webnovel

La salida de la ciudad. Cuestiones de familia.

La salida de la ciudad. Cuestiones de familia.

Las costumbres moldan a las personas

y corrompen la libertad…

Por la rua Garret cruzo hasta llegar a Rua Novo de Almada. La sin- fonía de la guitarra me acompaña. Será nuevamente agradable en cuanto llegue a la Argentina estar en aquellos caminos. Me he acos- tumbrado a las calles de Lisboa. A sus ambiguas curvas y diagonales. A los relieves desacertados de piedras. El castillo de Sao Jorge. El im- ponente leviatán. Recuerdo que allá no hay castillos, solo fachadas al estilo francés y en la provincia de Córdoba, más ciertamente en su capital, ruinas de los jesuitas que vinieron desde la península ibérica con una Biblia bajo el brazo y la palabra de Dios dando a entender que el culto de los equinoccios, solsticios o ceremonias lunares ya no era necesario. La madre tierra por excelencia, la Pachamama, en el norte argentino diaguita, aimara, etcétera, tuvo el mismo ocaso, ya no sería la protectora de la tierra, podía jubilarse. Junto a estas aberraciones de etnocidio vinieron otros amigos: la viruela, sarampión, gripes. Eran nuevos habitantes que como se verá no podían coexistir junto a los nativos de la Argentina. Fueran querandíes, o como les decían los es- pañoles, pampas, ranqueles, comechingones o tehuelches. No sé por qué, creo que debe ser importante este tipo de información. ¡Algo me dice que sí! Debo recopilarla sobre el asunto si quiero tener un panorama amplio. Un libro de las notas de Thomas Faulkner, un je- suita inglés que supo estudiar las culturas. Si recuerdo bien, los había clasificado en grupos. Los het, como nombre oficial de nómades de la pampa y la Patagonia. Los taluhet en la provincia de San Luis, y el cen- tro de Santa Fe. Los diuihet o querandíes, los que posiblemente sean ascendientes míos que habitaban Buenos Aires y Santa Fe. Los che-

chehet, Río Colorado y Río Negro de la provincia de Buenos Aires. Los tehuelhet en toda la Patagonia y selk´nam en Tierra del Fuego (una joven provincia en los confines del mundo, allá muy al sur). Esta clasificación es una de las primeras. Como se sabe las extensas tierras del país tienen infinidad de estos pueblos originarios. Rosas siempre trataba con pactos de paz con los caciques ranqueles, y los borogas. Él sí que era un tipo inteligente en asuntos de negocios (con el cacique Cañiuquir) y le había otorgado a Quiroga en principio la titularidad de la campaña del desierto que por su enfermedad reumática no pudo aprovechar. Qué extraño, ¿no? Que la historia del mundo sea sobre la base de conquistas. La Argentina de ese entonces eliminaba pueblos nativos. Los pueblos nativos que se eliminan entre ellos. Los romanos contra latinos y etruscos, y luego contra galos, britanos, iberos, lusi- tanos, aquí y otros tantos. ¿Qué mundo es eso? Una conquista. Basta de meditar sobre naciones existentes en la Argentina, tengo hambre, es casi de noche. La música de fado con su melodía de guitarra ha quedado atrás.

Ya estoy llegando a mi morada, me topo con Rodolfo que viene de la calle de enfrente con una campera cerrada en pleno verano. En su pecho parece que una extremidad se le nota en el busto derecho. Como una protuberancia. Algo un tanto raro.

—Hijo, ¿cómo estás?... ¿de dónde vienes? -le pronunció con todo de misterio -uniendo las cejas de una cara en una faceta de interrogación

—¡Vengo de la casa de Joao!

—¡Bien! -sigo con mi indagación explícita del asunto.

—¿Qué estuvieron haciendo?

—Escuchamos música y luego fuimos por la rambla del Tajo, padre.

—Hijo, ¿qué tenés ahí dentro de la campera?

—¿Qué? -ladea la cabeza con los ojos mirando hacia otro lado.

Se puso un tanto nervioso. Alguna gota caía de su frente como un testigo en pleno juicio sin saber qué responder luego de una pregunta capciosa. Inmediatamente me puse a palpar su pecho con la mano. Sentía un bulto del otro lado de aquella prenda.

—¿A ver, hijo, qué tenés guardado?

—¡Nada, pa!, ¡nada!

—¡Abrí el cierre! ¡Quieres!

El infante toma con su mano el cierre desde el comienzo y lo baja cui- dadosamente. Dentro de él, se encuentra una revista. Tomo con mi mano el ejemplar. La tapa de una modelo desnuda. De nombre Íngrid, una mu- jer voluptuosa de origen ruso, mostrando sus atributos como quien no quiere la cosa. Abro la primera página y ella hace su aparición sexual.

