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EL OSCURO DESIGNIO (49)

Las nubes grises avanzaban a través del barco, llenando todas las estancias. Sam Clemens dijo:

¡Oh, no, no de nuevo! aunque no sabía por qué decía eso. La niebla no sólo se infiltraba por todas las escotillas y rezumaba en todo lo que pudiera absorber humedad, sino que penetraba en su garganta y envolvía su corazón. El agua lo empapaba, y caían gotas de él, salpicando dentro de su vientre, gorgoteando en su ingle, deslizándose hacia abajo por sus piernas, anegando sus pies.

Estaba saturado por un miedo sin nombre peor que el que hubiera experimentado nunca antes.

Estaba solo en la cabina de pilotaje. Solo en el barco. Estaba de pie junto al panel de control, mirando a través de la ventana. La niebla se aglutinaba contra ella. No podía ver a más de la longitud de un brazo al otro lado del plástico. Sin embargo, de alguna forma, sabía que las orillas del Río estaban vacías de vida. No había nadie ahí afuera. Y él estaba solo en aquel gigantesco barco, la única persona a bordo. Y ni siquiera él era necesario, puesto que los controles estaban conectados a navegación automática.

Solo y solitario como estaba, al menos nadie podría detenerle en su misión de alcanzar las fuentes del Río. No quedaba nadie en el mundo capaz de oponérsele.

Se volvió y empezó a pasear arriba y abajo de lado a lado de la timonera. ¿Cuánto tiempo iba a llevarle aún aquel viaje ¿Cuándo se levantaría la niebla y el sol volvería a brillar con toda su intensidad y las montañas que rodeaban el mar polar se revelarían por fin? ¿Y cuándo oiría otra voz humana y vería otro rostro?

¡Ahora! gritó alguien.

Sam dio un salto como si un muelle acabara de ser soltado bajo sus pies. Su corazón se abrió y se cerró tan rápidamente como el batir de las alas de un colibrí. Arrojó fuera agua y miedo, formando un charco en torno a sus pies. De alguna manera, sin ser consciente de ello, había dado media vuelta y estaba mirando directamente al propietario de la voz. Era una figura sombría entre las nubes que torbellineaban en la timonera. Avanzaba hacia él, luego se detuvo y alzó un impreciso brazo. Un seudópodo accionó un conmutador en el panel.

Sam intentó gritar: «¡No! ¡No!», pero las palabras se atropellaron en su garganta, chocaron entre sí y se hicieron añicos como si estuvieran hechas de fino cristal.

Aunque era demasiado oscuro para ver qué control había tocado la figura, supo que el barco había variado de rumbo y se dirigía ahora a toda velocidad hacia la orilla izquierda.

Finalmente, las palabras surgieron de su boca... chirriantes.

¡No puedes hacer esto!

Silenciosamente, la masa de sombras avanzó. Ahora podía ver que era un hombre. Era de su misma estatura, pero sus hombros eran mucho más amplios. Y colgado de su hombro llevaba un gran mango de madera. En su punta había un truncado triángulo de acero.

¡Erik Hachasangrienta! exclamó.

Entonces empezó la terrible persecución. Huyó a través de todo el barco, a través de todas las estancias de la timonera de tres niveles, cruzando la cubierta de vuelos, bajando una escalerilla y a través de todas las estancias de la cubierta de hangares, bajando una escalerilla y a través de todas las estancias de la cubierta de pasajeros, bajando una escalerilla y través de todas las estancias de la cubierta principal, bajando una escalerilla y dentro de las enormes entrañas del barco.

Allí, consciente del agua haciendo presión contra el casco, consciente de que estaba por debajo de la superficie del Río, corrió a través de las muchas estancias, grandes y pequeñas. Pasó entre los gigantescos motores eléctricos que hacían girar las paletas que conducían el barco hacia su destrucción. Desesperadamente, intentó penetrar en el gran compartimiento que contenía las dos lanchas. Arrancaría los hilos del motor de una y

tomaría la otra para huir por el Río y alejarse dejando así atrás a su siniestro perseguidor. Pero alguien había cerrado la puerta con llave.

Ahora estaba acurrucado en un pequeño compartimiento, intentando contener su jadeante respiración. Entonces, la compuerta se abrió. La figura de Erik Hachasangrienta se cernió en el grisor. Avanzó lentamente hacia él, la gran hacha sujeta con ambas manos.

Te lo dije murmuró Erik, y alzó el hacha. Sam se sentía impotente de moverse, de protestar. Después de todo, era su propia culpa. Se lo merecía.

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