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El volcán (2)

Poco después de la una del mediodía, el automóvil entró en Roosville, un pueblo cuyo aspecto venía a ser el mismo que el de cualquier centro agrícola del sudeste del estado de Nueva York. A Parry le recordaba el pueblo de Indiana donde había crecido, sólo que Roosville estaba más limpio y se veía mucho menos miserable. Tras informarse en la gasolinera, se dirigió a la pensión de Doorn. Las habitaciones escaseaban debido a la avalancha de visitantes que el volcán había atraído, pero Malone había dispuesto que Parry compartiera con él su habitación. Seton dormiría en un catre instalado en el sótano. Era evidente que a la señora Doorn le había impresionado aquel alto y apuesto forastero que venía de Manhattan. Lejos de turbarle, la manga izquierda de su abrigo, vacía, le intrigó. Preguntó si Parry había perdido el brazo en la guerra, y excusó su franqueza comentando que la reciente muerte de su marido había sido el efecto producido a largo plazo por una herida sufrida en St. Mihiel.

Yo también fui herido dijo Parry. En el bosque de Belleau.

No añadió, sin embargo, que fueron dos balas calibre .45 del arma de un matón las que le segaron el brazo, durante una refriega ocurrida en el Bowery, hacía ya cuatro años.

Poco después, Seton y Parry salían del pueblo por el camino de grava que partía del centro en dirección este. El sendero viraba y se retorcía como una serpiente cuya cabeza hubiera quedado atrapada en las fauces de un lobo, caracoleando mientras subía y bajaba por aquellas colinas cubiertas de espesura en las que se entremezclaban las coníferas y los árboles de hoja plana. Luego bordearon una profunda cañada rocosa, una de las muchas que hay en los Catskills.

La violencia había creado las cañadas tiempo atrás, pensó Parry, pero aquella violencia era el resultado natural de la estructura geológica de la zona. El volcán también era producto de la violencia, pero su presencia en los Catskills no era previsible ni natural; era tan inexplicable como la de un dinosaurio.

Tras rodear un recodo, el automóvil salió a un terreno comparativamente llano. A medio kilómetro se alzaba la granja Havik: un edificio grande de dos pisos, construido en madera y pintado en blanco, y un amplio granero de color rojo. Y, tras este último, un penacho de vapor blanco tachonado de partículas obscuras.

El automóvil se detuvo al final de una larga fila de vehículos, estacionados con las ruedas de la parte izquierda sobre la grava y las de la derecha sobre la cuneta blanda y fangosa. Parry y Seton bajaron del coche y caminaron a lo largo de la fila en dirección a la valla de estacas blancas del cercado de la parte delantera de la granja. Desde allí, por encima de las cabezas de la multitud alineada alrededor del maizal, Parry alcanzaba a ver, más allá del granero y en el centro del campo, un cono

truncado de unos tres metros de alto cuyas paredes nudosas y rojizas recordaban irresistiblemente a una herida que se secara y volviera a sangrar alternativamente, una y otra vez. De él surgía un geiser de vapor. Instantes después de su llegada, un resplandor incandescente iluminó los bordes del cráter. Reflejándose en la nube de vapor, la masa que lo originaba sobrepasó los ennegrecidos bordes. Era lava al rojo blanco, arenisca impulsada desde el interior de la tierra que rebosaba del cráter, extendiendo las paredes del cono en sentido horizontal y alzándolas en vertical.

Le pareció que el suelo temblaba ligeramente a intervalos irregulares, como si a través de la tierra y desde muy lejos llegaran hasta allí los latidos de un corazón enorme pero moribundo a la vez. Debía ser producto de su imaginación, ya que según el informe de los científicos no habían tenido lugar las perturbaciones sísmicas previstas. Sin embargo, las personas que formaban la multitud congregada en torno al campo y frente a la casa, comenzaron a cruzar miradas ansiosas. Demasiado blanco de los ojos, demasiado carraspeo, arrastrar de pies y caminar hacia atrás. Algún rumor había corrido entre el gentío, algo que haría que se sobresaltasen si cualquier acontecimiento mínimamente adverso tenía lugar.

La portezuela del coche del sheriff, estacionado junto a la entrada de la valla, se abrió, al tiempo que el sheriff descendía para dirigirse hacia Parry con andares de pato. Era bajo pero muy gordo, una bola de grasa que fumaba un puro barato y maloliente y en cuyo rostro purpúreo resaltaba la mirada desafiante que sus ojos entornados dirigían hacia Parry. En realidad, pensó Parry, no es una bola de grasa, sino más bien un vaso sanguíneo a punto de estallar.

Los finos labios de aquella gruesa cara se movieron para preguntar:

¿Tiene usted negocios aquí, señor? Parry miró a la multitud. Saltaba a la vista que algunos eran periodistas o científicos, y también que la mayoría estaba constituida por vecinos que no tenían otro negocio más importante al que dedicarse que curiosear. Pero lo último que el sheriff haría sería provocar la hostilidad de los votantes.

No, a menos que la curiosidad sea para usted un negocio repuso Parry. Por el momento, no tenía necesidad de identificarse, y podría trabajar mejor si la ley de Roosville no andaba vigilándole.

Muy bien, puede entrar dijo Huisman. Pero le costará un dólar por cabeza, si su hombre entra con usted.

¿Un dólar?

Sí. Entre que se les quemó el granero, que a la señora Havik la mató una piedra de ese volcán hace sólo cuatro días, y que esta gente, además de no respetar su intimidad, no deja de estorbar y pisotearlo todo, los Havik están pasando un mal momento. De alguna manera tienen que arreglárselas.

Parry le hizo un gesto a Seton y, después de que este entregase los dos dólares al

sheriff, cruzaron la puerta. Se abrieron paso entre la gente, pasaron junto a unos enviados especiales de la Pathé, y se detuvieron al llegar al margen del campo. A causa de las recientes lluvias, estaba enfangado en su mayor parte y la hierba se veía chamuscada por las «bombas» de lava que arrojaba el volcán, esparcidas por todo el campo hasta contabilizar varios cientos. Al salir del cráter eran aproximadamente esféricas, pero el impacto las había achatado. Como Seton señaló, le daban al campo el aspecto de un prado donde hubieran pacido vacas de piedra.

La lava había dejado de fluir y estaba enrojeciendo a medida que se enfriaba. Parry se volvió para mirar la parte trasera del granero, hundida aquí y allá y marcada con diversas manchas negruzcas. Evidentemente, la parte trasera de la casa también había sido alcanzada por las piedras, ya que todas las ventanas, excepto las que quedaban al abrigo del alero del porche, estaban protegidas con tablones.

Un hombre apareció por una de las esquinas del granero. Sonriendo y con la mano extendida, se acercó a Parry con grandes zancadas.

¡Cursh, hijo de! saludó. ¡No estaba seguro de que fueras a venir! ¡Al fin y al cabo, tu cliente no va a poder pagarte!

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