—¡Hijo!, ¡no me parece que tengas que tener esto! -trato de ser pa- ciente, sé que es un niño que está por ingresar en la adolescencia, siendo un inocente crío, y es normal en un joven que la libido se dispare antes de tiempo ante una señorita de buenos encantos, sobre todo el trasero.

—¡No!, ¡pa!

—¿Dónde lo conseguiste?

—¡Es de Joao!

Respiré hondo, con un gesto de enfado. La verdad como padre es- toy chapado a la antigua y carezco de ese sentimiento de amigo cordial que habla con su hijo, por lo que no sabía cómo tratarlo, como tampo- co a Milagros. Nuestra relación, como le comenté a don José, se estaba desgastando. Ya no sentíamos la pasión de dos enamorados. Éramos compañeros. Está bien que a cierta edad uno muda hábitos maritales y ser cónyuge en estos tiempos requiere estar al día con todas las mañas del enamoramiento; no obstante, se me habían acabado las ideas. Y cuando ya no hay ideas se avecina el fin. Tampoco como padre. Tenía mucho que aprender todavía.

—¡Mira, entra!, ¡mira si te ve tu madre con esto! -le dije y me quedé con la revista.

—¡Bueno! -mira al suelo el arrepentido con un color rojo. Muy co- lorado de la vergüenza de que su padre lo agarre con las manos en la masa con una revista pornográfica.

—¿Qué vas a hacer?'

—La voy a guardar. Si tu madre la ve es muy probable que grite a los dioses, ¡con lo religiosa que se puso últimamente!

Rodolfo asiente con una mirada suspicaz. Coloco la llave de la puerta de la casa en la cerradura y doy una vuelta. Primero ingresa mi hijo, luego quien cuenta. Tomo la precaución de que no me vea Milagros. Me iba a guardar el ejemplar. Qué mujer, ¡por Dios!, luego se la voy a pasar a don José. Claro está, y no hace falta ser un adivino de lo paranormal que si mi mujer la encuentra voy a recibir el cas- tigo eterno y la bendición del tirano lúgubre del averno. Mejor será archivarla dentro de la biblioteca por el momento. Y digo momento porque no va a durar mucho encerrada. Es arte que debe ser admira- do. Y no podemos restringir nuestros impulsos en nombre de nuestro público que al mencionárselo se impacientará. Milagros se encuentra en la cocina preparando un exquisito plato de cocido a la portuguesa, cuyos ingredientes no básicos y de algo tan simple pueden convertirse en manjar. Carne de res, pollo, cerdo y chorizos, luego de preparada la cocción de ellos (la carne se cocina con muy poca grasa a presión, cuyo caldo se reserva para el arroz), en una cacerola se colocan frijoles, garbanzos, patatas, nabo, repollo y arroz. No hay nada más saludable y puede asegurarse una extensa vida. Milagros sobre todas las cosas pre- paraba con suma vehemencia. Es una pasión para ella, tanto la cocina como las flores. Siempre discutimos el hecho de por qué no estudiar cocina, ¡que tanto le encanta! Ella es muy reticente a modificar su es- tilo de vida. Entre tanto, prepara la cena, El menor se encierra en su cuarto, guardo minuciosamente el elemento picaresco de los adultos en la biblioteca y comienzo a separar algunos fascículos de historia argentina de la época. Un libro de tribus indígenas polvorientas que no he leído desde los tiempos de mi nacimiento, y con ello estoy sien- do bastante perspicaz e insigne en que ni siquiera cuando escape de la caverna de mi madre he leído ese libro. La comida está en plena preparación. Milagros comienza a realizar unas notas para los pedidos en su negocio. Básicamente hay ciertas temporadas y festividades en las cuales debe encargar con mayor precisión las tandas de flores con- forme el día. San Valentín siempre ha sido una festividad para regalar rosas. Las petunias para determinados momentos como el de hombre

enamorado que algo debe llevarle a una chica en una primera cita y nunca deben faltar las calas ante una desgracia del caído que se va a la tierra con algunas flores.

Se encuentra bastante concentrada en sus tareas. Como de costum- bre me acerco a la cocina a ver si precisa ayuda. Con la cabeza gacha sin mirarme, me hace un gesto con el dedo índice de un no rotundo, y es que las últimas veces quemé sin querer un repasador, no supe batir unos huevos y el colmo de colmos fue romper un juego de platos de su madre. Mi suegra suele ser más apacible, y no explotar como un volcán. Por tal motivo tengo prohibido el ingreso solo si se me autoriza. Uno no nace para la cocina. En años podía haber adquirido, no el don sino las enseñanzas de mi flor; sin embargo, como he dicho, la comunica- ción entre ambos ha quedado en algunas charlas laborales, algunos be- sos, sexo esporádico y todo por culpa del tiempo. Y el tiempo me refuta indicándome a mí mismo cuando me observo en el espejo que algo he perdido en los años que ha desgastado la relación y tengo una indis- pensable tarea que será recuperar ese amor enterrado bajo el paupérri- mo fondo de la soledad. Así será. Termino de catalogar. Cinco libros solamente para no hacer un viaje con equipaje aparatoso. El peso extra siempre es una complicación. Milagros no tiene ese inconveniente, in- cluso ninguna mujer lo tiene. Pueden transportar varias tandas para unos pocos días. Nunca se sabe qué atuendo hay para la ocasión, noso- tros, los hombres, unas mudas de ropa y podemos estar meses como un dibujo animado. Nunca mudan de ropa y en relación con chucherías cinco libros están bien. Ella, calculo que tendrá que llevar sus cosméti- cos que yacen en gran parte de un mueble colapsado de ellos y zapatos. Por el amor de Dios espero que lleve solos cuatro pares y nada más. La comida ya casi esta lista. Milagros llama con un grito a Rodolfo.

