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Capítulo 29

Skay

Sabía que volver a palacio sería como cavar mi propia tumba, pero no podía quedarme en el bosque eternamente, observando el camino por el que Alice se había marchado con el enemigo, camino de su territorio, y con la esperanza de verla regresar. Quería saber si se encontraba bien o si los fríos habían osado hacerle algún mal.

Entonces, juré que si Alice no regresaba con vida o si le hacían algo, lo pagarían caro. Los perseguiría hasta dar con ellos y matarlos. Si no lo había hecho ya había sido únicamente debido a que ella me lo había pedido personalmente, mejor dicho, me lo había ordenado.

Nunca había podido comprender el verdadero poder de los reyes ancestrales hasta ese momento. Su línea de sangre había sido especialmente dotada por los Dioses y eso convertía a los reyes ancestrales en prácticamente divinidades para muchos fieles a la corona, los cuales estaba seguro en ese momento de que habían podido ver el inmenso poder que yo acababa de ver en Alice.

Una simple orden y me había paralizado por completo, incapaz de desobedecerla, a pesar de lo mucho que odiaba que se hubiera ido con el enemigo. No sabía si mi padre podría entender lo que me había ocurrido, pero esperaba que incluso pudiera explicármelo un poco. Tal vez pudo ver este poder en la reina Opal y ese era el motivo por el que creía tan ciegamente en Alice.

Me había pasado varias horas en el claro, escuchando el sonido de la naturaleza y mirando únicamente en una dirección, y suponía ya que por ese tiempo ya estarían buscándonos a Alice y a mí, como locos, en palacio y por los alrededores.

Seguía pensando en ella cuando se hizo de noche y el frío empezó a azotarme. Era muy peligroso estar solo en la oscuridad del bosque, sobre todo cuando te conviertes en una antorcha humana cuando hay falta de luz. Si había enemigos por los alrededores del claro, en ese instante era como una diana gritando que me dispararan flechas, una bandera fluorescente para que pudieran encontrarme sin hacer mero esfuerzo.

Por ese motivo, tuve que resignarme a que si Alice regresaba, no lo haría en breve, sino que tardaría un buen tiempo. Y si no lo hacía, porque le hubiera pasado algo, tenía muy claro que iba a ser yo quien la vengara.

De modo que no tuve otro remedio que empezar a caminar de regreso a palacio. Creí que me moriría de la incertidumbre que me provocaba no saber nada de Alice, me dolía el pecho y se me había hecho un nudo en la garganta que no había manera de eliminar. Y lo peor de todo, fue el hecho de tener que asimilar lo que aquel sentimiento podía significar. Había intentado negarlo desde el momento en que la ví, pero ya no podía seguir haciéndome eso. No podía seguir negando que Alice me había encandilado. La echaba muchísimo de menos, como nunca jamás había añorado a nadie y tan solo había pasado con ella unos días. A pesar de ello, sentía que debía estar a su lado durante una eternidad y no lograba concebir la idea de haber pasado diecisiete años de mi vida sin Alice.

Sin embargo, reconocía haber sido cruel con ella, aunque solo fuera porque no quería aceptar el efecto que había creado en mí indeseadamente. Yo siempre había sido Skay, el heredero al trono, aquel que moriría por su reino, pero ahora descubría que no tan solo moriría por eso, sino también por ella.

Nunca creí que la persona que venía inesperadamente a robarme el trono, también me robaría el corazón.

El camino de vuelta en la oscuridad fue rápido, ya que no podía pasar mucho más tiempo solo en el bosque. Por tanto, llegué corriendo hasta la barrera en menos de un cuarto de hora. La traspasé sin ninguna dificultad y me relajé cuando llegué al pueblo.

De nuevo, me coloqué la capucha de la capa para no llamar la atención y me dirigí a palacio, esta vez a paso lento. Sin embargo, los soldados del mi padre ya estaban deambulando por las calles en busca de Alice y de mí.

Me sorprendí entonces, al ver a Diana con cuatro de ellos. Su rostro estaba desencajado y pude ver preocupación en sus ojos. En ese momento, me sentí muy mal por ella.

Conocía perfectamente sus sentimientos hacia mí, pero nunca los había correspondido y menos ahora, que por fin había aceptado que amaba a Alice.

Cuando me vio, lanzó un grito de alivio y vino corriendo a abrazarme.

- ¿Eres consciente de lo preocupados que estábamos todos? ¡Insensato! - me rechistó enfadada tras separarse de mí y me percaté que no la había visto antes tan fuera de lugar.

Diana siempre se había mostrado atenta y formal. Aquella era la primera vez que la veía de esa manera.

A continuación, una bombilla se iluminó en su cabeza, como si se hubiera olvidado de algo por un momento.

- Espera... ¿dónde está Alice? - preguntó intentando indagar.

No respondí, no quería decirle que había dejado que se marchara con los fríos y que quizá ahora estaría muerta, aunque quería no creer esto último. Alice era fuerte.

- ¿Dónde está el rey? - pregunté en su lugar.

- Te acompañaré. - sentenció muy seria.

Diana no volvió a preguntarme por Alice, a pesar de que sabía que se moría de curiosidad. En realidad, no volvió a abrir la boca y fue inteligente, ya que no habría obtenido ninguna respuesta a cambio. Estaba perturbado todavía por la situación y lo último que quería hacer era hablar.

Tan solo hablaría con mi padre y por motivos egoístas, pues quería que me explicara acerca del poder de los reyes ancestrales, aquel por el que ni yo ni él éramos dignos de reinar.

Cuando aparecí con Diana en el salón real, mi padre no pareció sorprendido de que Alice no estuviera conmigo.

- Has dejado que se marche, ¿verdad? - dijo, aunque no supe si su tono era el de una afirmación o el de una pregunta.

Asentí, visiblemente preocupado.

- No te preocupes, hijo, Alice es inteligente y no se dejará engañar por el rey Ageon. Temo que este la quiera usar en nuestra cuenta, como un arma mortal. - explicó mi padre secamente.

A mi derecha, Diana abrió los ojos como platos al comprender la seriedad de la situación.

- Pero me siento inútil. Yo... la quiero.

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