2 2 Aún es él

Echó la vista a un lado; junto a ella no había nada más que el vacío y eso la entristeció.

Afuera, las mujeres del palacio traqueteaban de un lado a otro, haciendo ruidos con sus suaves pies sobre la madera. De no ser por sus estúpidos tambores, entonces ella y su emperador habrían... Se ruborizó con tan solo imaginarlo. Esos eran pensamientos que jamás podría compartir con persona alguna, se trataba del emperador, del líder máximo del reino y ella no era más que un guardia en el palacio que tenía la suerte de ser la hija del mejor guerrero que había tenido la dinastía Yoshida.

La joven se levantó y comenzó a vestirse en silencio. No tardó en apretarse el yukata femenino, asegurando la katana que había revisado con meticulosidad.

Como guardia imperial, su uniforme constaba de una armadura de placas de acero y un casco con la emblemática cresta de media luna; distintiva del imperio del poderoso Yoshida Hideki.

La joven pertenecía a los Dragones Dorados, división de la Guardia Imperial y los más cercanos al emperador.

Desde pequeña había sido adepta a las armas y a las batallas, lo que aunado a los arduos entrenamientos de su padre; un experimentado guerrero que había servido durante toda su vida a la nación de Ziduang, terminó por labrar su destino.

El emperador había muerto apenas medio año atrás, y el joven príncipe tuvo que hacerse cargo del imperio entero. Fue entonces cuando la Guardia Imperial le permitió ser parte de la nueva organización para la salvaguarda de su majestad. Y ella, como digna heredera del gran Yamagawa, fue elegida para custodiar al nuevo emperador en todo momento. Una tarea que no resultaba nada complicada si se consideraba que el joven Yoshida no salía nunca del palacio real.

La joven samurái salió de sus aposentos y se dirigió a la habitación del emperador.

En cada pasillo había guardias apostados con el rostro al frente. Sus compañeros.

Aiko no se detuvo hasta encontrarse en la pequeña sala que daba acceso a los aposentos reales. Ahí, Nakamura Renzo, el gran chambelán del palacio, se aproximó a ella.

―Señorita Yamagawa ―dijo con firmeza.

La mujer ofreció una pequeña reverencia. Ese hombre era el encargado de la cámara real, no se movía un solo papiro en todo el palacio sin que él tuviera conocimiento de ello.

―Buen día, señor Nakamura. ¿Está nuestro emperador despierto?

―Lo dudo mucho. Pasó la mayor parte de la noche revisando los papeles del consejo, planificando su estrategia de gobierno. La oficina real es un caos de mapas, documentos y tratados. Seguramente dormirá hasta tarde, pero si llega a pasarse del medio día, me temo que tendrá que despertarlo.

―Así lo haré.

El chambelán extendió una orden silenciosa a los dos guardias que vigilaban la entrada del dormitorio real. Estos salieron de la sala, permitiéndoles la entrada al siguiente turno. Los dos hombres ataviados con armaduras de acero se colocaron frente a la puerta del emperador con la mirada al frente y el cuerpo rígido.

―Me marcho ahora, pero no tardaré en volver. Que tenga un excelente día, señorita Yamagawa.

Aiko reverenció al hombre.

―Igualmente, gran chambelán.

En cuanto se vio a solas, la samurái se adentró a la oficina real, que estaba unida a la sala anterior a los aposentos del emperador y a los propios aposentos del chambelán.

Se acercó a la imponente mesa dorada que reposaba al centro de la estancia, la cual se encontraba decorada por pilares rojos y arabescos dorados. Toda la habitación guardaba el mismo estilo decorativo.

Como bien había mencionado el gran chambelán, el escritorio estaba a rebosar de hojas, libros y tinta. Aiko se aproximó a este y acarició con suavidad la férrea silla del emperador, imaginando con los ojos cerrados la magnífica figura de Hideki, sentado sobre el suave cojín rojo, revolviendo papeles y leyendo pergaminos. ¡Cuánto amaba verlo trabajar! No tenía mucho tiempo como emperador, de hecho, aún no lograba hacerse a la idea de serlo, pero trabajaba férreamente para cumplir con sus obligaciones reales y eso era algo que ella admiraba de Hideki.

Tenía un profundo deseo de ayuda al prójimo, una voluntad de hierro y un genuino compromiso con su pueblo.

―Aiko ―la voz era varonil, firme y suave a la vez, como el ritmo de un tambor.

Ella se dio la vuelta y enseguida ofreció una amplia reverencia. Se ruborizó. ¿Cuánto tiempo había pasado acariciando la silla del emperador? ¿Él la había visto?

