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El Regalo de Paz

POV Eirwen

Como una maldición, mis sueños me llevaron de regreso al día en el que mi vida cambió drásticamente de un momento a otro, por la sola razón de llevar la sangre del elfo que condenó mi vida con sus acciones.

Con solo 15 años élficos1, ya usaba vestido blanco, un velo sobre mi rostro y cargaba un ramo de rosas blancas en mis manos. Mi caravana avanzaba por un camino pavimentado de piedras blancuzcas, rodeados de Cambiantes de todos los tipos y tamaños que nos observaban con desdén, burla y gritando insultos y maldiciones. No éramos bienvenidos, pero no podían echarnos tampoco.

Después de todo, iba de camino a casarme con uno de sus Príncipes Dragón.

El velo blanco evitaba que vieran mi rostro o cómo lucía en general, pero de todas maneras eso no me ayudaría a esconder mi apariencia para evitar las miradas sucias que me dedicarían en el futuro. Mientras todos ahí mostraban un rasgo animal en sus cuerpos, yo destacaba por no tener nada más que mis orejas puntiagudas, la seña característica que nos diferenciaba de los vampiros, brujos y los pocos humanos que aún existían, además de mis ojos cambiantes de color y tamaño.

En ese reino, ser una elfa era maldición peor que la muerte, especialmente después de la guerra.

Pero para detener la misma, ahora caminaba en el altar hacia la criatura que me esperaba impaciente al final del camino.

Aunque no recuerdo haberlo visto ese día, mi sueño simplemente acomodó todo en su lugar, y el rostro de ese Dragón apareció sobre mí, intimidándome, viéndome con burla y un deseo de torturarme que a la fecha aún me aterrorizaba.

Sonrió, y la fila de colmillos mandó escalofríos por mi cuerpo, recordando las múltiples veces que se ensartaron en mi piel. Las náuseas me invadieron, terminando con esas fatídicas palabras que sellaron mi destino.

—Sí, acepto.

Me desperté con un grito y un sobresalto, sudando frío pero temblando aun así.

Aquella pesadilla me perseguía anualmente como un recordatorio de mi aborrecible aniversario de bodas. Hace 10 años había llegado a ese reino rodeado de montañas y volcanes, rodeada de enemigos y soledad.

A pesar del tiempo, mi memoria élfica seguía fresca y funcional como lo sería por los siguientes 100 años. Aún recordaba todo lo que había sucedido en el primer año que había estado en ese lugar como si hubiera sido ayer.

El festín de bodas hecho únicamente por platillos carnívoros, de animales con los que yo convivía como amigos y compañeros. Las burlas de todo el consejo de Cambiantes para mí, la prisionera de guerra que además de bañarme en insultos, lo hicieron de vino, ensuciando mi vestido blanco de bodas de un intenso rojo que solo reflejó mi futuro en ese lugar. Los latigazos, azotes, torturas, maltratos... Juro que no hubo un día en el que no tenía un moretón, herida o dolor oculto en alguna parte de mi cuerpo en ese tiempo. Un año en el que lo único constante y seguro de mi vida era el dolor.

Ni siquiera mi rápida sanación era suficiente para tanto, y aunque los elfos usualmente tenían cuerpos inmaculados y libres de cualquier defecto, el mío había guardado cicatrices de ese tiempo. Mi espalda, mis piernas y brazos estaban llenos de finas líneas blancas como la nieve, y aunque las de atrás eran las más evidentes, por lo menos las de mis extremidades pasaban desapercibidas por mi tono de piel, a menos que alguien se acercara bastante a buscarlas.

Me levanté de la cama, aún temblorosa y viendo dichas líneas en mi piel. No olvidaría cómo me hicieron cada una de ellas... y eso era mi constante maldición.

Cuando me senté con las piernas fuera de la cama, me di cuenta entonces que no solo era mi sudor lo que había mojado mi cama. Había sangre también, y maldije una vez más haber nacido mujer.

Esas eran mis sábanas más nuevas. Acababa de hacerlas hace apenas dos semanas.

