Ara renunció a ser mujer. A Michelle se le prohíbe serlo. Dos personas que solo se sienten libres sobre el escenario del club de Ballet.
¿Qué se necesita para romper la maldición del odio?
¿Comprensión, Tolerancia, respeto?
La verdad, tomas más que eso, la respuesta simplificada es y siempre será amor, pero por sí solo no es capaz luchar contra el odio, y tampoco logra borrar una herida en poco tiempo, es una batalla que requiere entrega, compromiso y paciencia.
¿Un corazón solitario luchar contra el odio?
Por supuesto, pero sucederá si se ha aceptado así mismo, ya que odiar es más sencillo que amar, y le es fácil quebrar al corazón con una sola palabra en la grieta adecuada.
¿Es necesario que dos corazones latan juntos para acabar con el odio?
No, si es firme, puede hacerlo por sí mismo...
Pero...
Dos corazones latiendo en sincronía son más fuertes, ya que el amor es mayor, y si uno tambalea, el otro puede ayudarle a ponerse de pie.
...
Yo tenía trece años cuando decidí que ya no quería ser mujer.
Fue una decisión tomada después de tantas humillaciones e injusticias; mi familia estaba conformada por mis padres, Caleb, Joseph y Gabriel, mis tres hermanos mayores y yo, la única chica del hogar, la princesa, la frágil, la indefensa, la damisela que requiere ser rescatada.
En mis primeros años de vida, la posición y el trato que mi familia me daba no era mala, siempre consentida y mimada, casi todos mis caprichos eran concedidos.
"Quiero una muñeca"
"Toma Sara, te hemos traído diez"
"Quiero un helado"
"Toma, a ti te toca el de fresa para la princesa"
"Quiero un vestido azul"
"Toma mejor el rosa, es color para niñas"
"Quiero jugar football con mis hermanos"
"Te pueden lastimar, mejor quédate con mamá"
"¿Por qué no me puedo disfrazar de Spider-Man?"
"Los superhéroes son de chicos, las princesas van para niñas"
Conforme crecía, la posición de la nenita que debe ser protegida y venerada empezaba a ser aburrida, incluso asfixiante. Y también, este trato especial, ejercido sobre todo por mis padres, comenzó a cavar una brecha entre mis hermanos mayores y yo.
Esa semilla de rencor se plantaba de a poco, mientras más notorio era la diferencia de trato entre nosotros, más profundo llegaba.
"¿Por qué tengo que cuidarla de nuevo? Tengo una cita con mi novia"
"Tus hermanos tienen actividades por la tarde y ella no puede quedarse sola"
"Ayuda a tu hermanita a cargar sus cosas de la escuela"
"¿Qué? Pero si ella está desocupada, no soy su sirviente"
"Cédele a tu hermanita la última rebanada de pizza"
"No es justo, yo me la quería comer"
Fue imposible detenerlo, mis hermanos comenzaron a alejarse de mí, no eran hostiles, pero su silencio era más doloroso que cualquier golpe.
Para mis ocho años, la escuela se convirtió en mi refugio, era el único espacio en el que conseguía ser yo misma y que yo no era especial por solo ser niña, el lugar donde podía jugar football aunque trajera falda, pedir helados de chocolate, rasparme las rodillas sin que alguien gritara "¿qué le paso a la princesa?"
La primaria fue una buena época, ya que era la edad en la que la mayoría, por muy mal que estuvieran las cosas en sus casas, solo querían jugar y disfrutar de la vida.
...
La secundaria fue sin duda un choque, sin previo aviso el mundo rosa de la infancia llegaba a su fin, todos esos monstruos que se quedaban encerrados en los cuentos de la biblioteca infantil se escapaban y tomaban forma, nombre y apellido.
Si no era un profesor que te escogía para ser su pelota antiestrés, era un compañero cuya única funcionalidad era denigrar al que se dejara.
Y mi situación familiar no ayudaba a que estos clichés de secundaria fueran más llevaderos. El que mis padres asistieran a la oficina del director a reclamar, cuando les conté cómo un compañero había levantado mi falda, solo me volvió un blanco más llamativo.
Esto era por completo una pesadilla, no podía defenderme porque "alguien femenino no es violenta", y las personas que querían protegerme solo optaban por encerrarme, su mejor opción era aislarme del mundo.
Todo se acumuló, y un día estallo...
Estallo como una serie de puñetazos a la cara del sujeto que tomo fotos de mis calzones y los mando a todo el grupo.
Estallo contra el profesor que al alejarme de mi compañero aprovecho para tocar mi cuerpo.
Estallo contra la directora que en lugar de defenderme decido defender al profesor y al compañero, porque yo había actuado de forma histérica contra una simple broma.
Y sobre todo, estallo contra mi cabello largo, ese del que tanto se enorgullecían mis padres, el cual quedo regado en el piso del baño.
—Si este es el precio de ser mujer, no quiero pagarlo nunca más.