminados antes de que comenzara el siguiente.

Rivon limpió el sudor de su frente con el antebrazo, ignorando el dolor en sus músculos y el picor de su piel abrasada por el calor. Sabía que su trabajo aún no había terminado, y aunque su cuerpo pedía descanso, su mente estaba entrenada para seguir. En la Veritas Imperii, no había lugar para la debilidad. Los que caían eran reemplazados rápidamente, y Rivon no quería ser uno de ellos.

Mientras arrastraba otro saco hacia el incinerador, una voz resonó en los altavoces. El tono era frío, mecánico, sin rastro de emoción:

— Todos los esclavos asignados a las cámaras de reciclaje, diríjanse a los almacenes de suministros. La carga para las tropas de la Mano Caelum Ultor debe ser completada inmediatamente.

El estómago de Rivon se contrajo ligeramente. Sabía lo que eso significaba: más trabajo. Las tropas de la Mano Caelum Ultor estaban preparándose para una nueva ofensiva, y los esclavos serían responsables de asegurarse de que los suministros estuvieran listos para ser transportados a los soldados. Para los esclavos, eso significaba horas adicionales de trabajo bajo la constante vigilancia de los Custos Automa, los robots de vigilancia que patrullaban los corredores de la nave sin descanso.

Thorin soltó un gruñido mientras dejaba caer el último saco al incinerador.

— Siempre es lo mismo. Nos matan con el trabajo, y cuando ya no podemos más, simplemente nos reemplazan. — dijo, sacudiendo la cabeza antes de girarse hacia Rivon. — Vamos. Antes de que decidan que no somos lo suficientemente rápidos.

Rivon asintió en silencio. Sabía que Thorin tenía razón. En la Veritas Imperii, no había lugar para los lentos o los débiles. Cualquier signo de flaqueza era una sentencia de muerte. Y para los esclavos, la muerte no era heroica ni gloriosa, como lo era para los soldados. Simplemente desaparecían, sus cuerpos incinerados junto a los desechos de la guerra, sin dejar rastro ni memoria.

Mientras se dirigían hacia los almacenes de suministros, el ambiente en la nave se sentía más pesado que de costumbre. El sonido constante de las turbinas y el traqueteo de las armas siendo preparadas por los soldados ascendidos resonaba en los pasillos, creando una sinfonía de preparación bélica que a Rivon le resultaba tan familiar como el latido de su propio corazón. Sabía que la nave estaba preparándose para algo grande, aunque eso solo significara más trabajo y más sufrimiento para él.

Al llegar a los almacenes, Rivon se unió al grupo de esclavos que ya estaba cargando cajas de raciones y armamento en los contenedores designados para las tropas.

Rivon se unió al grupo de esclavos que ya trabajaba en los almacenes. Las cajas de raciones y equipo militar eran pesadas, y el ritmo de trabajo era constante, pero nadie decía una palabra. Cada uno de ellos sabía que no había descanso ni tregua mientras los Custos Automa y los soldados vigilaban de cerca. Las órdenes eran claras: los suministros debían estar listos para las tropas de la Mano Caelum Ultor antes de que comenzara el próximo despliegue.

Mientras movía una caja hacia uno de los contenedores, Rivon escuchó a los soldados hablar entre ellos. Los esclavos no tenían permitido participar en esas conversaciones, pero los legionarios no se molestaban en bajar la voz.

Draxos es una trampa — murmuró uno de los soldados mientras ajustaba su equipo. — Los informes dicen que la superficie está llena de túneles y trampas dejadas por los Zhal'khan. Va a ser un baño de sangre.

Su compañero soltó una risa seca y amargada.

— Lo será para los que no estén preparados. Pero los nuestros saben lo que hacen. Solo quiero que nos den un descanso cuando volvamos. Apenas he tenido tiempo para algo de diversión últimamente.

Rivon, sin dejar de mover las cajas, escuchaba esas palabras sin darle demasiada importancia. Había oído esas mismas conversaciones muchas veces antes. Para los soldados, la guerra era solo una parte más de su vida, pero la diversión y el placer también lo eran. Las esclavas a bordo de la Veritas Imperii eran usadas de vez en cuando por los soldados para satisfacer sus deseos, y nadie lo veía como algo fuera de lo común. Las mujeres no tenían otra opción, y los esclavos, como Rivon, no podían hacer nada al respecto.

Mientras seguía trabajando, vio cómo uno de los soldados apartaba a Maela, una de las esclavas más viejas, hacia una esquina oscura del almacén. No hubo intercambio de palabras, solo una mirada que dejaba claro lo que iba a suceder. Nadie reaccionó. Para los esclavos, era parte de su día a día, algo tan normal como el cansancio o el hambre. Rivon ni siquiera desvió la mirada. No sentía nada al respecto, porque simplemente era otra realidad en la Veritas Imperii. Sabía que las esclavas eran usadas por los soldados cuando lo deseaban, y aunque no ocurría a diario, sucedía lo suficiente como para que nadie lo cuestionara.

