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EL OSCURO DESIGNIO (8)

La bruma estaba disipándose. Ya no necesitaban la luz del fuego para ver el rostro de los demás. Sin embargo, más abajo de sus cinturas, las espirales algodonosas de color gris blancuzco aún eran densas. El cielo era cada vez más brillante, aunque faltaban todavía algunas horas antes de que el sol iluminara los picos del este. Las grandes sábanas blancas de gas que cubrían una sexta parte del cielo se habían desvanecido junto con las estrellas más pequeñas. Miles de las gigantes llameaban aún rojas, verdes, blancas, azules, pero su intensidad, como chorros de gas desvaneciéndose lentamente, iba disminuyendo.

Hacia el oeste, una docena de estructuras asomaba por entre la bruma. Los ojos de Jill se abrieron mucho, aunque había oído hablar de ellas a través de los rumores y del telégrafo de los tambores. Algunos eran edificios de cuatro y cinco plantas hechos con láminas de acero y aluminio. Fábricas. Pero el coloso era un gran edificio de aluminio, un hangar.

Es el mayor que haya visto nunca murmuró.

Aún no has visto nada dijo Firebrass. Hizo una pausa, luego prosiguió, pensativamente: ¿Así que has venido para enrolarte?

Ya lo he dicho antes.

Él era El Hombre. Podía aceptarla o rechazarla. Pero ella nunca había sido capaz de ocultar su irritación ante la estupidez. Ante ella había un hombre que poseía un doctorado en astrofísica y una licenciatura en ingeniería electrónica. Y los Estados Unidos no enviaban a torpes al espacio, aunque puede que tampoco fueran demasiado brillantes. Quizá era el licor lo que lo había vuelto estúpido. Como ocurría con todos los hombres. Y con todas las mujeres, se apresuró a recordarse a si misma. Seamos honestos.

Estaba cerca de ella, arrojándole al rostro su aliento de whisky. Era una cabeza más bajo que ella, con unos hombros anchos, unos musculosos brazos y un desarrollado pecho que contrastaban curiosamente con unas largas y delgadas piernas. Sus grandes ojos eran marrones, con el blanco cruzado por muchas venillas. Su cabeza era ancha, su frente abultada, su cabello color bronce tan rizado que era casi como lana, su piel de un bronce rojizo. Se suponía que era mulato, pero los genes caucasianos e indios onondaga parecían ser los dominantes. Podía pasar por un provenzal o un catalán. O simplemente por alguien del sur de Europa.

La miró de arriba a abajo. ¿Se suponía que su descarada mirada era un desafío a que le hiciera sufrir el mismo castigo que a Cyrano?

¿Qué estás pensando? dijo Jill. ¿Mis cualidades como oficial de una nave aérea?

¿O qué tipo de cuerpo hay debajo de esas informes toallas?

Firebrass soltó una carcajada. Cuando se recuperó, dijo:

Ambas cosas.

Schwartz parecía incómodo. Era bajo y delgado, con ojos azules y pelo marrón. Jill lo miró fijamente, y él desvió la vista. Ezekiel Hardy era, como Cyrano, casi tan alto como ella. Tenía un rostro estrecho, altos pómulos, pelo negro. La miró con unos duros ojos azul pálido.

Lo repetiré porque es algo que necesita quedar bien claro dijo ella. Soy tan buena como cualquier hombre, y estoy dispuesta a probarlo. Y he caído como llovida del cielo. Soy graduada en ingeniería, y puedo diseñar una aeronave de la A a la Z. Tengo 8342 horas de vuelo en cuatro tipos distintos de dirigibles. Puedo ocupar cualquier puesto, incluido el de capitán.

¿Qué pruebas tenemos de ello? dijo Hardy. Puedes estar mintiendo.

¿Dónde están tus papeles? dijo Jill. Y aunque tú seas capitán de un ballenero, ¿eso qué prueba? ¿Qué aptitudes da eso para tripular un dirigible?

Vamos, vamos dijo Firebrass. No os reventéis discutiendo. Te creo, Gulbirra. No creo que seas uno de los muchos impostores con los que he tenido que enfrentarme.

»Pero déjame dejar bien sentada una cosa. Tú estás malditamente mejor cualificada que yo, en este momento al menos, para gobernar la nave. Pero sea como sea, yo soy el capitán, el jefe, el que manda. Y voy a llevar este asunto desde el principio hasta el fin. En tierra y ahí arriba. No he renunciado a ser el ingeniero jefe del barco de Clemens para ocupar una posición menor en este proyecto.