—Linda, ¿voy a poner la mesa?

—¡Sí, amor, pero con cuidado!

—¡Bueno!

Rodolfo baja las escaleras muy tranquilamente. Mientras coloco el mantel. Lo miro como pensando si no tendrá otra revista obscena,

vaya a saber uno. Coloco plato por plato, cubierto por cubierto. Los libros, que están en una punta de la mesa rectangular, le pido a mi hijo que los ponga arriba de un aparador. Él va muy despacio y sin apuro. Me hace rememorar mi juventud en esa edad en la cual todo me era un empréstito imposible debido a la fatiga mental y desgano sin sentido de querer dormir todo el día. Ahora coloco los vasos. Ellos parecen comunicarse con los cubiertos. Es hora, amigos, de cortar y darles de cenar a estas personas. Los vasos se burlan y disfrutan de ello, por las palabras de un tenedor. Y acuden a la gracia con sinuosa elegancia, y ríen cuando coloco vino en ellos, salvo el de Rodolfo. Está prohibido en todas las circunstancias que toque mi mueble de vitrina especial de licores y vinos importados. Y le he dicho, no tiene sentido arriesgar tu reino por ellos. La vida es muy preciada, no vale la pena que toques mi mueble. No obstante, no hay rebeldía que valga aplacar. Una vez abrió la puerta de vidrio, pero luego se arrepintió. Me di cuenta del asunto cuando escuché el chirrido de la perilla al girarse. Sin duda somos tal cual, aunque la anarquía tiene un límite, y él lo sabe bien.

Con la mesa lista. Los vasos recibieron el elixir de mi parte. Previa- mente tomé el sacacorchos, y lentamente lo giré hasta dar justo con el centro del tapón un lance de muñeca, y salió disparado con todo y aparato. Lo olfateé, me gusta mencionar esa palabra más que oler. Y luego lo deposité en el vaso regocijante y coloqué un poco en el vaso de Milagros. Rodolfo tomaba jugo. Mi mujer trae la bandeja con la cena lista y con un cucharón la coloca primero en el plato de mi hijo y luego en el mío y por último en el de ella.

Comenzamos el fetiche propio de la cena. Milagros me comentaba que una de sus amigas quería algunos presentes de la Argentina, y yo asentía para no abrir la boca con la comida dentro. No era de buen gusto.

—Linda, estaba pensando. ¿Ustedes quieren pasar por Buenos Ai- res previamente y venir los últimos días que nos quedemos a Córdoba?

—No creo, ¿por qué lo dices?

—Para saber si ustedes estarán más cómodos. Estaré ocupado con mi investigación.

—No hay problema, nosotros podemos divertirnos y distraernos.

¿A tu hermana no pasarás a verla?

—Podría ser, pero no tendré tiempo, quiero encontrarme con Ro- drigo lo antes posible.

—¿Para qué?

—¡Es mi amigo! ¡Hace ya tiempo que no nos vemos!

—¡Sí!, lo comprendo, ¿pero a qué viene tanto apuro?

Rodolfo masticaba, y yo que pensaba cómo decirle a mi mujer que aparte de ir a realizar un estudio para el trabajo iba en busca de un fantasma. Bastante pude convencerla en su escepticismo sobre Fer- nando Pessoa.

—¡Como gustes!, de todas maneras, no estaremos mucho en Bue- nos Aires, tan solo dos días y luego te buscaremos en Córdoba. O mejor nos quedamos en Buenos Aires.

—¡Perfecto!, ¡como gustes!

—¿Y tu investigación tiene que ver con algo paranormal? -Frunce el ceño Milagros.

—No sé por qué dices eso.

—¡Ja, ja! -No cambias más -me dice de manera irónica ella como mirando el techo y luego clavando la vista en la persona de mí.

—¿Y si fuera así?

—¡Nada!, pero me parece un tanto absurdo.

—¡Es lo que no captas!

—¡No preciso captar!, ¡ni interpretar nada!

