Lucsus pensaba que, desde niño, siempre soñó con viajar por el mundo, conocerlo, aprender idiomas, ver las obras de arte e incluso probar las exquisiteces del mundo culinario. Por lo menos, una se había cumplido: había llegado al país de los exiliados. Tiene mucho que conocer y aprender, pero, por lo pronto, necesita un trabajo.
Al parecer, a estas tierras solo vienen los que no les va bien en su país natal o los que son perseguidos por la ley. Parece ser un país muy acogedor. Lo sé porque, cuando tramitábamos la visa, mi hermano y yo, la persona que nos dio la visa, sin nosotros haber dicho algo contundente sobre nuestra situación actual, ella, de alguna manera, sintió que estábamos en graves problemas económicos y emocionales.
Llamó a su compañero y le dijo:
—¿Tenemos para imprimirles la visa ahora mismo? ¿O tendrán que esperar unos minutos? —preguntó muy amablemente la chica.
El joven, muy amable, dijo:
—Sí, tenemos para dársela en unos minutos.
La chica me impresionó. Yo no esperaba que hubiese una persona que pudiese simpatizar tanto. Y lágrimas, por primera vez, surgieron de mis ojos delante de una persona sin yo poder controlarlas.
Intenté justificar que eran por mis traumas: padre, madre, situación económica, porque no entendía el por qué lloraba tan impulsivamente al solo hablar de mi vida y sentir el recibir la ayuda me abrumó. La pura verdad es que mi reacción fue porque no esperé tanta simpatía y amabilidad de la chica que me dijo:
—No te preocupes, todo saldrá bien.
Eso quedaría grabado en mí como un rastro de la verdadera simpatía de las personas.
(A las personas que corrían con suerte les daban hasta 1 mes para entregarles la visa, y hasta más tiempo. A nosotros, el mismo día y en el acto). Esta persona, esa mujer, es capaz de ver el corazón de los demás, y le estoy agradecido, no por la visa, sino por hacerme entender un poco más qué es la simpatía.
Lucsus se reencontró con su madre e igual su hermano.
—Empecé a trabajar y quedé estupefacto de la gran cantidad de personas que hacían trabajos tan extraños y les producía dinero. Había una persona que, por tocar un botón cada cierto tiempo, le pagaban más del sueldo mínimo. Cada 2 minutos tenía que apretar un botón para que el semáforo cambiara de color, y dos más para volverlo a cambiar: rojo y verde.
—¿Realmente eso no está automatizado? Desde donde vengo, eso es automático, no manual —fui a preguntarle para ver si en otro semáforo necesitaban personal, y me dijo:
—Puta, tienes que meter currículum.
Lucsus podía entender que le dieran una inducción, pero ¿currículum para apretar un botón? No era algo que Lucsus entendiera. Y para completar, el currículum era por internet.
—Este mundo es muy gracioso —pensaba Lucsus mientras se reía—. Quizás todos somos ranas en un pozo, pero esto me hace entender que cosas que hacemos en un país, para las otras partes son absurdas, y viceversa.
Días después, Lucsus consigue un nuevo trabajo en algún lugar remoto que no sabe ni cómo llegar. Una persona rechazó el trabajo, y Lucsus se ofreció.