»Soy el capitán Firebrass, y no lo olvides nunca. Si esto está bien así, lo firmaremos y lo sellaremos con sangre, y saltaré de alegría dándote la bienvenida a bordo. Puedes convertirte incluso en mi primer oficial, mi principal colaboradora, sin que esto comporte ninguna implicación sexual, aunque no puedo prometerte esto todavía. Falta aún mucho para completar la tripulación de la nave.

Hizo una pausa, inclinó la cabeza, y entrecerró los ojos.

Primer paso. Tienes que jurar por tu honor personal, y por Dios, si es que crees en alguno, que obedecerás las leyes de Parolando. No se admiten añadidos de si, y, o pero.

Gulbirra vaciló. Se humedeció los labios, notándolos secos. Deseaba no, anhelaba aquella aeronave. Podía imaginarla incluso ahora. Flotaba sobre ellos, arrojando su sombra sobre ella y Firebrass, brillando plateada allá donde el imaginario sol incidía en ella.

No estoy dispuesta a sacrificar ninguno de mis principios dijo. Habló con voz tan fuerte que sobresaltó a los hombres. ¿Son iguales los hombres y las mujeres aquí?

¿Hay alguna discriminación en sexo, raza, nacionalidad, y cosas así? ¿Especialmente en sexo?

No dijo Firebrass. Teórica y legalmente, no hay ninguna. En la realidad sí la hay, a nivel particular, por supuesto. Y hay, como ha habido siempre y en todas partes, discriminación basada en la competencia. Aquí tenemos altos estándares. Si eres una de esas que piensa que una persona debe obtener un trabajo simplemente por el hecho de que él, o ella, pertenece a un grupo que ha sufrido discriminación, entonces olvídalo. O vete de aquí.

Ella permaneció en silencio por un momento. Los hombres la miraron atentamente, obviamente conscientes de la lucha que se estaba produciendo en su interior.

Firebrass sonrió de nuevo.

No eres la única que sufre por esto dijo. Deseo, como imagino que tú también lo deseas, que formes parte de nuestra tripulación. Pero tengo mis principios, como tú tienes los tuyos.

Señaló con el pulgar a Schwartz y Hardy.

Míralos a ellos. Ambos pertenecen al siglo XIX. Uno es un austríaco; el otro es de Nueva Inglaterra. Pero no solamente me han aceptado como capitán, sino que además son buenos amigos. Quizá aún sigan creyendo, en lo más profundo de sí mismos, que soy un negro vanidoso, pero le hundirían los dientes a cualquiera que me llamara eso.

¿No es así, amigos?

Asintieron.

Treinta y un años en el Mundo del Río cambian a una persona. Si ésta es capaz de cambiar. Así que, ¿qué dices? ¿Deseas oir la constitución de Parolando?

Por supuesto. No tomaré ninguna decisión hasta saber dónde me meto.

Fue formulada por el gran Sam Clemens, que marchó con su barco, el Mark Twain, hace casi un año.

¿El Mark Twain? Eso suena más bien egocéntrico, ¿no?

El nombre fue elegido por votación popular. Sam protestó, aunque no muy fuerte. De todos modos, me has interrumpido. Existe una regla no escrita de que nadie debe interrumpir al capitán. Así que sigamos. Nosotros, el pueblo de Parolando, declaramos por la presente...

No hubo ninguna vacilación ni, por lo que Jill pudo observar, ningún error en el largo recitado. La casi total falta de palabra escrita había obligado a la población instruida a confiar en la memoria. Una habilidad que antiguamente había florecido entre los preliteratos, y los actores, era ahora un bien general.

Mientras las palabras ascendían hacia el cielo, el cielo fue haciéndose más brillante. La bruma descendió basta las rodillas. El suelo del valle seguía aún cubierto por lo que a distancia parecía como nieve. Las bases de las colinas más allá de las llanuras ya no se veían distorsionadas. La alta hierba de las colinas, los arbustos, los árboles de hierro, robles, pinos, tejos, y también bambúes, ya no parecían una pintura japonesa, brumosa, irreal y lejana. Las enormes flores que crecían en las enredaderas que serpenteaban por entre las ramas de los árboles de hierro empezaban a tomar color. Cuando el sol las iluminara, resplandecerían con vívidos rojos, verdes, azules, negros, blancos, amarillos, franjas y diamantes de entremezclados colores.