—No vamos a discutir por un fantasma, ¿no? Habría mejores cosas y tampoco es que me estoy yendo a ver una amiga. ¡Es un amigo! De- jemos los celos de lado. ¡Por favor! ¡Flor! ¡Mirari!

—En algo tenemos que discutir, ja, ja -y ríe sanamente ya no con mali- cia, sino con veleidad-. Solo que me parece que este viaje es un viaje para ti y no para nosotros. Es otra cuestión que suma a tu egoísmo e indivi- dualismo -expresa tocándose la boca con sus dedos estirados tapándola.

—No es como dices. Ya te he mencionado. Es trabajo.

—¿Y por eso no venís previamente a Buenos Aires?

—¡Linda, por favor!

—Bien, no te preocupes. ¡Ve!, y ¡luego te buscaremos!

Hicimos un alto el fuego en aquella conversación y continuamos cenando. Tomé el vaso de vino alegre y de un trago di rienda suelta a un fondo completo bebiéndolo todo. Luego deposité el vaso, tomé la botella y la volví a llenar.

—¡Linda! ¡Sabes que es importante!

—Sí, perdona, es que me siento cansada, tal vez salir de Lisboa me ayude a cambiar el aire.

—¿Por qué?

—¿Rutina? ¿Agobio? ¡Aburrimiento!

Ella habla en cuanto apoya en la palma de su mano su mentón o barbilla con un gesto dubitativo, luego cierra el puño y el pulgar hacia afuera. Sin lugar a duda estaba indecisa. Es un típico gesto.

—Mira, todo tiene solución, ¡sí! -Era la única respuesta que se me ocurría.

—Sí, puede que tengas razón -continuaba con esa postura de la mano en la barbilla como queriendo tomar una decisión sin saber cuál será, sin saber qué es lo que busca y sin saber si la encontrará.

Aguardamos en silencio. El niño terminó de cenar y pidió permiso para ir a su cuarto. Al subir las escaleras lo miraba y le hice un gesto a milagros. ¡Está grande ya nuestro hijo! Y ella me miró con una leve sonrisa. Tomé la botella de vino. Siempre que algo ocurre o está mal en una situación una botella de vino es como una salvación. Un mensaje para aquel náufrago Alexander Selkirk , o un Robinson en una isla solitaria. La tomé y le serví a Milagros.

—¡No tanto, querido!

—¡Vamos, un poco más no te hará mal! Luego me serví en mi vaso.

—Brindemos -le dije.

—¿Por qué?

—Porque, aun a pesar de los años, a pesar de nuestros años, a pesar de todo, nos amamos. Seguimos juntos. Seamos compañeros. Te amo, mi bonita, como siempre te he amado

—¡Ja, ja! Nunca dejas de romper esa dulzura que te hace mi hom- bre especial.

Los vasos chocaron y nos dimos un beso, aunque creí que sería un solo beso, este continuó. Ella era once años más joven; no envejecía, y yo me sentía poderoso. Era el mismo Zeus en pleno olimpo con la mujer que amaba. Nos dimos varios de esos apasionados besos y la botella de vino por un momento fue feliz, los vasos se reían. El mío particularmen- te asentía con un gesto positivo. Era hora, mi amigo. Nos fuimos de la mano subiendo paulatinamente, mientras la abrazaba por atrás a nues- tro cuarto. Poco a poco las ropas fueron despojadas y nuestro instinto animal nos llevó a practicar esa esencia que llaman amor como cuando éramos unos jóvenes. Besé cada parte de su cuerpo, su vagina, sus senos y con el dedo índice marque una línea hasta el ombligo y una leve acaricia. Luego la tomé entre mis brazos y ella se introducía en mí. Mi miembro en su sexo y poco a poco éramos lo que fuimos y lo que deberíamos ser. La pasión duró lo que debió durar hasta quedarnos dormidos. Estába- mos realizados ambos y hacía tiempo que el fuego no se encendía, hoy lo encontramos nuevamente. Ahora ella descansa en mi pecho con su cabeza apoyada y su pelo (despeinado) rozando mi boca, con su perfu- me que nunca desde que nos conocimos he podido y podré olvidar. Era tal que si hoy cayera muerto mi sangre solo vertería aquel perfume. El olvido no existe cuando realmente se está enamorado, y perdura en la eternidad. La noche dió sus pasos a la mañana. Un sol naciente a las seis de un nuevo día de semana.

Ambos cuerpos ahora arrojados al exilio de una cama duermen plá- cidamente. Una mujer despierta y se incorpora. Medita unos instantes sentada mirando a la pared. Luego gira su cuello en unos grados y lo ve a aquel hombre de tantos años junto a ella. Todavía se siente un poco afligida por no dar toda esa energía que su compañero le brinda. Volverá nuevamente la mirada adelante y se para firme para caminar hasta el baño. Enciende la luz y se observa ella misma en el espejo. Largas ojeras de una mujer amanecida que ha tenido una noche en paz de puro amor y a la mañana siguiente cree que todo volverá a la

normalidad. Ahora se baja las bragas y se sienta en el retrete de color blanco crema para hacer sus necesidades fisiológicas propias del siste- ma anatómico humano.

