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EL LABERINTO MÁGICO SECCIÓN 10 - Armagedón: el «No Se Alquila» contra el «Rex» (34)

Armagedón: el «No Se Alquila» contra el «Rex» (34)

El ratón había vuelto la trampa contra el gato.

Mientras el No Se Alquila estaba todavía a dos días de viaje de distancia, la tripulación del Rex había sacado del almacén la envoltura de una pequeña aeronave hecha con

revestimiento interior de los intestinos del dragón del Río hacía unos dos años. El equipo generador de hidrógeno fue montado en la orilla, y la cubierta fue hinchada en el interior de un hangar de bambú y pino construido hacía dos semanas.

El Azazel, como la bautizó Juan, era una aeronave semirrígida. La cubierta dependía de la presión del gas que la llenara, pero a ella estaba unida una quilla metálica. La cabina de control y las dos góndolas motoras, rescatadas de los restos del dirigible de Podebrad, fueron unidas a la quilla. Las conexiones eléctricas y mecánicas entre la góndola de control y las góndolas motoras y los elevadores y timón fueron efectuadas. Los depósitos de combustible fueron llenados con alcohol metílico. La bomba y el torpedo fueron unidos al mecanismo lanzador a medio camino en la parte inferior de la nave. El bombardero y el piloto subieron a bordo de la aeronave y efectuaron un vuelo de prueba. Todo funcionó correctamente. Y cuando el Rex partió para su enfrentamiento con el No Se Alquila, el dirigible se alzó hasta la altura deseada y empezó a trazar círculos. Hasta que se hiciera oscuro no cruzaría la parte más alta del estrecho.

Mientras el Rex trazaba círculos, imitando a un pato lisiado, el dirigible estaba Río abajo detrás de la embarcación enemiga. Había cruzado el estrecho por encima y luego había girado a la derecha, siguiendo la línea de las montañas, pero no demasiado cerca de ellas. Su color negro impedía que fuera descubierto visualmente por el enemigo. Había la posibilidad de que el radar del enemigo lo detectara. Juan esperaba que estuviera centrado en el Rex. Clemens pensaría que el Rex ya no tenía más aparatos aéreos, de modo que, ¿para qué hacer que el radar barriera el cielo a gran altura?

Cuando el radar del No Se Alquila fue destruido, Juan se sintió jubiloso. Aunque su barco y su tripulación habían sufrido un terrible castigo, bailó de alegría. Ahora el Azazel podía deslizarse por encima del enemigo, evitándolo todo menos la observación visual. Y a aquella pálida luz, con los ojos del enemigo fijos en el Rex, la aeronave tenía muchas posibilidades de alcanzar la distancia de disparo.

El plan había funcionado. El dirigible se había mantenido cerca de las montañas en su camino hacia el norte, y luego había descendido hasta una altitud que a veces estaba por debajo de las más altas colinas. Se había dirigido hacia el este durante un cierto trecho, luego había avanzado por encima de las copas de los árboles en dirección al Río. Y entonces había acelerado a toda velocidad, con el fondo de su góndola de control a solo medio metro por encima de la superficie.

Todo estaba yendo bien, y ahora el Azazel estaba detrás del No Se Alquila. Su masa estaba cubierta por el barco enemigo, indetectable para el radar de su nave madre.

Burton, de pie cerca de Juan, le oyó murmurar:

¡Por los riñones del Señor! ¡Ahora veremos si el dirigible es lo bastante rápido como para atrapar el barco de Sam! ¡Será mejor que mis ingenieros tengan razón! ¡Resultaría irónico que, después de todo este trabajo y planes, resultara demasiado lento!

Los disparos del enemigo alcanzaron al Rex a lo largo de las cubiertas de estribor. Burton se sintió sorprendido cuando el rugir lo ensordeció, sacudió la cubierta bajo sus pies, y reventó la portilla de estribor. Los otros parecían tan impresionados como él. Inmediatamente después, Juan estaba aullándole a Strubewell que fuera a comprobar los daños e informara de las pérdidas. Al menos, eso era lo que su boca debía estar pronunciando. Strubewell comprendió. Habló por el intercom, pero resultaba difícil oírle. Al cabo de poco tiempo, recibió algunos informes que pudo transmitirle el capitán. Por aquel entonces Burton podía oír de nuevo, aunque no tan bien como le hubiera gustado.