Yoshida Hideki se aproximó al escritorio. Vestía un hermoso yukata negro con motivos dorados; el suave cabello lacio y largo hasta media espalda caía a cada lado de su perfilado rostro, enmarcando los ojos suaves, rasgados y expresivos, de un color negro azabache.

―¿Qué novedades tienes para mí?

―Su alteza, parece que algunos comerciantes han tenido discusiones acaloradas debido a los extranjeros de Narakawa. Dicen que la competencia no es del todo equilibrada y se han visto en la necesidad de malbaratar sus productos para poder venderlos.

El rey tomó asiento en la silla frente al escritorio, escuchando atentamente la suave voz de su guardia personal y quien lo ayudaba a escuchar la voz de su pueblo. El gran chambelán solía hablarle de asuntos de estado, estatus de las estrategias de guerra llevadas a cabo en la frontera sur, diplomacia entre naciones, pero nunca del pueblo.

―Me parece que será necesario un incremento en los impuestos de productos hechos y distribuidos por Narakawa. ¿Qué te parece un diez por ciento? ¿Crees que ayude a nuestros comerciantes?

―Sin duda será de gran ayuda para sus comerciantes, majestad.

―Entonces está decidido ―afirmó al tiempo que escribía en una hoja de papel hanshi con la orden que acababa de dictar.

Sacó un sello dorado del cofre que yacía a su lado derecho y firmó el documento, soplando con suavidad para que la tinta terminara de secarse.

Durante todo ese tiempo Aiko permaneció en silencio y sin poder dejar de observarlo. Sus pestañas de seda se movían de un lado a otro mientras él escribía. Los labios fruncidos al soplar en la hoja le parecieron renuevos rosados de la flor más exquisita. Como dos brotes de loto que se mueven con la brisa del viento veraniego.

En cuanto la tinta secó, Hideki le extendió la hoja.

―Por favor, entrégalo al secretario de comercio. Que la orden se ponga en vigencia ya mismo.

―Como usted ordene, su majestad ―respondió ella, recibiendo el pergamino―. ¿Desea algo más?

―Deseo tantas cosas más ―afirmó él al tiempo que masajeaba sus ojos con preocupación―. Toma asiento ―le pidió, señalando la silla frente al escritorio. Aiko obedeció―. Renzo espera que pronto estalle la guerra en la frontera sur. Hasta estos momentos hemos tenido controlada la zona con estrategias defensivas, pero es posible que no duremos demasiado si continuamos pasivos.

―Entiendo.

―La diplomacia es el futuro de las relaciones entre naciones, sé que así será. Y hay zonas en el territorio de Kionara que sin duda alguna corresponderán a esta filosofía política, pero la nación perteneciente al rey Songh será muy complicada.

―Su ejército quiere guerra y es lógico, para eso han sido entrenados. Sin guerras no incrementan sus posesiones, ni mejoran las vidas de sus familias, pero entiendo su preocupación.

El rey asintió.

―Y sabes también lo difícil que es para mí esta situación.

Sus ojos se tornaron melancólicos. Ambos habían sido muy buenos amigos durante la infancia, se conocían desde hace tanto tiempo y habían compartido cientos de charlas durante el tiempo en que Hideki, aún como príncipe de la corona, fue enviado al palacio de Zohar para su entrenamiento real. El padre de Aiko fue enviado también como salvaguarda de la integridad del príncipe y maestro en estrategia militar. Los dos contaban apenas con dieciséis años, y eran los únicos adolescentes en el palacio repleto de sirvientes y guardias adultos. Por lo que no era una sorpresa que terminaran siendo muy cercanos.

En ese pequeño palacio los chicos podían pasar juntos el día entero sin que la madre emperatriz o alguien más dudara de su amistad e intentase poner trabas a su relación.

Quizás, de haber estado alguna de sus madres presentes durante la temporada en Zohar, alguna se habría percatado en seguida que algo más que un cariño fraternal comenzaba a nacer entre ellos. Que las charlas y los paseos para mirar el atardecer eran peligrosos para jóvenes de su edad.

Ahora, tras el nombramiento real llevado a cabo tan solo unos meses atrás, los chicos no habían podido conversar de la misma manera que antes. Hideki se encontraba demasiado ocupado con asuntos de Estado, sin mencionar que, tal y como el propio Nakamura Renzo le había advertido, no era correcto que el rey imperial perdiera su tiempo charlando con un guardia del palacio.

