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7. Leo

¿Qué te hace pensar que seguiría sin ti? Tengo familia y amigos, cierto, pero yo te quiero a ti. Te elegiría antes que a ellos sin dudarlo, porque tu me completas. Porque nadie más podría llenar tu espacio en la cama, porque de ti me gusta todo lo que detestaría en alguien más: Tus ronquidos, tus pies helados, la forma en la que enredas tus piernas en mis piernas estando dormido, que me utilices como tu sistema de calefacción portátil cuando te da frio.

 No sé que te puso melancólico y te llevó a imaginarte un futuro el uno sin el otro. Si pudiera borraría de tu memoria los recuerdos desagradables, en especial los que yo ocasioné. No lo haría por mí, para que me quisieras como antes o para recuperar tu confianza. Lo haría por ti, cualquier cosa por ti, para que nada volviera a ponerte triste.

Estando en la alberca me dieron ganas de hacer pipí, me pareció que era muy engorroso cruzar al otro lado para avisarle a Joel y decidí irme así. Los baños más cercanos estaban todos ocupados, me tocó apretar la vejiga y ponerme a buscar otros. Los encontré, detrás de una hilera de árboles pintados con cal. Había un señor en la entrada, sentado en una silla de plástico. Leía una historieta pornográfica mientras fumaba. Me pidió cinco pesos por el derecho a usar las letrinas.

—Pero no traigo dinero —le dije.

—Entonces busca otros baños.

—No llego.

—Esta bien —dijo el hombre, que en lugar de dejarme pasar me dio una botella de Coca-Cola vacía.

—¿Quiere que la tire a la basura? —pregunté.

—No, es para que orines.

Miré la botella. ¿Cómo se suponía que orinara en esa cosa?

—¿Por qué no mejor me deja pasar? ¿De qué le sirven cinco pesos?

—Yo que quisiera pero...mi jefe no me deja. Si no quieres la botella busca otros baños, en los otros no te cobran.

Le dejé la botella y seguí buscando. Mas adelante logré dar con unos mijitorios sucios y apestosos, pegados a un muro, que estaban llenos de sarro y hojas secas. Mirándolos mientras orinaba me pregunté si no hubiera sido mejor utilizar la botella.

De regreso me encontré con una escena de lo más vergonzosa. Joel había armado un gran alboroto. Mientras el salvavidas buscaba—asumo— mi cadáver en la alberca, él hablaba con un guardia, por el movimiento de sus manos supe que me estaba describiendo. Tu madre y tú también me buscaban, pude notar que ella te estaba regañando. Algunos metiches se habían unido a la búsqueda, escuché a una mujer preguntarle a la gente si habían visto a un niño güerito como de siete u ocho años. 

Me acerqué a mi hermano desde atrás y le toqué el hombro, enrojecido por el sol, con la punta del dedo índice. Él se dio la vuelta y me miró como si quisiera matarme, luego le dijo al guardia que no hacía falta que siguieran buscando, que su hermano ya había aparecido.

Mas tarde en la fila de las hamburguesas se acercaron a saludarte cuatro muchachos. Eran flacuchentos, cabezones, y sus pieles estaban curtidas por el sol. A uno de ellos le sobresalían los dientes delanteros, y estaban permanentemente apoyados sobre el labio inferior. Se metieron en la fila como si nada, por delante de nosotros, y acallaron las protestas con miradas intimidantes. Joel te preguntó en voz baja quiénes eran, tú le respondiste, igualmente en voz baja:

—Viejos amigos.

El cuarteto nos siguió. Nos sentamos a comer en las toallas que tu madre había colocado sobre la hierba, ella nos observaba por el rabillo del ojo, y negaba con la cabeza cada vez que alguno de tus "viejos amigos" soltaba un improperio. Me pregunté si no tendría nada mejor que hacer, alguien con quien chismear por lo menos.

Me quejé por el tamaño de la hamburguesa, y Joel replicó:

—Esta es más grande que la que viene en la cajita feliz.

—Sí, pero sin el juguete.

Tus amigos se burlaron, uno de ellos preguntó:

—¿Todavía juegas con juguetes?

—No es por el juguete —exclamé —. Me refiero a que no hay con qué compensar el tamaño. En la cajita feliz viene una mini hamburguesa, unas mini papas y un juguete.

—Y aquí te dan una soda y una paleta con la hamburguesa, y gratis, ¿eso no lo compensa?

—Cómetela y cállate —me dijo Joel —, si no te llenas te compro otra cosa.

Comí sin rechistar, y ya que tus amigos no tenían intenciones de irse se me ocurrió que jugáramos un partido de waterpolo. Ellos nunca habían oído hablar del waterpolo, y cuando les expliqué que era como el futbol pero en el agua estuvieron encantados.

Compramos una pelota para niños y nos dividimos en dos equipos, como había sido mi idea me dejaron ser uno de los capitanes, el otro fue el de los dientes grandes. Primero elegí a mi hermano, después a ti, y me arrepentí de hacerlo en cuanto comenzó el partido. Pobre Miguel Ángel, no dabas una, y encima era muy difícil jugar en una alberca llena de gente. A eso súmale que tus amigos no jugaban limpio, cada vez que cometían una falta yo se los echaba en cara, y ellos me miraban como si fueran a esperarme a la salida del parque acuático para golpearme. Perdimos, claro que sí, y eso me enfadó; aunque no tenia la menor importancia y había sido una mala idea desde el principio.

De vuelta en el autobús volví a sentarme en medio de mi hermano y de ti. Todavía estaba de malas por lo del partido de waterpolo y no hablé, supongo que para ti fue un alivio.

A grandes rasgos, parecía que ese había sido un mal paseo. La hamburguesa no había estado buena, la pesada de tu madre nos había prohibido alejarnos de su vista después de que regresé de los baños, y para colmo me ardía el cuello, porque se te había olvidado, o no quisiste, ponerme bloqueador en esa parte. Ni si quiera el partido de waterpolo había sido divertido. Sin embargo, con todo y todo, a medida que el autobús avanzaba, se me iba pasando el mal humor. Los escuché hablar a ti y a mi hermano, decían puras cosas aburridas. De cerquita tu voz sonaba mucho más agradable. Me dio sueño, cerré los ojos, y me recosté en tu hombro sin darme cuenta.

—Ey, te equivocaste —murmuró Joel, jalandome de la playera.

No abrí los ojos, ni me molesté en disculparme contigo. Incliné la cabeza al otro costado y la recosté en el hombro de mi hermano. Y entre sueños seguí escuchando el timbre de tu voz, grave, rasposito, melódico, como si estuvieras contando un cuento para dormir. Me gustó.

En esa época no te quería, a penas comenzabas a caerme más o menos bien pero, estar en tu compañía, fue extrañamente placentero. Se sintió como llegar a casa en un una noche lluviosa, quitarse la ropa mojada, ponerse la piyama, sentarse a comer caldo de pollo o chocolate caliente con pan dulce —según mi apetito—, mientras miras en la televisión el chavo del ocho, con las piernas envueltas en una manta de tartán (ya sabes que no me gustan las mantas afelpadas). ¡Ah! Y al otro día no tienes que levantarte temprano, porque es sábado.

Después de veinte años tu presencia se sigue sintiendo así: como un cuenco de caldo de pollo, una taza de chocolate caliente, la piyama más suavecita y calentita, un viernes en la noche —los que te quedas en casa — o un sábado en la mañana.