Aquel había sido el peor castigo sufrido por la embarcación. Había enormes agujeros en varios lugares en todas las cubiertas. Las explosiones no sólo habían atravesado las cubiertas y el casco, sino que corredores llenos de gente habían saltado por los aires. Un cierto número de mecanismos lanzacohetes, cargados con misiles, habían desaparecido, añadiendo sus explosiones a las otras. Varias tórrelas de las ametralladoras a vapor habían sido arrancadas de sus soportes.

El alojamiento de la rueda de paletas de estribor había sido casi arrancado por dos proyectiles. Pero la rueda de paletas aún seguía funcionando a un cien por cien de eficiencia.

Clemens tiene que haber visto estos proyectiles alcanzar la rueda dijo Juan. Puede que se sienta engañado a creer que nos ha dañado seriamente. Por la copa de Cristo, ¡haremos que lo crea!

Dio la orden de poner el barco en un amplio círculo. La rueda interior o de estribor empezó a girar lentamente, mientras que la rueda exterior o de babor rodaba a dos tercios de su potencia.

¡Va a venir como un perro jadeante para acabar con el ciervo herido! dijo Juan. Se frotó las manos y solió una risita.

¡Sí, está lanzándose contra nosotros como una gran bestia salida del Apocalipsis! gritó un poco mas tarde. Pero no sabe que hay un monstruo aún más temible aferrado a su cola, ¡dispuesto a vomitar muerte y los fuegos del infierno sobre él! ¡Es la venganza de Dios!

Burton se sintió disgustado. ¿Estaba realmente Juan igualándose a su Creador? ¿Se había empezado a pudrir su cerebro con e! impacto de los proyectiles y los cohetes? ¿O siempre había creído secretamente que él y Dios eran socios?

Tienen que estimar la distancia a ojo, y con esta luz no pueden hacerlo bien dijo

Juan. ¡Su sonar tampoco puede darles ninguna indicación!

El enemigo debía estar recibiendo más impulsos de retorno que el que les llegaba procedente del Rex. Los operadores del sonar debían sentirse confusos. Recibían impulsos desde cuatro blancos distintos en sus pantallas. Tres de ellos procedían de pequeños botes a control remoto que daban vueltas por el lago, emitiendo impulsos sónicos en la misma frecuencia que los del transmisor del enemigo. Las pequeñas embarcaciones contenían también generadores de ruido que simulaban el batir de gigantescas ruedas de paletas contra el agua.

Burton podía ver las estructuras superiores del No Se Alquila silueteadas contra las resplandecientes estrellas y las brillantes nubes de gas en el horizonte oriental.

Y entonces vio un oscuro semicírculo, la parte superior del Azazel, contra la iluminación celeste, justo encima del No Se Alquila.

¡Lanza tu torpedo! dijo Juan en voz alta. ¡Disparad ahora, estúpidos! Peder Tordenskjold, el jefe oficial artillero, dijo:

Las distancias son engañosas, señor. Pero la aeronave debería haber lanzado ya su torpedo.

Todos miraron al cronómetro del panel. El torpedo, si alcanzaba su blanco, debería hacerlo dentro de un margen de treinta segundos. Es decir, lo haría si el dirigible estaba tan cerca del barco como parecía estarlo. El Azazel debería haber arrojado el misil mientras estaba tan sólo a unos pocos centímetros sobre el Río. Aligerado del pesado proyectil, tendría que haber ascendido rápidamente. Su velocidad tendría que haberse incrementado también con la pérdida de peso. Así que, si ahora estaba encima, o casi encima, del enemigo, el torpedo tenía que estar a punto de impactar.

El No Se Alquila tendría que estar efectuando una acción evasiva en este preciso momento. Aunque la aeronave no hubiera sido avistada visualmente, el torpedo tenía que haber sido detectado por los sonares del enemigo. Su localización y velocidad tenía que haberse sabido instantáneamente, su forma y tamaño identificados. El enemigo tenía que saber que un torpedo estaba dirigiéndose a toda velocidad contra su popa, o, como Juan lo dijo sin la menor elegancia, «directamente al agujero del culo de Sam Clemens».

Juan se detuvo. Su rostro era todo un estudio de tuna.

Por los dientes de Dios, ¿cómo puede haber fallado a tan corta distancia?

No puede haber fallado dijo Strubewell. Quizá ha funcionado mal. Quizá se ha desviado.

