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Malas jugadas en vidas mortales

No logró conciliar el sueño, la estratagema que por un momento creyó de la hija mayor de Brabos Horson se tornó más intrigante. Se vio asaltado por la sospecha de que la verdadera mente maestra tras aquel entramado no era ella, sino alguien aún más cercano; quizás su hermana, o incluso su propio señor, y tuvo que levantarse por el repentino ataque de nerviosismo que invadió todo su ser. No estaba dispuesto a abrir su corazón a un nuevo amor para ser destruido como lo había intentado hacer Estela, y mucho menos estaba preparado para la sagrada unión, todavía era muy joven, y había demasiadas flores en el prado que sus dedos no habían tocado.

Se levantó con premura, vistiéndose a toda velocidad mientras el sudor empapaba su espalda, señal inequívoca del terror que lo invadía ante la posibilidad de que la decisión resultara ser de su señor, circunstancia ante la cual estaría atado de brazos, incapaz de dar una negativa. Recogió la ropa que había traído consigo, y la guardó de vuelta en el baúl de madera. En su prisa, decidió omitir cualquier intento por arreglar su apariencia; su único deseo era abandonar la habitación cuanto antes, y lo así lo hizo.

—Señor Ministro —dijo Trunan al verle cruzar la entrada.

Helia había despertado, aunque por su expresión adormilada se notaba que el sueño no había sido reparador.

Astra le entregó el no muy pesado equipaje, y ella lo aceptó de forma respetuosa.

—Nos vamos al campamento.

—Sí, señor Ministro.

Comenzaron a andar por los oscuros pasillos de la mansión. Y como si Ae'lin, el dios de los kat'os del destino le jugará una broma pesada, el propietario del hogar se encontraba ahí, de pie, interponiéndose en su camino, y por su expresión, había percibido su presencia antes de que siquiera tuviera la oportunidad de esquivar su atención.

—Señor Ministro —dijo al acercarse, con la sorpresa dibujada en cada centímetro de su cara—. ¿Sucede algo?

—No —mintió con descaro, pero su rostro no le traicionó—, agradezco la hospitalidad, pero tengo obligaciones en el campamento de los soldados. Por lo que debo retirarme.

Por un breve instante, Brabos entrecerró los ojos, sumido en la duda. Le era difícil discernir si el Ministro subestimaba su inteligencia con tan flagrante desdén, o si simplemente carecía de la energía necesaria para urdir una excusa creíble.

—El honor fue mío al tenerlo bajo el techo de mi familia —dijo con la dignidad que lo caracterizaba—. Estoy seguro de que mis ancestros me repudiarán si le dejo marcharse sin probar alimento. Espere por favor, despertaré a las cocineras y haré le preparen un digno banquete.

—No es necesario —dijo con firmeza—, pues es urgente, y le pido no se interponga en mis obligaciones.

—No me atrevería —dijo, mostrando un claro rechazo a ofenderle. Forzó una digna sonrisa, tomando una postura ceremonial—. Mi hogar tiene las puertas abiertas para usted y los suyos.

—Lo agradezco.

Retomó la caminata, mientras soltaba un largo y aliviado suspiro, ansiaba respuestas, pero también temía lo que ellas podrían ofrecerle. Optó por la retirada inteligente, y si su Barlok le culpaba por no completar la unión, tendría la perfecta excusa de desconocer sobre el tema. Y por primera vez en bastante tiempo, mostrándose así su desesperación, lanzó una plegaria, a cualquier dios que deseara recibirla, no le importaba, solo no quería unirse a una mujer de tan tierna edad.

La luna, todavía señora del cielo, derramaba su luz plateada sobre el mundo, mientras el frío de la madrugada se abrazaba al aire, palpable y penetrante.

A unos pasos de la enorme entrada de madera se erguían dos centinelas como estatuas de antiguos héroes. Sus ojos, curtidos por mil vigilias, se abrieron con asombro cuando las antiguas bisagras cantaron el preludio de lo inesperado, rompiendo el silencio con la apertura súbita de la puerta. Al principio, sus semblantes tallados en piedra mostraban el ceño fruncido de quienes se preparan para enfrentar lo desconocido. Sin embargo, al discernir las tres figuras emergiendo de la densa oscuridad del pasillo, las líneas duras de sus rostros se suavizaron.