Milagros termina su cometido, se levanta las bragas. Aun prosigue su sopesar en el asunto. Esta noche ha sido estupenda, ¿y después?

Después será mejor. Aunque hayan pasados milenios la bondad de los amantes sigue intacta desde el comienzo, pues es el destino que les ha se- llado aquel convenio. Esa unión entre los seres que permanecerán juntos por una eternidad.

Milagros se sintió rara. Esas palabras se crearon en una mente como de la nada. ¿Será que se está volviendo esquizofrénica? Sí que habían pasado años y angustias, pero no para un boleto al hospicio por in- sania. Estaba en Lisboa, recordaba, ¡y todo podía suceder! Recordó, pues, a Pessoa. Al poeta, el maestro, y supo de antemano que las histo- rias de Armando siempre han sido moneda corriente sobre aquel per- sonaje. Costaba entender a aquel hombre, pero no amarlo. Era pues cierto. Quizás la clave era un sentimiento que dentro de su marido ha- bitaba y era por fin la solución que ella precisaba para la comprensión.

Abrió la puerta del baño y se dirigió a la cama, quería aún continuar descansando con su marido. En adelante las penurias solo serían pasa- jeras. Lo abrazó por la espalda. Él todavía estaba sumido en un sueño profundo como un estado de hibernación, babeado como un nene pe- queño. Ella con su piel palpó el calor de su cuerpo y luego con su dedo del medio e índice tomó un poco de la saliva tibia que se hallaba en las comisuras de los labios. Era viscosa y suave. Luego en una línea como si fuera un río la pasó por su boca hasta llegar al cuello. Acto seguido la tomó para ella y se la pasó por las manos.

La esencia, la verdadera esencia del ser querido y amado, es sentir que un mísero fluido es parte de nosotros, por más que pertenezca a otro cuerpo, en alma pertenece a nosotros. Un solo indicio nos lleva a pensar que somos nosotros mismos.

Milagro lo descifró de modo lento. Era una conmoción extraña en todo su ser. La sensación de que aquella baba era propia y no. La emo-

ción de que el amor nunca se había retirado. Esas palabras que pres- intió eran ciertas. Nuevamente abandonó aquel juego y se abrazó a su marido desde la espalda por segunda vez, luego se soltó y luego por tercera vez y progresivamente con cierta notoriedad caía en un sueño profundo para ingresar dentro del mundo del hombre de su vida.

Con el calor de la ciudad de Lisboa, el sol penetraba por una venta- na. Ambos, mujer y hombre, se incorporaban. El día se prestaba para arrancarlo de la mejor manera posible. Rodolfo estaba en el living de- sayunando. La familia César era bastante independiente en ese senti- do. El chico no dependía de su padre y madre para con las actividades de la casa. Se le había enseñado bastante bien.

—¿Has dormido bien, amor? -pregunta Milagros.

—¡Sí!, de maravilla, linda. Tuve un sueño raro, mucho calor. Tú y yo estábamos en medio de una cueva, luego todo se vuelve borroso.

—¿Una cueva? ¡Ja, ja!, -qué romántico.

—¡Sí!, será, ¿no?, pero estaba oscuro, y hacía calor. Una cueva en medio de montañas. Cerros verdes. No sé. Era extraño.

—Son solo sueños. ¿Había arañas?

—¡No, por suerte!

Como siempre lo he dicho le temo a las arañas. Desde temprana edad. Seres impolutos de mirada fría que esperan con su tactilidad palpar las re- des cuando un desgraciado cae en sus mazmorras. Ocho ojos, ocho patas que a veces son peludas o no. Un redondel de traste y la máquina asesina más despiadada y paciente del mundo. Aguardando desde una madri- guera sea la especie que sea. Siempre las odié y las odiaré. O mejor dicho, siempre les tuve miedo y les tendré. Es un miedo al que debería un día vencer. El miedo que no nos impide realizar obstáculos. Por mi parte he vencido a mi araña, mas no siempre fue exitoso el encuentro. Todavía ten- go muchas arañas ahí escondidas observándome, pidiendo que me acer- que y las enfrente, y yo un poco cobarde me temo que relego esa empresa.

—Querido, ¿voy a ver qué se preparó para desayunar Rodolfo?

—¡Ve tranquila!, yo me voy al baño y luego a ponerme una muda de ropa nueva. ¿Ya está todo listo no?

—Sí, faltan algunas cosas por empacar para el viaje.

—¡Perfecto!

—¿El vuelo es para esta tarde?

—Sí, llegaremos al otro día a Buenos Aires, luego me iré para la provincia de Córdoba.

