Cumplí mi palabra y envié comida para ese pobre trio de desafortunados. Papá no lo vio extraño; sabía que tenía un punto débil para los esclavos y que no me gustaba del todo la idea de tenerlos ahí. Sabía que tenía corazón amable, así que solo lo permitió con una condición: que no volviera a verlos.
Así pues, mis visitas se cortaron antes de poder volverse recurrentes.
La vida siguió impasible, ajena al sufrimiento de aquellos que vivían en nuestro sótano. Yo regresé a mi aburrida rutina, aunque no excenta de pensamientos invadidos por esos ojos.
Intenté averiguar el nombre de ese esclavo, pero papá resultó ser bastante cerrado con esa información. Me advirtió incluso que no me atreviera a buscar ni desafiarlo, lo que me obligó a dejar el asunto si no quería un feo castigo.
—Diane, te estoy hablando.
Mamá me sacó de mis pensamientos, haciéndome regresar la vista del patio bajo la ventana a su rostro. En las manos tenía su bordado, finamente detallado y perfecto como siempre; algo que yo nunca lograría por más que me esforzase.
—Lo siento, es que estoy cansada. —Le repetí con un suspiro, levantándome del marco de la ventana para regresar a mi asiento.
—Has estado cansada por media hora, ¿No deberías estar ya bien? —Me tendió mi bordado a medio terminar, con algunos detalles mal hechos aquí y allá. —Anda, terminalo y puedes irte.
—Mamá, por más que intentes forzarlo no se me da. —Le repetí con un mohín, pero ella lo ignoró.
—La práctica hace la perfección.
Pero antes de poder reanudar mi trabajo, Daniel, el mayordomo de la casa, tocó a la puerta del salón y asomó la cabeza por mi madre.
—Milady, ha llegado el doctor. La está esperando en el recibidor.
Su rostro se iluminó con alivio, olvidando por fin todo pensamiento referente a la tortura del bordado.
—Ah, maravilloso. Iré de inmediato.
Olvidando mi existencia por sus preciadas drogas medicinales, desapareció con Daniel y yo no tardé en esfumarme de esos deberes. Era peor que estar en la escuela.
Buscando un lugar donde esconderme y descansar los dedos, llegué a la bodega de la caballeriza, dónde el olor a cuero invadió mi nariz como un aroma relajante a mis sentidos.
Me encantaba cabalgar, pero no podía hacerlo tan seguido como quisiera. Así que en cambio, buscaba la tranquilidad del olor de las sillas.
Acostada en un montón de paja, estaba a punto de caer al abrazo de Morfeo cuando un agudo sonido llegó a mis oídos. Parpadeé confundida de no saber si habían sido mis sueños o la realidad, pero el sonido volvió a repetirse y añadido a ello un gruñido de un hombre enojado.
Con la curiosidad al pico, me levanté de mi rasposa cama para asomarme por la ventana, viendo el momento justo en el que el sonido –que eran latigazos– volvía a golpear contra la piel de un esclavo.
El sudor de la espalda de ese león voló por los aires, pero el alarido de fastidio no vino de él... Sino de su "entrenador".
El que sujetaba el látigo tenía rostro de cansancio, sudoroso y enojado. Cada golpe era un esfuerzo del brazo, pero creo que lo que le enojaba era el hecho de que no producía queja alguna, ni llegaba a ver sangre como uno esperaría.
—¿¡Cuál es tu problema, bestia!? ¡Sangra! ¡Chilla de dolor como todos los demás! ¡Aguantarte solo hará que siga adelante!
No tenía que ser una experta de la tortura para saber que quien no iba a poder continuar en realidad era el guardia. El león de melena negra no parecía ni inmutarse, y más bien parecía aburrido ahí hincado.
¿Qué le pasaba? ¿Es que no sentía dolor alguno? Cada sonido del latigazo me mandaba escalofríos por el cuerpo, pero él no parecía ni notarlos. Y como si hubiera sido llamado por los ecos de mis pensamientos, sus ojos subieron directamente a encontrarse con los míos. No sé cómo lo hacía, pero parecía encontrarme siempre y sin esfuerzo.
Lo que más me llenó de escalofríos fue que me sonrió, ignorando el látigo besando su espalda. ¿Cuál era su problema?
—¡Arrgh! Si no harás ningún sonido, entonces quédate aquí pudriendote bajo el sol. ¡Nada de comidas por una semana! ¡Púdrete, maldita bestia!
Dicho y hecho, el primero en cansarse fue el guardia, que solo tiró el látigo con fastidio a un lado y le gritó a sus compañeros que lo dejarán ahí encadenado. De todas maneras no podría huir.
Todos desaparecieron sin dejar rastro, casi como una invitación para salir y verlo más de cerca.
Sabía que no debía... Sé que si alguien me veía, le dirían a mi padre sin falta. Era parte de los amos en esa casa, pero nadie me obedecía a mi, sino a mi padre.
Pero a pesar de eso, no pude contenerme. Sus ojos me llamaban igual que el primer día, y mi curiosidad obtuvo lo mejor de mi como de costumbre.