Los precipicios occidentales eran de piedra negroazulada en la que se destacaban enormes manchas de líquenes verde-azulados. Aquí y allá, estrechas cataratas caían plateadas por las laderas de las montañas.

Todo aquello le resultaba familiar a Jill Gulbirra. Pero cada mañana despertaba en ella la misma sensación de temor y maravilla. ¿Quién había formado aquel valle del Río de varios millones de kilómetros de largo? ¿Y por qué? ¿Y cómo y por qué ella, en compañía de unos treinta y cuatro a treinta y siete mil millones de personas, habían sido resucitadas sobre aquel planeta? Todo el mundo que había vivido entre el año 2.000.000 antes de Cristo y el 2008 después de Cristo parecía haber sido resucitado de entre los muertos. La excepción eran los niños que habían muerto antes de los cinco años y los retrasados mentales. Y también, probablemente, los locos incurables, aunque había dudas acerca de la definición de incurables.

¿Quién era la gente que había hecho todo esto? ¿Y por qué? Había rumores e historias, extraños, inquietantes, enloquecedores, de gente que había aparecido entre los lázaros. Brevemente. Misteriosamente. Eran llamados, entre otras cosas, los Éticos.

¿Estás escuchando? dijo Firebrass. Jill fue consciente de que todos la estaban mirando.

Puedo repetir, casi palabra por palabra, todo lo que acabas de decir respondió.

No era cierto. Pero había captado manteniendo un oído abierto, como una antena recibiendo una sola frecuencia todo lo que había considerado importante.

La gente estaba empezando a salir de las cabañas, desperezándose, tosiendo, encendiendo cigarrillos, dirigiéndose hacia las letrinas de paredes de bambú, o caminando hacia el Río, los cilindros en la mano. Los más atrevidos llevaban tan sólo una toalla; la mayoría iban cubiertos de la cabeza a los pies. Beduinos del valle del Río. Fantasmas en un espejismo.

De acuerdo dijo Firebrass. ¿Estás dispuesta a prestar juramento? ¿O tienes alguna reserva mental?

Nunca he tenido reservas mentales dijo ella. ¿Puedes decir tú lo mismo?

¿Respecto a mi, me refiero?

De todos modos no importa. Firebrass sonrió de nuevo. Este juramento es sólo preliminar. Estarás a prueba durante tres meses, luego la gente votará sobre ti. Pero yo puedo vetar el voto. Entonces efectuarás el juramento final, si eres aceptada. ¿De acuerdo?

De acuerdo.

No le gustaba, pero ¿qué otra cosa podía hacer? No iba a retroceder ahora. Además, aunque no lo supieran, ellos también estaban a prueba, en lo que a ella se refería.

El aire se hizo más cálido. El cielo occidental fue volviéndose más brillante, haciendo desaparecer todas las estrellas menos las más brillantes. Sonaron cornetas. La más próxima estaba en lo alto de una torre de bambú de seis pisos de alto en mitad de la llanura y el que la tocaba era un alto y delgado negro llevando una toalla escarlata en torno a la cintura.

Auténtico cobre dijo Firebrass. Hay algunos depósitos de cobre y zinc un poco más arriba. Hubiéramos podido quitárselos a sus propietarios, pero en vez de ello los comerciamos. Sam no nos dejaba utilizar la fuerza a menos que fuera necesario.

»Al sur de aquí, donde estaba antes Soul City, había grandes depósitos de criolita y bauxita. Los ciudadanos de Soul City no quisieron mantener su parte del trato... estábamos cambiando armas de hierro por mineral... así que fuimos y lo tomamos. De hecho agitó la mano, Parolando se extiende ahora a lo largo de sesenta y cuatro kilómetros a ambos lados del Río.

Los hombres se quitaron todas las ropas excepto las que rodeaban su cintura. Jill se quedó con una falda corta a rayas verdes y blancas y una estrecha banda de ropa, casi transparente, cubriéndole los pechos. Habían parecido árabes del desierto; ahora eran polinesios.

Los habitantes de las llanuras y de las bases de las colinas se estaban reuniendo en la orilla del Río. Un cierto número se despojó de todas sus ropas y se echó al agua, lanzando gritos ante el frío y salpicándose los unos a los otros.