—¡Bien!, ¡voy a preparar lo que haga falta!

Milagros ya totalmente despierta se incorpora. Se dirige al baño nuevamente. Por mi parte mantengo la calma, continúo pensando en aquel sueño en esa cueva oscura. Estaba con Milagros. Todo era negro y una pequeña mínima luz se me hacía presente. Luego mucho calor y yo con el dedo índice apuntaba como un francotirador en el centro de aquella luz diminuta. Caminaba entonces hacia ella, pero nunca se hacía presente tras los pasos. Fue como no poder acercarme jamás. Milagros no soltaba mi mano. Éramos jóvenes, como cuando nos co- nocimos. No teníamos los años que ahora nos refleja el espejo y su realidad siniestra del paso del tiempo.

La luz nunca dejó de existir y nunca hemos llegado a ella. El calor cada vez era más penetrante hasta que el piso se abrió en llamas. Mila- gros gritaba del dolor al quemarse las plantas de los pies. Ambos está- bamos descalzos y por arte de magia desnudos con nuestros cuerpos ya explorados. Y las llamas del suelo nos consumían. El dolor, sí, ¡el dolor! Como una boca el suelo terminó de abrirse para engullir a esos dos seres y la luz no se atrevía a venir a nosotros y nosotros no podía- mos llegar a ella. Y todo se volvió más negro y desperté.

No me atreví a comentarle a veracidad plena de argumentos lo que el sueño importaba en mí. No quería que Mirari se asuste, o crea que nece- sito un chaleco de fuerza por lo orate de mis palabras. Al descender Mi- rari, turno siguiente fui hasta el baño y me puse unos jeans, una camisa y zapatillas. Luego bajé a desayunar. Mirari ya había puesto en la mesa la taza con café y azúcar. Mi hijo se encontraba leyendo una revista de ma- gazine, de esas que suele comprar Milagros. Estaba concentrado con los eventos deportivos. De pequeño lo he llevado a los estadios de fútbol. Fanático del Sporting de Lisboa, escuadra que había disputado un even-

to contra el Benfica. Aguerrido encuentro que terminó con dos goles del Sporting y con diez jugadores por la expulsión de su tres, defensor.

—¡Pa!, ¿podremos ir a algún partido allá en la Argentina?

—Hijo, ¡si hay tiempo! Podremos ir a ver a mi equipo favorito.

—¡Bien!, quiero ir a un estadio.

—Sí, ¡te va a encantar! Lamadrid juega muy bien. El último partido glorioso que asistí de ellos fue contra Excursionistas.

—¿Lamadrid?

—Sí, con mi padre solíamos ir cuando era adolescente. Era una sen- sación en el barrio, pues nació joven en los años cincuenta, y yo no tenía escuadra a la que seguir.

—¡Pero no lo conozco!

—Porque son equipos de otras categorías

—¡Milagros!, tú te acuerdas, ¿o no?

—De fútbol yo no hablo. Soy apasionada del Oporto ¡y no quiero comentar nada!

Las mujeres para el fútbol siempre tuvieron una especial manera de ver los partidos con fanatismo extremista. Milagros solía ir al estadio hasta que comenzamos a salir. Luego lo relegó por el amor mismo de una persona. Abandonó pues el amor a la camiseta.

—¡Pa! Pero los equipos de allá: ¿Boca, River, Estudiantes?

—¡No, hijo! De esos equipos, si bien son grandes, ¡no vas a disfru- tar nada de nada!

—Te voy a llevar a un encuentro clásico y despiadado. Lamadrid tiene una historia rica en deporte y el misticismo del soccer argentino.

Rodolfo frunció el ceño. Y se quedó inmóvil sin decir palabra. Todo lo que su padre exponía para él era interesante, aunque no estaba esta vez del todo convencido sobre ir a ver un equipo de otra catego- ría, por lo que solo pudo asentir a lo expuesto por él.

Armando termina de desayunar, como así su hijo. Milagros aún proseguía ahora con la revista de magazine que tenía Rodolfo.

—Bueno, querida, voy a solucionar unos temas con la revista y lue- go vuelvo a finiquitar los últimos preparativos para el viaje.

—Bien, yo termino de embalar lo que haga falta; hijo, ¿vos te vas también?

—Sí, voy a la casa de Joao.

Inmediatamente lo miré en cuanto me dijo Joao, y le hice un ademán con el dedo índice apoyándolo sobre mi ojo. En expresión humilde:

—Ojo con lo que haces (sin palabras por supuesto, para que Mi- lagros no se entere de que teníamos un hijo que consumía mate- rial obsceno).