Thorin, que estaba levantando una caja cercana, observaba la escena con la misma indiferencia que Rivon. Sabían que era parte del ciclo de abuso en la nave, un ciclo que ninguno de ellos podía romper.

— Sigamos trabajando — murmuró Thorin, con su voz áspera. — Hay mucho que hacer, y no quiero ser yo quien se quede atrás.

Rivon asintió en silencio. Sabía que Thorin tenía razón. Los esclavos que no cumplían con sus tareas eran castigados sin piedad. El Imperio no mostraba compasión, y cualquier debilidad era motivo suficiente para ser reemplazado. Los Custos Automa patrullaban incansablemente, y cada movimiento era observado y juzgado. No había lugar para el error, ni tiempo para la distracción.

A medida que el trabajo continuaba, Rivon se concentró en las cajas que seguía moviendo. La nave vibraba levemente con el ruido de las turbinas que mantenían la Veritas Imperii en órbita, y el sonido de las armas siendo preparadas por los soldados resonaba en el fondo. Los esclavos seguían trabajando en silencio, sus cuerpos moviéndose mecánicamente, entrenados para ignorar todo lo que no fuera su tarea.

Cuando el turno finalmente terminó, los esclavos fueron liberados para regresar a sus compartimientos. Maela volvió a su lugar de trabajo sin decir una palabra, su rostro endurecido por la experiencia. Nadie la miró de forma distinta; sabían que su vida continuaría igual que antes. Para Rivon y los demás, el día solo había sido otra repetición del ciclo interminable de trabajo, abuso y sufrimiento que definía su existencia a bordo de la nave.

De vuelta en su pequeño compartimiento, Rivon se dejó caer en el suelo, exhausto. Su madre, Lyra, limpiaba el espacio, mientras Korran permanecía en silencio, sentado en una esquina, con la mirada perdida. Sera, agotada, se tumbó en el suelo sin decir nada. El silencio lo llenaba todo, pero no era incómodo. Era simplemente el resultado de una vida en la que ya no había lugar para palabras innecesarias.

Rivon cerró los ojos por un momento, sabiendo que mañana sería igual. No había esperanza en su vida, solo el trabajo y la fatiga que lo acompañaban día tras día. La Veritas Imperii continuaría su curso, y él seguiría sirviendo, sin cambios, sin esperanzas.

El compartimiento donde Rivon y su familia descansaban estaba lleno de un silencio sofocante, roto solo por el suave zumbido de los sistemas de soporte vital de la nave. El agotamiento físico lo mantenía a él y a los demás atrapados en una especie de letargo, sin energía para hablar o siquiera pensar demasiado. Había aprendido, con el tiempo, que el descanso nunca era suficiente. El ciclo de trabajo y servidumbre era implacable, y las pocas horas de descanso solo aliviaban temporalmente el sufrimiento.

Fuera del compartimiento, los pasos pesados de los soldados Ascendidos resonaban en los pasillos, mientras se preparaban para el despliegue en Draxos. Las armaduras tecnológicas crujían bajo el peso de las armas que llevaban, y las luces intermitentes proyectaban sombras alargadas que se movían al ritmo de sus pasos. Rivon, aunque físicamente agotado, aún sentía la presión psicológica de la presencia de los soldados. No podía ignorar su poder, ni la fragilidad de su propia existencia en comparación con ellos.

De repente, un fuerte golpeteo en la puerta del compartimiento rompió el silencio. Korran levantó la cabeza lentamente, y con un gesto resignado, se levantó para abrirla. Al otro lado, un soldado de la Mano Caelum Ultor estaba de pie, su imponente figura llenando el umbral de la puerta. Sus ojos, ocultos bajo el casco, parecían inspeccionar el lugar con indiferencia.

Sera — dijo el soldado con una voz firme y sin emoción. — Ven conmigo.

Rivon sintió cómo la tensión llenaba el aire, pero nadie dijo nada. Sera, su hermana, se levantó con lentitud, sin hacer preguntas. Todos sabían lo que significaba. No era la primera vez que uno de los soldados la reclamaba, y sabía que resistirse solo traería consecuencias más dolorosas. Rivon evitó mirarla a los ojos mientras ella caminaba hacia la puerta.

— Cumple con tu deber, y regresarás rápido — fue lo único que el soldado dijo antes de girarse y comenzar a caminar por el pasillo, sin esperar respuesta.

