—Probablemente deberías dejar de beber ahora —le dijo Rayven.
No, no debería. Sentía que el vino no le ayudaba a relajarse. Aún estaba tenso. Aún percibía su fragancia y podía oír su charla y risa desde arriba. Había intentado encontrar excusas para irse, pero Rayven sabría que era solo eso. Todo en el mundo podía esperar por el momento, a menos que hubiera guerra tocando a su puerta. Y no la había. Sería tonto esperarlo solo para escapar de una mujer.
La sirvienta de Angélica comenzó a servir la mesa y su marido, el sirviente, vino a ayudar por un rato. Ella lo regañó por algo y él le lanzó una mirada suplicante. Pobres hombres. Así es como se vuelven con las mujeres. Completamente indefensos y a su merced.
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