—No es aconsejable la salida, señores. Las noches oscuras son peligrosas, nunca se sabe que tipo de criaturas pueden estar acechando desde la oscuridad.

—Valoro la advertencia, pero cuento con protección

Ante la muestra de confianza del Ministro, Trunan ensanchó el pecho, expulsando una poco controlada intención de matar que, hizo palidecer a ambos guardias, quienes optaron por hacerse a un lado del camino, y evitar abrir la boca nuevamente.

Helia estaba temblando, aunque no precisamente por frío. El miedo que le inspiraba la imponente figura del hombre ante ella era palpable, una mezcla de reverencia y terror que calaba hasta los huesos. Sin embargo, fue la sonrisa que le esbozó, lo que hizo que el miedo alcanzase un nuevo nivel, provocando que casi perdiera el control sobre sí misma.

—No le haré daño, esclava del señor Ministro —dijo, aunque sus ojos fieros se oponían a su declaración.

Helia asintió un par de veces, y cuando se percató que lo seguía haciendo, el islo ya no le estaba prestando atención.

Llegaron al perímetro del improvisado campamento, mismo que ocupaba una vasta extensión del paraje, ubicado entre el prado y el bosque. Las tiendas se agrupaban junto a una vieja cerca de madera. Esta no solo servía de límite para los inquietos equinos, evitando sus escapadas, sino que también erigía un bastión de improviso contra cualquier emboscada sorpresiva.

Los dos soldados, apostados en el sendero que ellos mismos habían limitado para la pronta intervención, tensaron sus cuerpos al advertir la aparición de tres sombras en el límite de su reducida visión. Con un movimiento coordinado, nacido de incontables horas bajo la disciplina férrea, avanzaron un par de pasos decididos hacia las figuras inciertas. Elevando las antorchas cuyas llamas danzaban como espíritus errantes en la noche, tratando de despejar el manto oscuro que la noche tejía.

—Alto —ordenó con fiereza, mientras su mano se acercó con una destreza propia de la práctica constante a la empuñadura de su espada.

Astra, con una tranquilidad propia de él mismo, se detuvo en su avance, concediendo a los soldados la oportunidad de disminuir la distancia que los separaba. Los hombres, al cruzar los últimos vestigios de sombra que velaban su campo de visión, sintieron un nudo formarse en sus gargantas. La revelación de que una de las figuras ante ellos pertenecía al Ministro, y estaba acompañado por uno de los guardianes de su soberano, les golpeó con la fuerza de un vendaval.

—No sabía que era usted, señor Ministro —Tragó saliva, su mirada cayó por instinto en el alto hombre, quién le observaba con una gelidez insuperable—, por favor...

Su compañero le tocó el brazo con cierto nerviosismo, y él, con una sonrisa estúpida en la cara dejó el arma al recordar que todavía la tenía ahí.

—No hay nada de que disculparse —interrumpió Astra con tacto, no se iba a enfadar porque los soldados de su soberano hicieran su trabajo—. Aunque les pediré me guíen con su líder.

—Gracias, señor Ministro —dijo con todo el respeto que pudo reunir—. Lo haré de inmediato. —Su compañero asintió al ver su mirada.

El campamento yacía sumido en una quietud casi ceremonial, apenas rota por el suave crujir de las antorchas que blandían los vigías. Estos guardianes de la noche, escasos, pero alertas, eran los únicos testigos del manto de estrellas que cobijaba su vigilancia.

En este mar de tiendas uniformemente modestas, se erigía una que destacaba no por lujos o adornos, sino por su mera magnitud, de dos a tres veces más grande que sus compañeras. Este era el refugio del líder, una fortaleza de pieles en medio de la sencillez.

Al aproximarse a la entrada de la gran tienda, el soldado que había acompañado al Ministro se detuvo, marcando el fin de su cometido con un gesto deferente. Astra asintió con calma, sin importarle realmente ser él quien debía despertar al fiero capitán que dormía plácidamente en su interior.