Fuera lo que fuese lo que había ocurrido, el enemigo había escapado al torpedo. Tras él el semicírculo del Azazel, que había desaparecido por un momento, surgió de nuevo. El piloto y el bombardero debían haber saltado ya o estaban a punto de saltar. Sus paracaídas, equipados con un artilugio de aire comprimido, se desplegarían por completo en el momento en que saltaran de la góndola. Sin eso, no se abrirían antes de que los dos golpearan contra el Río.

Burton estimó que los dos hombres tenían que haber abandonado ya el semirrígido. Ahora debía hallarse con el piloto automático, y el mecanismo de relojería en el sistema de soltado de la bomba estaría ya tictaqueando. Otro mecanismo estaría abriendo las válvulas del hidrógeno para hacer descender al aparato. Cuando la bomba cayera, la aeronave se vería aligerada de nuevo y ascendería. Pero no demasiado. Unos pocos segundos más tarde, si la explosión no incendiaba el gas, un cuarto mecanismo haría detonar una bomba más pequeña en ella.

Burton miró por la ventanilla de proa. Las cubiertas del Rex estaban ardiendo en una docena de lugares debido a los proyectiles y cohetes. Los equipos contra incendios, enfundados en trajes aislantes, estaban rociando las llamas con agua y espuma. En unos dos o tres minutos, los fuegos quedarían extinguidos.

Burton oyó al capitán decir:

¡Ja!

Se volvió. Todo el mundo excepto el piloto estaban mirando por la portilla de babor. La forma de salchicha del dirigible estaba directamente encima del No Se Alquila. Su morro pronto tocaría la parte de atrás de la timonera.

¡Increíble! dijo Burton.

¿Qué? dijo el capitán.

Que nadie en el barco lo haya visto todavía.

Dios está conmigo dijo Juan. Ahora, aunque sea visto, será demasiado tarde. No puede ser derribado sin poner en peligro el barco.

Algo le ha ocurrido al mecanismo liberador del torpedo dijo Tordenskjold. Está funcionando mal. Pero cuando sea soltada la bomba, dejará caer también el torpedo.

Preparados para virar en redondo dijo Juan al piloto. Cuando dé la orden, dirígelo directamente contra el enemigo.

Las dos lanchas están dirigiéndose hacia nosotros, señor dijo el radiooperador jefe.

¡Seguramente pueden ver al Azazel ahora! dijo Juan. ¡No, no pueden!

Quizá la radio del No Se Alquila esté estropeada también dijo Burton.

¡Entonces El está sin la menor duda de nuestro lado! exclamó Juan. Burton hizo una mueca.

¡Señor! dijo uno de los vigías. Las lanchas enemigas se están acercando por el costado de babor.

El radar informó que ambas lanchas estaban a una distancia de cuatrocientos metros. Estaban separadas entre sí algo menos de cuarenta metros.

Están planeando atacarnos por nuestro lado de estribor cuando estemos en la otra parte del círculo dijo Strubewell. Piensan que su nave madre estará disparando entonces contra nosotros.

Puedo ver eso dijo Juan, algo irritadamente. En estos momentos deben estar intentando hacerle señales al No Se Alquila. La radio debe estar fuera de servicio también, pero seguramente pueden lanzar cohetes.

Ahí va uno dijo Strubewell, señalando hacia el brillante resplandor blanco azulado en el cielo.

Ahora verán al Azazel! gritó Juan.

Estaba a unos diez metros por encima de la cubierta de vuelos del enemigo, o al menos parecía estarlo. Era difícil estimarlo a esa distancia. Aún no estaba encima de la

timonera. Eso era evidente, pues de haberlo estado hubiera colisionado contra su estructura.

Algo pequeño y oscuro cayó por la zona de brillante cielo que separaba la aeronave y el No Se Alquila.

¡Ahí va la bomba! gritó Juan.

Burton no podía estar seguro, pero le parecía que la bomba había caído en la parte de popa de la cubierta de vuelos, quizá en su borde. El bombardero debía haber conectado el mecanismo automático, y luego él y el piloto habían saltado. Pero el control del tiempo no había sido correcto. El mecanismo liberador de la bomba debería haber sido activado cuando el dirigible se hallara en mitad de la cubierta. O, mejor aún, tan cerca de la limonera como fuese posible.

La explosión envolvió en llamas la cubierta de vuelos, y silueteó la timonera y las pequeñas figuras en ella.