Rodolfo esbozó una leve sonrisa y se fue tranquilo al compás de la puerta de calle que se abría y dejaba ingresar el radiante sol lisbonen- se. Calculaba por ese entonces que aquella pieza que capturé de sus manos continuaba guardada en aquella biblioteca, mientras miraba en esa dirección. No creo que alguien se atreva a tocar. Ni Rodol- fo, ni Mirari. Espero que a ella no se le ocurra siquiera dar limpieza al mueble.

Ya en la calle me dispuse a encaminarme a la empresa. Al llegar unas charlas para unos últimos papeleos.

—Armando, ¿entonces vas a realizar un estudio sobre la batalla en- tre unitarios y federales?

—¡Sí!, más precisamente en algunas para la nota. Haciendo hinca- pié en la persona de Juan Facundo Quiroga. Un caudillo.

—Está bien, la esperaremos. ¿Tú te encargarás de las traducciones al portugués?

—Sí, hay muchos lunfardos que darán que hablar sobre la época colonial argentina. Habrá temas relacionados con los llamados gau- chos e indios. ¿Me entiende, Sosa?

—Lo entiendo, sí, solo que me preocupa que la nota no tenga un catálogo de datos que hagan a la comprensión del ciudadano portu- gués. Tenga presente, César, que las personas están acostumbradas a la historia de otros contextos.

—¡Es historia colonial latina, en definitiva, Erasmo! Solo resta que el interés de los lisboetas, o portugueses, sea atraído por medio de una buena redacción, gramática y en especial una gran historia que contar.

—Está bien, César. Cuando realizaste tu nota sobre la llamada Dé- cada Infame de los años 30 en la Argentina vendió como tema de in- terés, aunque no mucho, pero podemos arriesgarnos. Voy a agendar el asunto sobre el cual escribirás y esperaré en unas semanas tu respuesta desde la Argentina. ¿Partes hoy?

—¡Sí, señor! Por la tarde.

—¡Bien! ¿Podrías traerme una buena botella de vino?

—¿Tinto o blanco?

—¡Que tu buen paladar lo determine!

—¡Listo! Ya está concretado ese asunto.

—¡Buena suerte, Armando!

—¡Igualmente, señor Erasmo!

Erasmo Sosa, mi supervisor en jefe, siempre me discutía y discute los temas que elijo para las notas. No lo culpo, él es la persona que da la cara con la gerencia de la empresa. Hemos tenido nuestras peleas y discusiones, ya que a veces Erasmo cree que la población debe leer te- mas de interés general actualizado a nivel histórico, cuando la realidad es que debe uno retrotraerse al pasado para saber por qué ocurren las acciones u obras. Es lo que todo historiador sabe desde ese punto de vista. La historia debe ser un recuerdo latente para que las generacio- nes futuras no cometan los errores del pasado. La historia es la mayor maestra que enseña por los siglos de los siglos. Sin ella y su estudio estamos destinados a perdernos como sociedad, y como personas. Todo lleva historia, desde una baldosa floja en una vereda de piedras desiguales e imperfectas, un niño que sale del vientre de su madre, una planta que nace, un pueblo que se defiende de su opresión, una historia de amor y otros tantos menesteres que se podrían mencionar.

Al salir de la empresa hice algunas compras para llevarle a Rodrigo (Rodolfo) efectos que a él le interesaran. Infelizmente no puedo rega- larle libros, ya que no entiende una sola palabra de portugués y aquí todo es en una lengua diferente a la castellana.

Camino por la Rua da misericordia y me detengo en la iglesia de Sao Roque. Mientras la observo, ingreso y como buen católico me siento en

la banca a rezar por la seguridad de un buen viaje de avión fuera de todo peligro. Pido por la fortuna de la salud y la paz en nuestras vidas. Levan- to la vista y el hijo de Dios me mira fijamente con sus ojos melancólicos, algún día, algún día seguiré sus pasos como tantos otros, pero todavía uno debe continuar su rumbo. Luego me levanto y con mi mano hago la reverencia de la cruz, doy media vuelta y salgo del recinto. Es momento de regresar a casa, almorzar y prepararnos para el viaje.

Milagros tenía todo listo. Los bolsos, algunos presentes, libros en una mochila pequeña, nada más.

—¡Querido! ¿Y esas botas y esa mochila grande? ¡Brújula!, ¿ano- tador, pico de metal pequeño? ¿Cincel? ¡Bolsa de dormir! ¿Y herra- mientas de trabajo? -me pregunta mi esposa.

—¡Son para el viaje!

—Pero -dubitativa me mira-, ¿nos vamos a realizar una expedición arqueológica?

—¡Nada de lo normal! -solo que Rodrigo me pidió unas herramientas.

Milagros me miraba con el gesto de la duda y la desconfianza.

—¿En qué están metidos ustedes dos?

—¡Nada raro!

—¡Claro, nada raro!, ¡nada!

—Linda, ¡es un estudio e investigación!

—¡No quiero que te metas donde no te llaman!

—¡Es solo curiosidad!