Hideki contaba apenas con dieciocho primaveras, y pasar tanto tiempo entre adultos le parecía exasperante. La compañía de Aiko hacía mucho más grata toda aquella situación, en la que habían cambiado tantas cosas a su alrededor. Primero la muerte de su padre, asesinado durante su última expedición a territorio sureño en uno de los tantos intentos de expansión. Y después su nombramiento como legítimo emperador, con las responsabilidades que ello conllevaba.

Aiko bajó la cabeza cuando el rey se quedó ensimismado en sus propios pensamientos. Sabía que Hideki, pese a su entrenamiento militar, tenía un grave problema al ver la sangre. Era una persona demasiado sensible al respecto y no sería capaz de controlarse en medio de un escenario de guerra.

―Estoy segura de que podrá con esto, su majestad. Los sueños de expansión de su padre no tienen que ser los suyos...

―No ―la interrumpió―. Es necesario expandir mi reino, conquistar nuevas tierras, especialmente las del sur. Solo así podré ganarme la confianza de mi pueblo, podré demostrar a otros reyes que no soy un emperador débil y que pese a mi corta edad tienen motivos para temerme. ―Se recargó en el respaldo, apretando el descansabrazos―. Además, esas tierras son importantes para nuestra agricultura. Debemos conseguirlas... pero...

―Lo sé ―susurró Aiko―. Su majestad, sé que solo soy un guardia más del palacio, pero si es necesario ir a la guerra, será un honor para mí que me permita acompañarlo. Ante cualquier adversidad, tendrá mi arma y mi vida a su disposición.

El rey sonrió con suavidad. Aiko había hablado con total entereza y respeto. Había sinceridad en su mirada, y eso era sumamente valioso para él, que se encontraba perdido en un mundo desconocido, sin saber en quién confiar.

―Aiko, no lo hagas, no me digas majestad cuando estamos a solas. Soy Hideki, ¿ya se te olvidó?

―No es correcto.

―¿Qué importa lo que es correcto y lo que no? ¿De qué serviría ser el emperador si no puedo hablar tranquilamente con mi...

Se detuvo. Ni siquiera él estaba seguro de lo que iba a decir.

De pronto alguien tocó a la puerta, y tras el primer golpe, los guardias apostados al exterior abrieron de par en par para permitirle la entrada a cinco mujeres cargadas con platillos y postres. Junto a ellas, se adentró Renzo, quien volvía de sus tareas mañaneras para continuar asesorando al rey en cualquier cosa que necesitase. Su trabajo era asegurarse de que el emperador tuviese todo lo necesario para liderar a la nación. También fungía como consejero real.

―¡Hora del desayuno! ―advirtió con una sonrisa mientras reverenciaba al emperador. Las mujeres también lo saludaron de modo reverente y ante la orden implícita del chambelán se dispusieron a preparar la pequeña mesita para que el rey pudiera desayunar.

Aiko se levantó para probar los alimentos, tal y como era su deber. Pero antes de dar el primer bocado, Hideki la detuvo, cogiendo su mano para evitarlo. La mujer sintió un vuelco en el estómago.

―A partir de ahora que alguien más realice esa tarea ―ordenó.

―¿Su majestad?

Renzo enmudeció, confundido por la acción del rey.

―Nakamura, la vida de mi mejor guardia es importante para mí, así que deberás traer a alguien más para esta tarea.

Renzo asintió con cerelidad.

―Yo personalmente me encargaré de eso a la brevedad, su majestad.

―Bien ―asintió el emperador, volviendo a su habitación―. Necesito afinar algunos detalles contigo. Señorita Yamagawa, permítanos.

Aiko, aún sin poder creer lo que había sucedido, reverenció al rey y se marchó en retroceso. Todos en el palacio tenían prohibido darle la espalda a su majestad, por lo que no era correcto salir de una habitación dándose media vuelta, tenían que caminar en reversa.

Ante su rostro, las puertas fueron cerradas por los guardias y ella se quedó ahí de pie, en silencio, intentando contener su emoción. ¿De verdad Hideki había dicho que le importaba su vida? ¿En verdad le había mostrado tal muestra de cariño en frente de su chambelán, de los guardias y de las criadas?

A pesar de que sabía de sobra que su amor era algo prohibido, ella no pudo dejar de sonreír ante la muestra de que aún existía ese chico que había conocido en el viejo palacio y del cual se había enamorado perdidamente.

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―Su majestad, ¿en verdad cree conveniente que la señorita Yamagawa tenga el privilegio de ser considerada como valiosa para usted?

―Lo es, Renzo.

―Lo entiendo, señor, pero es posible que eso cause conflictos entre guardias reales, incluso entre otros sirvientes.