Sera lo siguió en silencio, sus pasos apenas audibles en comparación con el pesado crujido de la armadura del soldado. La puerta se cerró detrás de ellos, dejando a Rivon, a su madre, y a su padre en el silencio sofocante del compartimiento. Ninguno de los tres dijo una palabra. Sabían que no había nada que pudieran hacer, y cualquier intento de intervenir solo los pondría en peligro a ellos también.

Las relaciones sexuales entre los soldados y las esclavas eran algo que ocurría de vez en cuando, y aunque el abuso no era una constante diaria, sucedía lo suficiente como para que ya no sorprendiera a nadie. Para Rivon, era una parte más de la vida a bordo de la Veritas Imperii, algo que había aceptado con una frialdad que le permitía continuar sin quebrarse emocionalmente. Sabía que su hermana volvería, eventualmente, igual que siempre. Las heridas emocionales no se mostraban en la superficie, pero en su interior, esas experiencias dejaban marcas invisibles en los esclavos.

El zumbido constante de la nave continuaba, llenando el vacío de sonido que había dejado la marcha de Sera. Rivon cerró los ojos, intentando bloquear el ruido y el dolor físico que lo acompañaba siempre. Sabía que pronto sería llamado nuevamente para cumplir con sus deberes, pero esos momentos de calma, aunque breves, eran lo único que podía considerar un descanso.

El tiempo pasó lentamente, y después de lo que pareció una eternidad, Sera regresó al compartimiento. Entró en silencio, como si nada hubiera sucedido. Su rostro no mostraba expresión alguna, y sus ojos estaban vacíos de emoción. Se tumbó en el suelo, sin decir una palabra, y cerró los ojos, intentando dormir. Nadie preguntó nada. Era una rutina a la que todos se habían acostumbrado.

Los esclavos a bordo de la Veritas Imperii sabían que el abuso, el trabajo agotador y la muerte siempre estaban presentes. Sus vidas no tenían esperanza ni futuro. Solo existían para servir, y cualquier atisbo de resistencia o rechazo era aplastado sin piedad. Para Sera, para Rivon, y para todos los esclavos de la nave, el sufrimiento era tan constante como el aire que respiraban.

Cuando las luces parpadearon, señalando el inicio del próximo ciclo de trabajo, Rivon se levantó lentamente del suelo. Sabía que el día no había terminado. Los soldados se estaban preparando para desplegarse en Draxos, y eso significaba más trabajo para él y los demás esclavos. Las armas debían ser transportadas, los suministros asegurados, y cualquier error sería castigado de inmediato.

Rivon salió del compartimiento, sus pasos pesados resonando en el pasillo mientras se dirigía hacia los almacenes de suministros. El aire seguía siendo denso y viciado, como siempre, pero ya no lo notaba. Estaba demasiado acostumbrado al entorno para que algo tan simple como la falta de aire fresco lo perturbara.

En los almacenes, el ambiente era frenético. Los soldados Ascendidos revisaban sus armas y preparaban los vehículos de asalto que pronto serían lanzados a la superficie de Draxos. Mientras tanto, los esclavos, como Rivon, movían cajas de suministros de un lado a otro, asegurándose de que todo estuviera listo antes de la salida de las tropas. Los Custos Automa, con su vigilancia constante, observaban cada movimiento, listos para intervenir si algo salía mal.

Rivon apenas intercambió palabras con los otros esclavos mientras trabajaban. Todos sabían lo que tenían que hacer, y cualquier distracción solo significaba perder tiempo y aumentar el riesgo de un castigo. Mientras movía una caja pesada hacia el área de carga, uno de los soldados ascendidos pasó junto a él, su armadura negra brillando bajo las luces tenues del almacén. Rivon ni siquiera lo miró; sabía que los soldados no prestaban atención a los esclavos a menos que cometieran un error.

— Prepárate para moverte rápido cuando lleguemos a Draxos — escuchó que uno de los soldados le decía a otro. — No sabemos qué nos espera en la superficie, pero las órdenes son claras: limpieza total. Nada debe quedar en pie.

El soldado que escuchaba asintió, ajustando su arma con una precisión mecánica.

Rivon, concentrado en su trabajo, se dio cuenta de que Draxos representaba una nueva ola de violencia, pero no era su preocupación. Su mundo era la Veritas Imperii, y sabía que no pisaría la superficie del planeta. Su trabajo era cargar las armas que otros usarían para matar. Su vida estaba definida por ese ciclo, y no había manera de escapar de él.

Cuando las últimas cajas fueron cargadas, los esclavos fueron liberados para regresar a sus compartimientos. Rivon, agotado, sabía que el descanso sería breve. Pronto serían llamados de nuevo para limpiar los restos de lo que los soldados dejaran atrás. En la Veritas Imperii, el trabajo nunca terminaba, y el sufrimiento era la única constante.

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