Con suavidad hizo a un lado la piel que tenía la función de puerta, entrando con la misma calma, en compañía del guardián y su esclava. El frío viento que ingreso un segundo después de él le ayudó a ser consciente del peligro repentino, que Trunan fue capaz de interceptar antes de siquiera considerarse un ataque.

—Atacar al señor Ministro debe ser pagado con la muerte —dijo Trunan mientras apretaba el puño del soldado.

—Me disculpo —dijo de inmediato, mientras ahogaba el gemido—, pensé que alguien deseaba asesinarme.

—Suéltalo, Trunan. Fue culpa nuestra por no anunciarnos antes de ingresar —La oscuridad no le permitió vislumbrar el semblante del soldado, que estaba seguro de que fruncía el ceño—, además de que el tiempo tampoco fue el adecuado.

«Esa maldita chiquilla sí que me desconcentró», pensó al recordar en Belian, la segunda hija de los Horson.

El guardián le soltó, no sin antes advertirle con la mirada que si se atrevía a atacarlo una vez más, lo mataría en el acto.

—Gracias por entender la situación —dijo, ignorando por completo al alto individuo, no por una falta de respeto, sino por miedo—. Estoy a su entera disposición, señor Ministro.

—Lo agradezco, pero mi grosera llegada fue para darle aviso que residiré con ustedes el tiempo restante que debamos estar aquí.

El líder de los jinetes asintió con calma, sin lograr descifrar porque tendría que despertarlo para decir algo tan simple, entonces hizo funcionar su cerebro como nunca antes, sabía que el muchacho frente a él no era un cualquiera, por lo que no debía tratar sus acciones como tales.

—Mi tienda es suya, señor Ministro —dijo, intentando imitar un tono más apropiado—, solo permítame sacar mis pertenencias —añadió.

—No es necesario —rechazó, aunque su sonrisa no lo hizo.

—Insisto. Esta tienda será más adecuada para usted.

—Le agradezco. ¿Cuál es tu nombre?

—Pimon, Señor Ministro.

—Muy bien, líder Pimon, esperaré afuera.

La triada salió de la tienda, esperando la salida del soldado, que tardó unos pocos minutos en hacerlo.

—Es toda suya.

—Gracias.

Pimon se retiró en silencio, sin dejar rastro de agravio por las decisiones del Ministro. Y aunque un resquicio de resentimiento se hubiera anidado en su corazón, jamás se habría atrevido a darle voz, ni aunque tuviera a su disposición diez mil vidas para enfrentar las consecuencias.

∆∆∆

Despertó a causa de un grito, un tono ya reconocido. Su semblante oscurecido mostraba la insatisfacción que aquello causaba, no había ni quería acostumbrarse. Se incorporó con una calma teñida de rebeldía, notando la rigidez de su cuerpo entumecido por la intensidad y la exigencia física a la que había sido sometido desde su llegada. Su espalda ardía, pero era demasiado orgulloso para mostrarlo en su expresión.

Siguiendo la instrucción del soldado, cuya figura imponente se recortaba contra la penumbra a la entrada, avanzó, acompañado por todos los hombres con los que compartía techo. Al traspasar aquel umbral, se hizo evidente que la oscuridad aún tejía su soberanía sobre el mundo. Sin embargo, en el confín del horizonte, una luz tenue comenzaba a insinuar su presencia, prometiendo lentamente reclamar cada parcela de sombra con su incipiente esplendor.

Veintiún días, si su mente todavía sabía contar, veintiuno de soportar los tiránicos guardias, a la repugnante sustancia que apenas podía llamarse comida, las insoportables barracas, el inhumano trabajo forzado, pero, sobre todo, el humillante y deshonroso título que se le había asignado.

Esperó su turno en la larga fila con una paciencia falsa, apretaba el interior de sus labios para evitar maldecir a cualquiera que le dirigiera una mirada, ya no estaba dispuesto a ganarse otro castigo así de fácil. En cuanto llegó su turno, sumergió sus manos sobre el barril de madera, recogiendo en agua que podía contener, y la llevó a su rostro para despertar. Se secó con su camisa, una reliquia de días mejores, sucia y desgastada como el último recuerdo de civilización que atesoraba con locura. La prenda, que no había conocido la limpieza desde su llegada, era ahora parte de su rutina diaria.