El rey echó sus largos cabellos hacia atrás y tomó asiento en la pequeña sala de la terraza a la que Nakamura Renzo lo siguió. El hombre permaneció de pie junto a él, mientras el rey, sonriente, dejó escapar un largo suspiro al tiempo que observaba el magnífico paisaje que se extendía a los pies de su recámara. Un río largo y profundo serpenteaba tras las murallas del palacio, y la cascada de la que brotaba embravecido podía escucharse con total claridad.

―No te preocupes por eso. Después de todo es la jefa de mi guardia privada; mejor dime qué noticias tienes sobre Kionara.

―Nuestros diplomáticos ya fueron enviados a la ciudad real. Como usted lo ordenó, llevan presentes y semillas de nuestro reino. Es muy posible que las relaciones entre ambos reinos mejoren con usted a cargo.

El rey asintió.

―Mi padre nunca quiso hacer las paces con el rey Yang Chen, pese a que las relaciones entre este y Songh no se encuentran del todo bien. Su proximidad con nuestros enemigos podría sernos de gran ayuda, y también podría ser perjudicial para nosotros si es que deciden aliarse.

―Totalmente de acuerdo, su majestad. Me alegra que haya cambiado su postura sobre Kionara. El rey Yang Chen se ha mostrado abierto al diálogo en otras situaciones, por lo que el panorama resulta conveniente para nuestro reino.

―Tener una postura neutral con ellos nos ayudará a expandir nuestro reino hasta Songh y derrotar finalmente a esos impostores. No quedará una sola piedra de sus murallas y el rey Dimash tendrá que doblegarse ante nuestro ejército.

La voz del emperador era fuerte y tenaz, decía justamente lo que un soberano debía decir y acataba las reglas estipuladas para la diplomacia y la guerra.

―Y eso quiere decir que necesitaré a mi lado a los mejores estrategas ―prosiguió el rey. Renzo lo miró, confundido―. El visir Kiyoshi ha servido durante muchos años a mi padre y al imperio, es justo que reciba un descanso y una gratificación por los años entregados a la dinastía. Es por ello por lo que he decidido conveniente liberarlo de sus responsabilidades.

―¿Su majestad?

―Lo que quiero es que te asegures de comprar una casa para él y su familia en cualquier sitio que él deseé, así como una generosa pensión de por vida. No quiero que tenga ni un solo problema, ¿está claro?

―Por supuesto, alteza. Considérelo hecho, ¿y su reemplazo?

El emperador sonrió con suavidad.

―Lo tengo frente a mí.

Nakamura elevó las pobladas cejas y observó al emperador.

―¿Yo? ¿El gran visir?

―¿Consideras que no eres apto para el puesto?

―Me sorprende mucho, su majestad. Por supuesto que daré mi máximo esfuerzo.

―Bien, porque no pienso liberarte de esa responsabilidad. A partir de ahora tendrás la autoridad del gran visir, tu palabra será una orden para todos mis súbditos y después de mí no habrá más autoridad que la tuya. Espero mucho de ti, Renzo.

El hombre se arrodilló ante el emperador, cogió el dobladillo de su yukata y lo besó con vehemencia.

―¡Gracias, su alteza! ¡No sabe cuán honrado me siento de pertenecer a su imperio! Le juro por mi vida que no lo defraudaré, me conduciré limpiamente, como un digno emisario del poder que usted ostenta.

―Estoy seguro de que así será ―advirtió Hideki con el mentón elevado. Dejó que Renzo se recuperase de la noticia y volviera a su lugar antes de continuar―: Claro está que antes de que puedas desarrollarte plenamente en tu puesto, es necesario que encuentres a tu reemplazo. Hazlo lo más pronto posible, pues tenemos mucho por hacer.

Hideki recibió con agrado la reverencia de su nuevo visir.

Se encontraba entusiasmado con la decisión que acababa de tomar. Nakamura Renzo era un hombre experimentado, había fungido como general del ejército y librado batallas junto a su padre durante mucho tiempo, y más tarde, como chambelán del palacio, no se despegaba jamás del antiguo emperador Yoshida Yoshitsu. Nunca entendió por qué su padre no lo había nombrado visir aún, pero creía que bien podría deberse a cierto sentido de lealtad hacia Kiyoshi.

No obstante, el imperio cambiaba, y así como el paso del tiempo había causado transformaciones en el viejo visir, del mismo modo su gente debía comprender que eran tiempos nuevos, y que el cambio de rey beneficiaría a los suyos, trayendo consigo grandes transformaciones.

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