3 3 Muestra de lealtad

Aiko se dirigió presurosa a las caballerías con el rollo dorado en la mano, y aunque por fuera parecía segura de cada pisada que ejecutaba, en realidad no sabía hacia dónde se dirigía. No podía dejar de pensar en lo que el rey había dicho sobre ella en sus aposentos. ¿En verdad era valiosa para él? ¿Es que acaso ella era capaz de aspirar a semejante honor?

Si bien, el joven Hideki siempre fue amable y caballeroso con ella, al punto de tratarla como una igual desde que eran unos niños, la joven samurái entendía a la perfección que ese tipo de confianzas se desvanecían con el ascenso del príncipe al trono real.

Las cosas habían cambiado entre ambos desde la muerte del viejo emperador. Su amigo se había convertido en rey y con ello se perdían años de relación, juegos y conversaciones hasta altas horas de la madrugada. Ahora Renzo siempre se encontraba junto a él y el antaño príncipe se mantenía absorto en miles de ocupaciones reales que no la incluían a ella.

Aiko había cambiado su tratamiento hacia él que, si bien nunca fue maleducado o excesivo, sí expresaba la confianza que se tenían uno al otro. Dejó de mirarlo a los ojos cuando le hablaba, comenzó a tratarlo ya no como un amigo, sino como un amo y ella se comportaba como una fiel sirvienta a la espera de sus órdenes.

Hideki parecía comprender el cambio y aún peor: aceptarlo. Durante las últimas semanas se había sentido tan extraña, vulnerable y confundida. Por un lado se sentía dichosa de ver a su príncipe convertido en un poderoso emperador, y por el otro se sentía abrumada de saber que con ello perdía a su mejor amigo, al chico del cual había estado enamorada durante un largo tiempo.

Pero en esos momentos, cuando Hideki la había observado con tanto amor y ternura y, a ojos de todos había revelado que era tan importante para él como su propia vida, Aiko se sentía resucitada.

Entregó el mensaje al emisario real y volvió tras sus pasos a través de los establos y los jardines, inmensos y apacibles, que rodeaban el palacio.

A un par de metros, el estanque bramaba una suave canción, estremecido por el contoneo de los peces koi que nadaban de un lado a otro, ejecutando elegantes movimientos dentro del agua.

La joven se perdió unos momentos en la contemplación de semejante estampa, hasta que un joven soldado llegó hasta ella, de súbito y boqueando.

―¡Primera oficial! ―exclamó―. ¡Vienen los hombres de Ming y quieren asesinar a nuestro emperador!

―¿Por dónde se encuentran?

―En las puertas principales.

―¡Rápido! ―exclamó la samurái al tiempo que corría hacia el palacio, seguida muy de cerca por el soldado―. ¡Llévense de inmediato a la emperatriz madre y al emperador a las habitaciones subterráneas! Quiero ballesteros en las torres de guardia principales, redoblen a los soldados en cada habitación y en cada entrada, ¡ahora!

El chico siguió corriendo, dejando a Aiko en la entrada principal al palacio. La mujer se quedó frente a uno de los pilares y, dando un enérgico salto con un pie sobre su superficie, se sostuvo del techo que sobresalía, colgando cual pajarillo sobre la copa de un fuerte árbol. En lo alto, observó con detenimiento el camino de piedra y granito que se extendía en el horizonte. A unos metros se observaba la furiosa comitiva que acortaba el paso con suma velocidad.

Bajó de un salto y se adentró en el palacio. Un par de jóvenes le dieron alcance en la sala principal. Sostenían una fuerte armadura imperial hecha de cuero y acero. En un abrir y cerrar de ojos, las chicas la enfundaron en la armadura y una de ellas le ofreció una poderosa naginata con mango rojo. Aiko solía usarla cuando iba a enfrentarse a más de un oponente al mismo tiempo, mientras resguardaba la elegante katana en su cintura, solo por si acaso quedaba desarmada.

Las onna-bugeisha, o mujer samurái como eran conocidas en la región, se encontraban muy bien entrenadas desde la niñez. Muchos las consideraban aún más fuertes y aguerridas que los varones, pues debido a las diferencias físicas entre ambos, las samurái habían tenido que desarrollar técnicas especiales de cultivo de qi, artimañas de guerra e incluso armas específicamente diseñadas para ganar ese extra de ventaja. No podían darse el lujo de la desventaja.

Aiko tomó la naginata y corrió hacia la entrada principal, en donde un par de soldados la esperaba, montados en briosos corceles. Montó aquél de color blanco y galopó junto a su escolta hasta las puertas principales.

La estridente algarabía no tardó en hacerse oír.

La muchedumbre gritaba, los tambores retumbaban con furia y la tierra se removía con cada pisada.