—Avanza —ordenó el alto hombre con la antorcha en mano.

Levantó la mirada de forma retadora, pero en menos de un segundo desistió en su idea, el hombre solo quería una pequeña excusa para blandir el látigo, y algo así no merecía tal dolor. Obedeció, avanzando por la fila, y esperando nuevamente su turno, un trayecto que lo dirigía al lugar que más odiaba.

Escuchaba murmullos, y repentinos reproches que pronto como nacían eran callados. Avanzaba a paso lento, pero fluido. Su corazón se aceleraba al ser consciente que su turno estaba por llegar. Y, efectivamente, tras una eternidad comprimida en cinco ansiosos minutos, ese momento llegó.

Ante él se encontraba una figura imponente, una mujer de semblante severo, sentada con majestuosa firmeza en una silla de madera que parecía tallada para su presencia. Sus manos, esbozando una quietud tentadoramente salvaje, descansaban sobre una pequeña mesa cuadrada, también de madera, que compartía con ella un aire de indudable solidez. Bajo su escrutinio penetrante, lo inspeccionó meticulosamente de la cabeza a los pies, una rutina de la que ya estaba cansado. Ella dejó ver en sus ojos cafés un esbozo de sonrisa, con una astucia solo conocida por las propias féminas.

—Transporte —dijo con autoridad.

Él frunció el ceño, apretó los puños y respiró con furia, pero no dejó que las palabras salieran de su boca. La miró, y ella a él, no podía estar seguro, pero intuía lo que quería, pero eso era algo que no le daría nunca. Observó al masculino de pie a su lado, era igual de alto que los guardias, seguía con la sospecha de que tipo de hombres eran, pues ni en el territorio de su madre, o en el reino de Jitbar, era fácil de encontrar a individuos de tal estatura.

En el exacto momento en que sus dedos trémulos sujetaron la primera piedra, el sol emergió en el vasto lienzo del cielo. La piedra era una mole imponente, desafiante en su peso, casi estuvo al borde del colapso bajo su carga. Sin embargo, convocando un aliento de fuerza interior, se negó a ceder. Emitió un gemido sordo, casi un rugido, al momento en que sus brazos se estiraron al máximo, y con la urgencia frenética de quien lucha contra el tiempo, se precipitó hacia la carreta, donde la roca encontró su lugar de descanso. Este ciclo se repitió bajo el sol inclemente, hasta que el reloj del mundo marcó la hora del medio día. Solo entonces se le otorgó el permiso para retirarse a las mesas que tenían depositada la desagradable comida que, en estos instantes su vacío estómago anhelaba.

Se dejó caer en un rincón bajo un árbol, cuya sombra generosa proyectaba un refugio sereno contra el embate del sol. Allí, acogido en su frescura, recibía con un atisbo de júbilo ese breve alivio, mientras resignadamente llevaba a sus labios el contenido de su cuenco, un caldo pálido que parecía esquivar cualquier promesa de sabor. Con cada sorbo, el peso del recipiente, ligero al principio, se tornaba una carga titánica entre sus manos temblorosas. Dos lágrimas resbalaron por sus polvorosas mejillas, bajó la mirada, y con el dorso de su mano se secó, inspirando para recuperar lo poco de orgullo que creía conservar. El paso de los segundos estaba provocando que la fatiga se acumulase, era un infierno el sentimiento.

El tiempo de descanso culminó, siendo consciente de ello al escuchar el ruido provocado por dos objetos metálicos colisionar. Lo sintió tan breve como una parpadeo, pero no se retrasó en su regreso a la labor, que repitió con las mismas desganas de todos los días.

El crepúsculo anunciaba el final de la luz, y a sabiendas de lo que venía con el, el muchacho suspiró profundamente.

«Madre, ayúdanos, no sé cuánto más pueda resistir», pensó Aldurs al observar el cielo.

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