—¡Seguro!, y la curiosidad mató al gato. ¡Y nada de llevar a Rodolfo!

—¿Adónde me llevan? -pregunta el preadolescente que se presentaba.

—¡Vos quedate callado! -le digo enojado.

—¡Pero no hice nada!

—¡Lo vas a hacer!, -¡ya sabes de lo que te hablo! Ella continuaba sin entender.

—¿Me perdí de algo? -comenta Milagros.

—Querida, estabas discutiendo e intercambiando palabras por los regalos (presentes) a Rodrigo (Rodolfo). ¡No me vuelvas loco!

—¡Bueno!, vamos de una vez por todas al aeropuerto.

El niño se preparó al haber llegado, como también su madre, y por último éste, su servidor. Listos para salir. Tomamos el primer taxi has- ta la rua Alameda das comunidades portuguesas, donde se encontraba el aeropuerto da Portela (aeropuerto de Lisboa o de Portela), uno de los más importantes del país, situado en las Freguesias de Olivais (la cual fue una freguesia del consejo de Lisboa; no hemos mencionado que las freguesias son organizaciones administrativas como represen- tantes civiles de una parte de un municipio, antiguamente eran parro- quias católicas). Pero todo este embrollo para viajar por la empresa de vuelos TAP, la cual se cuenta que corre el peligro de formarse en un año una sociedad anónima, y esta es una empresa nacional. En el viaje el taxista de Coimbra nos da charla y nos manifiesta que tiene una hija de la edad de la pubertad de Rodolfo, que vive con su madre en Sao Paulo, Brasil y que espera poder ir a verla. Separado, de 45 años, el taxista tiene la ilusión de dejar este trabajo y viajar al otro lado del Atlántico, al país del cual los portugueses tienen buena memoria tras la independencia en épocas de la colonia. Hoy es un gigante econó- mico fuerte a pesar de los problemas en la sociedad sobre discrimi- nación y diferencias sociales. Llegamos a destino. Le abono al chofer con unos cuantos escudos y unos más, por la velocidad y generosidad, este nos ayuda a descargar el equipaje, y acto seguido nos despedimos fraternalmente. Ya frente al gigante que recibe a esos monstruos aé- reos, realizamos los chequeos normales y guardamos las valijas. Para ser recibidas por el operario. Todo está listo. Una voz de mujer indica en cuanto miramos la cartelera.

Atención por favor… El vuelo Lisboa--Buenos Aires para las 5:30 de la tarde. Por favor ingresar en la plataforma N.º 3,- muchas gracias.

Los tres nos conducimos nuestros pies hasta la plataforma N.º 3 para realizar el último tramo. No eran muchas las personas que viaja- ban con nosotros. Poco son los que viajan al país argentino. Teníamos que llegar a Buenos Aires y luego yo me iría para la provincia de Cór- doba, después de comunicarme con Rodrigo, que me estaría esperan-

do en la terminal de micros. Lamentaba tener otro viaje más, pero mi familia quería pasar por Buenos Aires y debía hacerlo, quisiera o no. Recopilar más información sobre el tal Quiroga. En adelante vendría don José, el sí es bueno para investigar estos periplos mágicos que tra- tan de ficciones, fantasmas y almas perdidas.

Ya dentro del pájaro con alas, Rodolfo se sentó del lado de la venta- na, mi esposa en el medio y yo en la punta.

—¡Todo bien! -le digo a Rodolfo que no estaba acostumbrado a viajar en avión.

—Si molesta baja la cortina de la ventana -le dice Milagros.

—¡No!, ¡no molesta!

Entendía que ser padre también es estar presente ante un hijo que a veces se encuentra cabizbajo o meditabundo con el mundo y uno quiere ayudar a descifrar lo que ocurre, y no logra más que acercarse a un cierto plano en ellos. Es la falta de experiencia que nunca se termi- na de concretar en la carrera tan complicada de padre.

—Hijo, ¡te prometo una gran aventura! -le digo y le guiño el ojo derecho, visto que jamás pude con el izquierdo; don José, el comunis- ta, al contrario, ¡sí!

—¡No hagan nada insólito! -se explaya apoyando la cabeza atrás.

—¡No será nada peculiar, querida, ya verás!

—¡Bueno!, espero que no tenga que esconderme de vergüenza. Criarlos a los dos me vuelve loca.

—¡Tu madre siempre tan simpática! -y me burlo con sarcasmo. Rodolfo sonríe en sus labios superiores con una risita.

El avión levantaba su vuelo con el estruendo del ruido en un plano inclinado, el Tajo se veía maravilloso desde el cielo y la arquitectura manuelina, los edificios de claraboyas de mosaicos antiguos y moder- nos, la Casa dos Bicos en su mayor estilo manierista y barroco de la ciudad de Lisboa. Adiós, mi Lisboa, ya nos volveremos a ver nuevamente a la vuelta.

Next chapter