Aiko atravesó los fuertes portones de madera y ordenó que fueran cerrados tras de sí. Los soldados así lo hicieron. Desde las almenas se podían observar docenas de ellos preparados para lo peor, enfundados en ballestas venenosas a la espera de la señal.

La joven respiró profundamente con la furia enmarcando su mirada. Elevó la naginata por encima de su cabeza y lanzó un fiero grito de guerra que provocó que el caballo se parase sobre sus patas traseras, lanzando a su vez un relinchido de advertencia.

La algarabía comenzó a bajar la velocidad a medida que se acercaban a las puertas reales. Algunos, armados con espadas, antorchas y lanzas, se mantuvieron al frente, gritando y escupiendo maldiciones. Sin embargo, y pese a su furia, ninguno se atrevió a ir en contra de la heredera del clan Yamagawa.

―¡¿Cómo se atreven a realizar semejante afrenta en contra de nuestro emperador?!

―¡"Nuestro emperador" es demasiado joven para gobernar! ―exclamó un hombre al frente de la multitud, enfatizando su repudio al nombrar a Hideki como un emperador.

―¿Qué tiene que ver la juventud con los designios de los Dioses? ¡Ming! ―exclamó al tiempo que lo apuntaba con la lanza―. ¿Acaso serás tú quien cuestione su voluntad?

―¡No soy solo yo! ―afirmó Ming al tiempo que elevaba ambas manos, señalando a la turba embravecida que dejó escapar vítores y amenazas a grito.

―¡Silencio! ―gritó la samurái para aproximarse un poco más a ellos, aún montada en el caballo.

A sus espaldas, los dos soldados se quedaron quietos, a la espera de sus órdenes y sin quitar un solo ojo de la multitud. Ambos se encontraban pasmados ante la valentía de la mujer que estaba exponiéndose a ser atacada por la jauría de hombres molestos.

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―¡Su majestad, la señorita Yamagawa ordenó que fuese resguardado en el sótano! ―suplicó el soldado mientras perseguía al emperador a través de los corredores del palacio.

―¡Hazle caso, hijo! ―pidió la madre emperatriz.

―No lo haré. No puedo ocultarme sabiendo que mis hombres corren peligro.

La mujer lo detuvo en seco y lo apartó un poco de los oídos de la servidumbre.

―¿Estás seguro de que puedes salir del palacio y presentarte ante todos? ¿Es que acaso has olvidado tu mal?

―Lo sé, madre. Créeme que no deseo hacerlo, no he salido del palacio en mucho tiempo y ciertamente eso no ha impedido que mi terror a ser observado por las personas continúe incrementando, pero mi deber es aún más importante que mis miedos. Tengo que hacerlo.

Tomó entre sus manos los blancos dedos de su madre y depositó un beso en ellos para dar la vuelta y correr por los pasillos. Estaba dispuesto a hacerles frente pasara lo que pasara. No podía permitir que Aiko se enfrentara sola a la gente de Ming. No podía dejarla a su merced.

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―Crecí observando los arduos entrenamientos de nuestra majestad. Presencié personalmente la dura educación a la que fue sometido de la mano de nuestro antiguo emperador; fue educado no solo en cuanto a estrategia militar, política y comercio, sino a los valores y responsabilidades que solo un buen emperador debe mantener día con día. Mi propio padre se convirtió en su maestro desde su infancia, y les aseguro que no escatimó en sabiduría, así como tampoco lo hizo nuestro antiguo y valiente emperador. Y les aseguro que contamos con uno de los emperadores más capacitados de la dinastía. ―Las personas escuchaban atentas los gritos de la mujer a quien todos conocían gracias a las leyendas de las cuales el legendario samurái Yamagawa era el protagonista. Conocían su fortaleza y veían en su mirada fiera al temible guerrero que había sido su padre―. ¡Les aseguro que nuestro emperador es digno de tener su confianza y su lealtad absolutas! Yo, Yamagawa Aiko, pongo las manos al fuego por nuestro emperador Yoshida Hideki; él guiará a nuestro reino hacia victorias aún más grandes que las de sus antecesores y creará prosperidad ahí en donde solo había existido pobreza. De no ser así, yo seré la primera en exigírselo y unirme a su causa por el derrocamiento, pero no de esta manera, no con juicios apresurados y decisiones impulsivas. Esto no es digno de nuestro reino. Respetaré a todo aquel que, bajo su propio criterio, espere a ver los resultados de este nuevo emperador. ¡Pero! ―exclamó―. ¡Si aún osan enjuiciar a un líder que aún no ha tenido la oportunidad de demostrar su valía, entonces se verán enfrentados al destino de mi espada! ―Echó una feroz mirada a Ming, misma que recorrió a cada uno de los asistentes―. ¿Quién será el primero?