Al salir por la puerta de la bodega, el olor golpeó mi nariz con rapidez y tuve que taparme con una mano. El olor a sudor era insoportable en ese lugar, y sumado al terrible sol que ese día había decidido salir, era demasiado penetrante. Aquel león no tardó en burlarse de mi por ello, estoy segura, pero a mí no me importó en absoluto. Detestaba los olores así.
—Si no lo soportas, ¿Por qué te molestas en salir de tu torre, princesita? —Su profunda voz volvió a provocar extrañas sensaciones en mi interior, pero la molestia del olor me permitió concentrarme y no perderme en esas ideas extrañas.
—Un pequeño precio a cambio de ver el espectáculo de un zoológico. —Le respondí sin inmutarme, intentando aparentar más seguridad de la que sentía.
Levantó una ceja, viéndome con cierto desdén que me hizo arrepentirme de mis palabras.
—¿Te gusta ver la tortura de otros?
Me quité la mano de la boca, aguantandome el asco del olor.
—No. —Admití con seguridad, desviando la vista solo un segundo al patio y luego al suelo. —Pero me sorprendió que no reaccionaras a ningún latigazo. ¿Realmente estás bien? ¿O solo fingías que no te dolía?
Se me quedó viendo un largo rato antes de responder, con expresión de duda. No podía culparlo. A veces mi boca hablaba antes de lo que pensaba mi cerebro. Debía parecerle extraño que estuviera ahí preguntando eso.
—¿Y a ti qué te importa? ¿Qué quieres?
Mi seguridad se desvaneció un poco con esa desconfianza, pero no cedí.
—Nada en particular. Es solo que... Me pareces intrigante. —Admití ocultando mis manos temblorosas detrás de mi cuerpo, sin querer verle a los ojos con temor a delatar algo que no debería como que la noche después de verlo por primera vez no había podido dormir, solo de pensar en él. —No pude averiguar tu nombre y padre me prohibió volver a bajar. Parece que eres más interesante de lo que esperaba.
Le eché un rápido vistazo, pero no me atreví a verle a los ojos más tiempo del necesario.
No sé movió ni respondió, lo que empezó a hacerme sentir incómoda y confundida. ¿Por qué no hablaba?
Volví a girar los ojos a su rostro, solo para encontrarlo sonriente.
—¿Qué? —Le pregunté en un tono ofendido, quizás sintiéndome expuesta de mi interés irracional hacia él y ahora poniéndome a la defensiva.
—Así que la princesita no pudo obtener lo que quería. —Su voz volvió al tono profundo del primer día, pero está vez el ligero ronroneo me hizo sonrojar y sentir mis interiores voltearse de lo que supuse eran nervios. —Debe ser un mal trago para una niña mimada como tú...
—No soy una niña mimada. —Respondí como idiota, víctima de su provocante burla.
—Oh, claro que lo eres, princesa. ¿Por qué sino viniste a contarme para que yo te dijera directamente mi nombre?
—No lo estoy haciendo por eso. No me interesa tu nombre. —Repetí ciertamente ofendida y a la contraria, lo que me ganó una inesperada carcajada de su parte. El sonido fue extrañamente agradable a mis oídos, pero también alarmante. —¡Sshh! ¡Te van a oír!
Su sonrisa se quedó viéndome, todavía notablemente divertido solo por burlarse de mí.
—Ah, qué linda princesita. ¿No acababas de decir que era alguien "intrigante"? Te contradices a ti misma con rapidez, gatita.
Me sonrojé por el nuevo apodo, además de sus palabras que sin querer habían dado en el clavo.
—Si conozco tu nombre, me metería en problemas; estoy segura. No quiero saberlo y aún así me pareces intrigante, ¿Es que no se puede?
Su sonrisa se ensanchó, justo antes de inclinarse lo mínimo para acercarse a mí, lo que me hizo dar inconscientemente un paso atrás.
—Todo lo que se necesita es la curiosidad, gatita... De ahí en adelante, todo empieza a derrumbarse lentamente...
Apreté la mandíbula, a la par de mis puños detrás de mi cuerpo. Ese hombre... No, ese taur intentaba tentarme a cosas que no debía. Me producia un interés que no debía estar ahí y ahora mismo estaba rompiendo una de las reglas de mi padre por eso mismo.
Tenía razón, lo sé... Pero no iba a admitirlo de ninguna manera.
—Disfruta tu castigo, león. —Dije con sequedad, intentando de nuevo aparentar desinterés.
Antes de que se diera cuenta de otra cosa, empecé a alejarme, pero su voz me hizo detenerme antes de regresar a la mansión. Un detalle innecesario que no me habría gustado saber... Porque pasaría toda la noche pensando en eso otra vez.
—Y por cierto, gatita. El olor que detectas es solo el del humano sudoroso. Todos huelen igual de asqueroso.
Volteé sin querer, notando su sonrisa blanca con esos colmillos prominentes brillando a la par que sus ojos.
¿Entonces... A qué oleria él?
Seguro a mugre y otro tipo de sudor...
¿Verdad?