La aeronave saltó hacia arriba, combándose en su parte central, su quilla retorcida por la explosión. Y su envoltura estalló en llamas, el hidrógeno en una enorme bola de fuego.

¡El torpedo! gritó Juan. ¡El torpedo! ¿Por qué no cae? Quizá lo había hecho, y no podía verse desde el Rex.

Pero a aquellas alturas tendría que haber estallado ya.

Ahora Burton podía ver al dirigible caer, envuelto en llamas. Su parte delantera cayó sobre la popa del No Se Alquila y luego se deslizó hacia el Río a través del enorme agujero hecho por la bomba de dieciséis kilos. El No Se Alquila siguió avanzando, dejando tras él la llameante envoltura que se iba desplegando. La popa del barco estaba en llamas también, con la madera de la cubierta de vuelos ardiendo furiosamente.

¡Dios reduzca a esos dos a pedazos en los más profundos pozos del Infierno! aulló

Juan. ¡Deberían haber esperado unos cuantos segundos más!

Burton pensó que el piloto y el bombardero habían sido muy valientes pese a todo. Debían haber estado aguardando hasta lo que les pareció era el último segundo posible antes de saltar. Bajo tanta presión, no podía culpárseles por haber cometido un ligero error de cálculo. No era culpa suya que el torpedo no hubiera estallado. Habían efectuado varios ensayos con un falso torpedo, y el mecanismo liberador había funcionado bien entonces. Los artilugios mecánicos funcionaban mal frecuentemente, y era su mala suerte, y la mala suerte de sus camaradas, lo que había hecho que fallaran ahora.

De todos modos, el torpedo aún podía estallar. A menos que se hubiera deslizado por la proa con los restos del dirigible. Juan no se sintió tan desgraciado cuando vio que la explosión había arrancado todas las dos cubiertas inferiores de la estructura de la timonera excepto dos viguetas metálicas que soportaban verticalmente el conjunto y el pozo del ascensor. Y esas se estaban venciendo lentamente hacia adelante bajo el peso de la sala de control.

De alguna forma, algunos de los ocupantes en la sala de control había sobrevivido. Podía vérseles silueteados contra el holocausto de la parte trasera de la cubierta de vuelos.

¡Por los testículos de Dios! dijo Juan. ¡Clemens ha sobrevivido para que yo pueda hacerle prisionero! Hizo una pausa, y luego dijo:

¡No van a ser capaces de controlar el barco! ¡Los tenemos en nuestras manos! Se dirigió al piloto.

¡Llévanos hasta la parte de babor del enemigo, a distancia de tiro! El piloto miró con los ojos muy abiertos a su capitán, pero dijo:

A sus órdenes, señor.

Entonces Juan se dirigió a Strubewell y Tordenskjóld, diciéndoles que prepararan a la tripulación primero para las andanadas y luego para el abordaje.

Burton esperó que le ordenara que se reuniera con sus marines. Permanecían aguardando en las profundidades de la cubierta superior, tras puertas cerradas, a la

espera de órdenes. Durante toda la batalla, no habían sido informados de nada. Todo lo que sabían era que el barco había oscilado y se había estremecido de tanto en tanto, y que habían sonado como truenos fuera de la estancia donde se hallaban. Indudablemente todos estaban agitados, nerviosos, sudando, preguntándose cuándo verían algo de acción.

El Rex avanzó por el Río en un ceñido ángulo hacia la embarcación alcanzada. La distancia entre los dos barcos se acortó rápidamente.

Baterías B2, C2 y D2, apunten a la cubierta superior de la timonera dijo Juan. Strubewell transmitió las órdenes. Luego dijo:

La batería C2 no responde, señor. O no funcionan sus comunicaciones, o está fuera de servicio.

Diga a la C3 que apunte a la sala de control de la timonera.

Olvida, señor, que la C3 está definitivamente fuera de servicio. La última andanada la alcanzó de lleno, señor.

Entonces que lo haga la B2 dijo Juan. Se volvió hacia Burton. Su rostro era púrpura a la luz nocturna.

Reúnase ahora con sus hombres, capitán dijo. Esté preparado para dirigir un grupo de abordaje desde el centro del lado de babor.

Burton saludó y bajó apresuradamente la escalera en espiral. Salió a la cubierta superior y avanzó a buen paso por un corredor. Sus hombres y mujeres estaban en el interior de una amplia estancia junto a la armería. El teniente Gaius Flaminius estaba fuera de la compuerta con dos guardias. Su rostro se iluminó cuando vio a Burton.