Elevó el arma y continuó caminando entre la muchedumbre. Los hombres se alejaban a su paso, asustados y admirados por la valentía de aquella guerrera de quien no esperaban menos.

Tras un par de minutos, la mujer volvió tras sus pasos, regresando al portón principal.

―¡Vuelvan todos a sus ocupaciones! El reino necesita hombres y mujeres trabajadores, no alborotadores que nos dividan y debiliten ante nuestros enemigos.

Tras lo anterior, se dio la vuelta y entró nuevamente al palacio. Los soldados la siguieron una vez que observaron a la muchedumbre dar marcha atrás entre murmullos. Ming dejó escapar un suspiro de irritación al ver que la comitiva se desperdigaba entre el bosque y el amplio camino empedrado que dirigía a la ciudad.

Observó nuevamente al portón que había sido cerrado por completo y dejó que una mirada llena de rencor se apoderase de su semblante entero. Ya tendría la oportunidad de deshacerse de ese falso niño emperador.

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―Que las almenas sean despejadas salvo por los guardias de rutina, pero mantengan la vigilancia a los alrededores, incluso en los jardines del palacio ―ordenó Aiko al bajar del caballo.

De pronto, observó que todos a su alrededor bajaban la mirada con una respetuosa reverencia.

Dio media vuelta e hizo lo mismo.

―Señorita Yamagawa ―la voz dulce y varonil del emperador la sobresaltó. Parecía cargada de ternura y agradecimiento―. Caminemos.

―Como usted ordene, su majestad.

Entregó la rienda al joven encargado de las caballerizas y siguió a Hideki a través del jardín principal. El emperador caminaba con las manos entrelazadas en su espalda y la vista al frente. Anduvo así por un par de minutos antes de decir algo. Esperaba encontrarse lo suficientemente lejos de las miradas chismosas y de los oídos agudos.

―Aiko ―susurró.

―¿Majestad?

―Gracias.

―¿Ah?

―He tomado una decisión de la cual estoy seguro que no me arrepentiré jamás y quiero que sea puesta en marcha en cuanto antes.

―Ordene, majestad.

―Esta mañana nombré a Nakamura mi nuevo visir real. Como bien sabes, estará muy ocupado encargándose de asuntos de suma importancia, prácticamente será la segunda figura de autoridad para nuestro reino. Y con ese cambio se abre la vacante para el puesto de chambelán de los aposentos reales ―se detuvo de súbito y la observó fijamente a los ojos―. Tú serás mi nuevo chambelán.

Aiko se estremeció.

Era líder de la guardia real, su trabajo era asegurarse de que los soldados de entradas y salidas hicieran su trabajo y, cuando el chambelán real se encontraba fuera del palacio, era a ella quien le competía mantener el orden tras las puertas reales.

No obstante, con este nuevo puesto, su deber se ampliaba a mantener la seguridad del emperador dentro y fuera del palacio. Si bien, no llegaba al grado de comandar las fuerzas militares, continuaba teniendo control de los guardias, así como de las visitas, entradas y salidas del palacio.

―Su majestad, me honra con esta oportunidad ―dijo al tiempo que se ponía de rodillas y besaba el dobladillo de su túnica.

El emperador tomó su mentón y la obligó con suavidad a ponerse de pie. Una sonrisa perlada refulgía en su rostro, repleto de orgullo y felicidad.

―Nakamura ha ido a las oficinas de mi antiguo visir para hablarle de los nuevos cambios, en cuanto llegue, quiero que lo lleves de inmediato a mi salón. Mientras más pronto tomen sus puestos, más pronto podremos ponernos a trabajar. ¡Tenemos mucho por hacer!

―¡Me siento inmensamente feliz de poder acompañarlo en esta travesía, su majestad! No dude jamás que seré siempre una fiel servidora de la dinastía. Mataría o moriría por usted y su familia.

―¿Quién habla de muertes y asesinatos cuando se inicia una nueva aventura? Mi imperio ha comenzado, Aiko. Tal y como lo he sabido desde la cuna. Me he preparado para esto durante toda mi vida y no pienso defraudar a mi pueblo.

―Sé que no lo hará, mi señor.

El emperador dejó escapar una melodiosa carcajada, misma que cimbró el corazón de la joven guerrera, quien era incapaz de dejar de observar su rostro fino y sus cabellos lacios que vibraban con el viento. Su dulce voz era como un bálsamo en el cual se sumergía rápida y sin control, en el cual se sentía plena.

Hideki continuó su rumbo accidentado entre los árboles de cerezo y el camino empedrado que conducía al palacio y Aiko lo siguió muy de cerca con una sonrisa aflorando en sus labios de renuevo. Podría estar más cerca del emperador, podría seguirlo a donde fuera. Al menos desde la distancia ella sería capaz de amarlo en silencio.

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