Mi periodo no era regular, así que no había manera de estar segura cada cuándo lo tendría. Al no tener un bosque saludable a mi alrededor, mi cuerpo también se debilitaba en ciertos aspectos. No era saludable como lo sería rodeada de mi hogar lleno de árboles ancianos, así que solía enfermarme seguido y me cansaba más rápido de lo normal. Tampoco tenía mucho acceso a mi conexión con la tierra y mi magia se debilitaba cada día más al punto en el que ya parecía más un recuerdo que una parte de mí.

Pero todo eso empeoraba con mi periodo.

Me toqué la frente, notando de inmediato la fiebre que me estaba cargando el cuerpo.

Sería un mes complicado una vez más. Envidiaba a las humanas que solo tenían una semana máximo de sangrado; yo tenía que soportar hasta tres meses de sentirme mal y desesperada.

Bueno, pero como siempre, prefería pasarlo aquí sola que en la ciudad o en el castillo. Los Cambiantes se volvían locos con cualquier tipo de hormona que detectaban, y recuerdo que las primeras veces que sucedió en un lugar lleno de ellos no fue nada grato.

Las marcas de mi cuerpo y los recuerdos de todos esos monstruos atraídos por mi aroma haciendo cosas poco agradables a mis ojos difícilmente se iban. Pero al menos seguía siendo virgen, pues a todos les daba asco la idea de violar a una niña elfa. Para ellos era el equivalente a follarse a un simple perro en ese tiempo. El odio entre razas era absoluto.

Eso fue bueno en su momento, pues si uno de esos Cambiantes me hubiera violado, me habría ido peor, siendo que el cuerpo de los elfos era adaptable a su pareja sexual, cambiando según el tipo de sexualidad que tenía.

Y los Cambiantes tenían sus categorías de Alfas, Betas, Gammas, Omegas... es decir, mi cuerpo habría cambiado a adaptarse a ese mundo. Me aterrorizaba la idea de aquello, por eso mi pueblo solía procrear únicamente entre nuestra propia especie o con aquellos más parecidos a nosotros.

Me levanté quitando las sábanas, y a pesar de estar con fiebre y dolor, me cambié y salí a lavar esa horrible mancha. Si no la quitaba lo más pronto posible, sería más difícil quitarla y el olor podía atraer animales salvajes.

En el exterior, la mañana apenas empezaba a despertar.

Mi cabaña estaba al lado del único bosque que había en esa región; era parte del jardín del castillo de los dragones, y mi única fuente de nutrimento para mi cuerpo desesperado de verdor.

Estaba a medio camino del monte, entre la ciudad abajo y el castillo arriba, justo en la parte más alejada de ambos puntos y la más solitaria. Mi vista eran campos de cultivo hacia abajo, llenos de neblina a esa hora, y los picos altos del castillo que parecían querer rivalizar con las montañas detrás que siempre estaban cubiertas de nieve sin importar la temporada del año.

Nadie iba a esa parte de los terrenos del castillo. Y menos aún sabiendo que yo vivía ahí.

No sé por qué, un día el Segundo Príncipe Dragón se había aburrido de mí y había ordenado que me desaparecieran de su vista. Ya que no podían matarme para no incumplir su parte del trato para con mi pueblo, me habían desterrado a esa cabaña olvidada por todos.

El día que llegué ahí, aquel lugar no tenía ni techo. Pero ahora, 9 años después de haber estado ahí, tenía un hogar humildemente cómodo y autosuficiente.

Los sirvientes de mi esposo el primer año me llevaban comida de forma constante para no morir de hambre, pero eventualmente empezaron a dejar de hacerlo, quizás porque sabían que si no lo hacían, no tendrían castigo de todas maneras. Los viajes mensuales se convirtieron en trimestrales. Luego semestrales, anuales y finalmente en algún punto dejaron de visitarme por completo.

Y aunque parecía ser que esa podría ser una buena oportunidad para huir, no podía hacerlo. Físicamente, estaba anclada a ese lugar por culpa de los votos matrimoniales con el Segundo Príncipe. Por magia antigua, no podía dejar ese lugar a menos que él lo permitiera o muriera. Fue una de las principales condiciones que me impusieron para aceptar el tratado de paz y hacerme ofrenda.