Jill vaciló un momento. Había sudado durante todo el día y toda la noche remando en la canoa. Necesitaba un baño, y más pronto o más tarde debería desnudarse por completo. Arrojó sus toallas y corrió hacia la orilla, y se lanzó al agua de un solo golpe. Tras nadar de vuelta, tomó una pastilla de jabón de una mujer y se enjabonó la parte superior del cuerpo. Salió del agua tiritando, y se secó frotando vigorosamente.

Los hombres la miraron abiertamente, viendo a una mujer muy alta, esbelta, de largas piernas, pechos pequeños, anchas caderas, muy bronceada. Tenía un pelo corto, recio, de un marrón rojizo, y grandes ojos también marrón rojizos. Su rostro, como ella sabía muy bien, no era nada extraordinario. Era pasable excepto por los dientes demasiado grandes y salidos y una nariz un poco demasiado larga y aquilina. Los dientes eran una herencia de su abuela aborigen. No había nada que pudiera hacer al respecto. Ni tampoco pretendía hacerlo.

La mirada de Hardy estaba clavada en su vello púbico, que era extraordinariamente largo, denso, y de color de jengibre. Bien, debería conformarse con aquello, y estaba lo más cerca que iba a estar nunca de él.

Firebrass fue a un lado de la piedra de cilindros y regresó con una lanza. Justo debajo de la punta de acero, sujeto al mango, había un gran hueso, una vértebra de pez cornudo. Clavó fuertemente la lanza en el suelo, junto a la canoa de ella.

El hueso significa que es mi lanza, la del capitán dijo. La clavo en el suelo junto a la canoa para decirle a todo el mundo que no puede tocarla sin permiso. Hay muchas cosas como ésta que deberás aprender. Mientras tanto, Schwartz puede mostrarte tu alojamiento y luego acompañarte a una visita. Nos encontraremos de nuevo al mediodía bajo aquel árbol de hierro de ahí.

Señaló hacia un árbol a unos cien metros hacia el oeste. De trescientos metros de altura, tenía un nudoso tronco de color gris, con grandes ramas de casi cien metros, y enormes hojas parecidas a orejas de elefante con franjas rojas y verdes. Sus raíces seguramente se hundían más de cien metros en el suelo, y su incombustible madera era tan dura que se resistía a las sierras de acero.

Lo llamamos El Jefe. Nos encontraremos allí.

Las cornetas sonaron de nuevo. La gente se organizó en una formación militar bajo la dirección de oficiales. Firebrass subió encima de la piedra de cilindros. Permaneció allí de pie, observando, mientras la gente se reunía. Los cabos informaron a los sargentos y los sargentos a los tenientes, y éstos al ayudante. Luego, de Hardy a Firebrass. Un momento más tarde, la formación fue disuelta. Sin embargo, no se marcharon. Firebrass bajó de la piedra en forma de seta, y los cabos ocuparon su lugar. Fueron colocando los cilindros en las depresiones de la superficie de la piedra.

Schwartz estaba al lado de Jill. Carraspeó.

¿Gulbirra? Me haré cargo de tu cilindro.

Ella lo tomó de su canoa y se lo tendió. Era un cilindro de metal, de cuarenta y cinco centímetros de ancho por setenta y cinco de alto, pesando vacío poco más de medio kilo. Tenía una tapa que, una vez cerrada, sólo podía ser abierta por su propietario. Tenía también un asa curvada en la tapa. Atada a ella con una cuerda de fibra de bambú estaba su identificación, un pequeño dirigible de tierra cocida, con sus iniciales a ambos lados.

Schwartz ordenó a un hombre que colocara el cilindro en la piedra. El hombre lo hizo rápidamente, mirando constantemente hacia los picos del este. Pero tenía dos minutos de margen todavía. Al término de ese tiempo, el sol surgiría sobre las cimas. Unos pocos segundos más tarde, la piedra en forma de seta escupiría llamas azules de más de nueve metros de altura. El ruido de la descarga eléctrica se mezclaría con el trueno de cada una de las piedras a ambos lados del Río hasta tan lejos como podía verse. Todos aquellos años no habían acostumbrado a Jill ni a la visión ni al sonido del fenómeno. Aunque lo esperaba, se sobresaltó ligeramente. El rugido rebotó contra el reflector de las montañas, resonó de nuevo, y murió con un rumor sordo.

Todo el mundo tenía su desayuno.

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