¿Vamos a entrar en acción?

Sí dijo Burton. Muy rápidamente, Reúnalos aquí en el corredor.

Mientras Flaminius gritaba órdenes, Burton se detuvo en la esquina de los dos corredores. Debería conducir sus fuerzas corredor abajo para salir al exterior. Allí tendría que esperar hasta que recibiera la orden de abordar el No Se Alquila. O, si el sistema de comunicaciones no funcionaba, tendría que juzgar por sí mismo cuándo ordenar el ataque.

Era mientras los marines estaban siendo alineados en el corredor cuando la andanada lanzada por el No Se Alquila les golpeó. Las explosiones fueron ensordecedoras; hicieron que a Burton le zumbaran los oídos. Una mampara al extremo del corredor se combó hacia adentro. Por algún lugar penetró humo, haciendo toser a todo el mundo. Hubo otro rugir que hizo retemblar las cubiertas y ensordeció sus oídos aún más. Arriba en el puente, Juan se aferraba a la barandilla y se estremecía mientras el barco vibraba. A una distancia de tan sólo diez metros, las baterías de cohetes de babor de cuatro cubiertas del Rex y las baterías de cohetes de estribor y el cañón y las ametralladoras de vapor del No Se Alquila aquellas que aún estaban en servicio, se lanzaron fuego mutuamente. Grandes fragmentos del casco de ambas embarcaciones volaron por los aires. Baterías enteras de cohetes y sus servidores se desintegraron en llamas y humo. Los dos cañones que aún quedaban en el barco de Clemens se retorcieron en sus anclajes cuando las reservas de proyectiles apiladas tras ellos fueron alcanzadas por cohetes. Dos tórrelas de ametralladoras a vapor, una en cada nave, se desmoronaron, desgarradas como un abrelatas desgarra la tapa de una lata de conservas, y luego saltaron en fragmentos cuando los cohetes o los proyectiles penetraron a través de ellas por las desgarraduras del metal.

Los grandes barcos eran dos bestias heridas, abiertos, mostrando sus entrañas, sangrando profusamente.

Además, algunas baterías de cada embarcación habían lanzado andanadas a las salas de control, los cerebros de las bestias. Un cierto número de misiles habían fallado sus blancos, o bien hundiéndose inofensivamente en el agua o bien golpeando en cualquier otro lugar. Unos cuantos alcanzaron la orilla, iniciando nuevos incendios. Ninguno llegó a

golpear las timoneras directamente. Cómo habían podido fallar a aquella distancia era algo inexplicable, pero esto era algo que ocurría a menudo en combate. Disparos que deberían haber alcanzado sus objetivos no lo hacían, mientras que algunos otros efectuados al azar daban en pleno blanco.

El afilado morro del No Se Alquila giró, ya fuera voluntariamente o por accidente, Juan no lo sabía. Su proa se clavó en la gigantesca protección de la rueda de paletas de babor del Rex, desgarrándola, alzando sus varias toneladas hacia arriba y hacia afuera y precipitándolas al Río. La proa siguió avanzando, aplastando las paletas, retorciendo la estructura de la rueda, y luego partiendo el masivo eje. En medio de las explosiones que destrozaban los tímpanos, el chirriar de metal rasgándose, los gritos de hombres y mujeres, el rugir del hidrógeno ardiendo, ambos barcos se detuvieron. El impacto de la colisión arrojó por los suelos a todos los que no estaban firmemente sujetos en las cubiertas. La proa se contrajo hacia adentro y hacia arriba, y el agua penetró por varias fisuras en el casco.

Al mismo tiempo, la timonera del No Se Alquila se venció hacia adelante. A aquellos que estaban en su interior, Miller, Clemens y Byron, los únicos que quedaban con vida en la estructura, les pareció como si cayera lentamente. Pero no era así, puesto que estaba atraída por la fuerza de la gravedad lo mismo que cualquier otro objeto. Se derrumbó sobre la cubierta de proa de la cubierta de hangares, y Clemens y Miller fueron arrojados fuera de ella. Sam aterrizó encima del gigante, cuya propia caída fue ablandada de algún modo por el acolchado y aislado uniforme y casco.

Quedaron tendidos allí durante varios minutos, desconcertados, magullados, ensordecidos, sangrantes, demasiado atontados como para darse cuenta de que podían considerarse afortunados por seguir aún con vida.

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