Aunque mi cabaña ahora era mi hogar, no dejaba de ser mi prisión de soledad.

Tras varias talladas, golpes, sacudidas y maldiciones, logré limpiar la horrible mancha de mis sábanas y las colgué al aire esperando a que el sol terminara de blanquearlas todavía más cuando saliera del horizonte.

Terminé exhausta, solo pensando en volver a acostarme y dormir un par de horas más, pero recordé que hoy sería un día especial. Ayer apenas había podido dormir pensando en este día.

Me apuré a regresar al interior de la casa, apurándome a revisar el único rayito de sol de mi vida que había encontrado de forma inesperada.

Corrí a mi pequeña bodega, donde debajo de una vieja repisa de piedra, en el cesto donde guardaba un par de sábanas viejas, descansaba una enorme serpiente blanca, cuidando tres huevos del mismo pálido que ella. Sus ojos se abrieron ante el suave movimiento que hice para sacarla del hueco, y su mirada roja me observó con advertencia y reconocimiento.

—Visha, ¿cómo están tus huevos hoy? —La saludé sin el menor rastro de miedo. Sabía que esos ojos de advertencia eran únicamente por tener cuidado con sus pequeños, no como amenaza.

Y comprendiendo el lenguaje animal, una habilidad exclusiva de los seres del bosque, entendí lo que me respondió con rapidez.

"No tardarán en eclosionar. Están inquietos."

Sonreí, levantando con suavidad las sábanas que cubrían un poco aquellas bellezas y noté lo que ella me dijo. El cascarón de los tres huevos ya estaban agujereados, hundidos al interior y por los huecos se alcanzaban a ver los pequeños cuerpos rosáceos de sus hijos.

La vida era algo fascinante, bello y emocionante de ver.

Visha fue una serpiente albina que encontré en uno de mis viajes a recoger hierbas en el diminuto bosque de los dragones. Apenas era una bebé cuando me tropecé con unas raíces y caí en su cueva donde se refugiaba.

Aunque intentó atacarme al inicio, por fortuna pude convencerla de irse conmigo. Las criaturas albinas tenían muchos problemas en la naturaleza... lo podía afirmar con seguridad.

Eirwen es mi nombre, y los elfos solemos usar nombres que nos caracterizan con facilidad. Mi nombre significaba "blanca como la nieve". Y quizás también por eso es que Visha había aceptado ir conmigo a casa.

Al menos a ella no le importaban los nombres...

Acaricié las escamas de Visha, feliz de que tendría a su familia y que había decidido incubarlas conmigo. Hacía toda mi vida menos solitaria de lo que era.

La volví a dejar dentro de su hueco bajo la repisa, dejándola en paz otro rato. La revisaría más tarde para ver cómo iban sus bebés, y mientras tanto yo tenía cosas que hacer. La vida solitaria al menos no era aburrida para mí.

Olvidando mi cansancio, fui a hacerme un desayuno, dando gracias a la tierra que había logrado salvar mi Camellia para mi té negro que me despertaba todas las mañanas. Comí mi humilde nutrimento de frutas y ensalada y con unos estiramientos, me dispuse a ir a regar mis plantas.

Agarré mi cubeta, sintiendo mi fiebre debilitándome un poco más cada vez, pero al menos el sudor de mi frente comenzaba a enfriarme. Esperaba al menos no desmayarme por ahí. No sería la primera vez que me quedaba en medio de la nada, tirada en el suelo un par de horas.

Caminé hasta el pozo, viendo el horizonte cómo el sol comenzaba a alzarse sobre los cultivos y a disipar la neblina por fin. Los amaneceres eran preciosos en cualquier lugar, no importaba la situación.

Volteé la vista al pozo, y poco me faltó desmayarme en el lugar... pero por el susto que dos ojos dorados me provocaron, ambos con la fina pupila de dragón en ellos.

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