Alice
Eros me había confundido hablándome de temas en los que hasta ese momento solo creía que existían en leyendas orientales o fábulas. Sin embargo, también me había dicho exactamente lo que tenía que hacer y, para mi sorpresa, lo había hecho de forma muy directa, de manera que no diera lugar a más dolores de cabeza. Había confirmado que lo que tenía que hacer era arriesgarme e ir a ver a mi supuesto padre. En realidad, ya sabía que eso era lo que tenía que hacer, pero ahora no había espacio para más dudas: debía conocer a mi padre, muy a pesar que con tan solo pensar en ello me pusiera a temblar de miedo por lo desconocido. ¿Sería insensible tal y como me había dicho Skay?
Únicamente había dos opciones, entre ellas cabía la posibilidad de que todo lo que había escuchado sobre los fríos fuera cierto, pero también tenía la esperanza de que eso fuera falso y que la unión que me había engendrado hubiera sido deseada. De lo contrario, estaría dirigiéndome hacia la boca del lobo sin ningún tipo de garantía de salir viva de esta.
Las palabras del Dios seguían flotando en el aire que respiraba. ¿Qué era lo que debía recordar exactamente? Mi vida no había sido tan larga como para tener muchas anécdotas importantes para olvidar. Siempre había sido "Alice la fría" desde que tenía uso de la razón. Aquella chica excéntrica y enferma de clase, a la que nadie se quería acercar.
Eros me observó durante unos segundos, con una pequeña sonrisa triste reflejada en su rostro infantil.
"No te fuerces. Estoy seguro que eres tan fuerte como para ser capaz de recordar y sobrevivir a la tormenta que está por venir." escuché que decía la voz del Dios en mi cabeza y en ese momento comprendí que estaba empezando a desaparecer tan rápido como había aparecido de la nada.
- Por favor. No me dejes sola. – supliqué al darme cuenta de que su rostro empezaba a mitigarse en el aire.
"Nunca creí que fuera posible volver a hablar contigo. Estoy ansioso por saber cuándo volverás a sorprendernos a todos."
Dicho esto, Eros se desvaneció por completo, dejándome con un sentimiento extraño de vacío. Volvía a estar sola o al menos, eso creía, pues ya no estaba segura de nada. Tenía dudas sobre todo lo que me rodeaba y sobre mí misma. ¿Pero cómo no iba a tenerlas si había estado viviendo una mentira los quince años que llevaba de vida? Me habían engañado fácilmente y había creído la realidad en la que me encontraba como la única verdadera, sin cuestionarme siquiera si realmente podía venir de otro lugar.
Suspiré de resignación e intenté disipar por un segundo aquellos pensamientos que me atormentaban para empezar a pensar cómo iba a alimentarme y a beber agua los próximos cinco días de viaje que quedaban hasta el reino de los fríos. Fue en ese momento en que me di cuenta de que Eros no se había marchado sin más, sino que me había dejado un regalo. Se trataba de un arco con flechas y se encontraba tirado en el suelo, animándome a que lo cogiera y empezara a usarlo.
Instantáneamente, me agaché y me dirigí a cogerlo. Pesaba un poco y comprobé que su color dorado y reluciente se debía a que estaba bañado en oro, igual que las flechas. En la Tierra, habría sido millonaria de haber tenido este arco en mi poder, pero ahora no tenía ningún valor, ya que las personas de este mundo no eran como en la Tierra. Al ser una versión mejorada, los Dioses debían de haberlas hecho menos codiciosas, incapaces de matar por oro. A pesar de ello, seguían siendo imperfectas y la guerra era constante.
Me colgué el arco y las flechas de los hombros y me sentí extrañamente familiarizada con aquella sensación. Tal vez en mis sueños había sido alguna vez Katniss Everdeen, ya que de lo contrario no conocía el motivo por el que me encontraba tan cómoda con aquella arma.
De repente, escuché un pequeño movimiento a mi derecha, unas pequeñas patitas que se movían a gran velocidad entre la espesura de las hierbas altas y matorrales.
No había matado nunca ningún animal, pero sabía que se trataba de uno pequeño y pensé que tal vez pudiera servirme de gran ayuda para aguantar aquel día y el siguiente.
Como si de un depredador nato me tratase, observé el paisaje que me rodeaba en busca del animal, prácticamente a punto de ponerme a rezar para que no se tratara de una rata, ya que esperaba no tener que llegar al punto de tener que alimentarme a base de carne de roedor.
Esbocé una pequeña sonrisa cuando observé a un conejo de color blanco, de tamaño considerable y de pie sobre sus dos patas. Se encontraba quieto y me observaba con sus ojillos marrones, quizá pensando cuál sería mi próximo movimiento.
Mi sorprendente instinto hizo que me preparara con el arco, lo tensé y me dispuse a apuntar, sin dejar de mirar el conejo. No recuerdo la forma en cómo aquella flecha impactó en el corazón del animal, ya que justo dispararla, tuve que cerrar los ojos. Por alguna extraña razón, la imagen de los tres conejos muertos que había visto al traspasar la barrera de los cálidos, volvió a mi cabeza y mi corazón se aceleró.
Cuando volví a abrir los ojos, el conejo estaba tan muerto como los que había visto en mi borrosa visión y empezó a llover fuertemente. Un rayo se visualizó en el cielo, iluminando el cielo que ya empezaba a oscurecerse y mi cuerpo se enderezó del miedo.
Había empezado una tormenta, pero sabía que aquella no era a la que Eros se refería. La tormenta que estaba por venir sería atroz, mortífera y lo peor de todo: inevitable.